Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Como
creo que estamos en una especie de campaña electoral, surgen de nuevo los
análisis y reflexiones de personas que confían en que sea posible cambiar el
desánimo de muchos por la forma en que se han ido desarrollando las cosas. Le
toca el turno a Victoria Camps, catedrática emérita de Filosofía Moral y
Política de la Universidad Autónoma de Cataluña. Lo hace con un artículo
titulado "Recuperar la confianza". Tras señalar los males de los
partidos políticos actuales, Victoria Camps hace sus propuestas no tanto para
arreglar las cosas (esas recetas ya son conocidas) sino para poder restaurar
esa confianza necesaria en los partidos políticos, sean cuales sean, capaces de
articular una forma de convivencia que todos deseamos. Señala Victoria Camps:
Para ello, lo primero es cambiar unas
actitudes que, de entrada, sólo han producido desencuentros. De la potencia al
acto hay un recorrido que exige modestia, razonabilidad, discernimiento,
adaptación y mucha paciencia, un conjunto de virtudes que, por lo general, no
son las que adornan el quehacer político. Si hay que actuar en común, como lo
exige la pérdida de las mayorías absolutas, las polarizaciones no son un buen
punto de partida. La confrontación sólo muestra que las distintas fuerzas
políticas se afirman a sí mismas no dando a conocer sus proyectos, sino
focalizando lo que las aleja del adversario, poniendo límites para no
encontrarse, porque parece que no hay discurso posible sin un otro a quien
oponerse. Difícilmente se construirán encuentros si uno no es capaz de salir de
sí mismo para acercarse al que está fuera. Partir de la confrontación no es la
actitud que se espera y hace falta para negociar los acuerdos que serán
inevitables tras el presumible resultado de las nuevas elecciones.
Rehuir el enfrentamiento implica moderar el
propio discurso. No complacerse en los fallos del rival, sino buscar los puntos
de encuentro que sin duda hay incluso entre los partidos más distantes entre
sí. Ninguna formación niega que hay que luchar contra la impunidad de los
corruptos, mejorar la representatividad política, sostener el Estado de
bienestar, recuperar el empleo perdido, abordar el conflicto territorial. No se
discrepa en los grandes objetivos, sino en cómo se alcanzan, con qué políticas
y con qué compañeros de viaje.*
Yo creo
que esto los partidos lo saben. La pregunta es ¿pueden escapar de su propia
dinámica? Con el tiempo pasado ya tenemos hasta críticos de los críticos. Sin
embargo parece que finalmente la horizontalidad del asunto es lo más peliagudo.
Pensemos en la relaciones en los partidos como "verticales" y en las
que mantienen con otros como "horizontales".
Todos
los partidos han trabajado sobre el eje vertical, todos han comprendido la
necesidad de evitar que sus propios garbanzos negros les arrastren al desastre.
Los mecanismos de promoción interna y selección, el clientelismo, etc. se han
demostrado nefastos y creo que sería sencillo que entre todos se sentaran a
firmar un acuerdo de este tipo.
Pero el
problema esta, como señala Camps, en algo más y que aquí hemos repetido hasta
la saciedad: el tono de los discursos. Los partidos políticos deben entender
que todos ellos son parte de una maquinaria necesaria para el desarrollo de la
sociedad. Se trata de una "democracia" no de "purgas"
electorales.
La mala
lectura que los partidos políticos han hecho del "15-M" —mencionado
por Camps— es la lectura comunicativa. Se ha cambiado casi todo menos lo que
había que cambiar: unos se ha dejado coleta, otros se han quitado la corbata,
otros se han puesto camisa blanca y otros camisetas de mercadillos, según el
desplazamiento que querían ofrecer a sus seguidores. Sí, todos han cambiado un
poquito pero casi nada en lo esencial.
Nuestra
interpretación es que esto no solo ocurre aquí. El ejemplo de Trump, es decir,
el del atractivo del que se presenta como si llegara nuevo y frente a una
casta, insulta a todos y les arrastra a la radicalidad, es solo uno, Pero hay
muchos más repartidos por toda Europa y muchos otros lugares: Latinoamérica,
Asia, África...
Se ha
satanizado el acuerdo, el encuentro en lo esencial, convirtiéndolo formalmente
en "traición". Todos los partidos que respetan la Constitución Española
son, por definición, susceptibles de alcanzar acuerdos, todos trabajan en favor
de un modelo. Pero hasta eso hemos tenido que meter en la disputa, tremendo
error. Convertir la Constitución —cuya función es servir de marco para
acuerdos— en campo de disputa significa lanzarnos a un mundo de inestabilidad
total.
La
entrada del deíctico de la "traición" viene de los periféricos,
principal presión que impide los acuerdos. Es —como bien señala Camps— el miedo
a perder votos lo que evita que la vida política se normalice. Los votantes
conviven sin demasiados problemas, ¿por qué los partidos no? ¿Por qué ha de
vivirse a cara de perro de forma constante?
Confianza viene de confido, “tener fe”. Es un
sentimiento de raíz religiosa que tiene que ver con dioses omnipotentes y
promesas de salvación eterna. Por eso es difícil confiar en los humanos que son
contingentes, volubles y cambiantes. Los filósofos ilustrados intentaron
liberar a la humanidad de todos los miedos que la mantenían atenazada e
impedían el progreso. Condorcet escribió que “el miedo es el origen de casi
todas las estupideces humanas y, sobre todo, de las estupideces políticas”.
Tanto la política de polarización y no
moderación como la condescendencia a una participación ciudadana más que
discutible son modos de esa estupidez política provocada por el miedo. El miedo
no al adversario, que todos fomentan desde sus posiciones particulares, sino el
miedo de cada parte a perder votos. Un miedo que se traduce en una mirada corta
que no es capaz de ver nada que tenga que construirse a largo plazo y con la colaboración
de amplias mayorías. Ese miedo a perder votos la ciudadanía lo percibe, se
llama electoralismo, y sólo produce más desconfianza. Es lógico que la gente no
vea las instituciones como los espacios idóneos para la política y se eche a la
calle.**
Es
lógico, pero en modo alguno lo deseable. La calle, hasta el momento, sigue
siendo un lugar de conflictos más que de soluciones. Manifestarse es un derecho, pero también el signo de que ha
fracasado algo en las vías normales, un toque de atención. Otras, como los
escraches, etc. no son las formas deseables de hacer política, algo para lo que
están las instituciones. La sacralización de la calle es uno de los peligros en
la democracia.
Tenía
razón Condorcet, el miedo es malo. Pero el miedo a todo, al que siembran los
políticos para recoger votos y al que surge en las calles convertidas en
tribunales improvisados. La democracia es precisamente la superación del miedo.
Que los políticos sean quienes nos lo vendan se debe acabar. Deben, por el
contrario, ofrecernos confianza en el sistema, en las instituciones, en los
elementos que compartimos, incluida nuestra constitución, con la que demasiado
alegremente juegan algunos.
Los
políticos se han perdido el respeto unos a otros, por lo que se lo hemos
acabado perdiendo a ellos. Pero no perdamos el respeto a las instituciones, que
es el siguiente paso. Las instituciones estás por encima de los políticos y
están para respaldo de los ciudadanos, que son todos iguales ante la ley.
También lo deben ser ante nuestros ojos. Solo al mal político le favorece esa
polarización por la que cree podrá mantener unos votos en detrimento de la
salud democrática y de las maneras democráticas. Metafóricamente, salud y
maneras revelan las dos formas que hay que vigilar una democracia.
Puede
que este periodo haya hecho reflexionar a algunos. Puede que a otros les haya
metido más miedo en el cuerpo y que sigan dedicando más tiempo a hablar de lo
malos de los demás para tapar la falta de ideas o voluntad, según los casos. Al miedo y a la falta de confianza hay que añadir un nuevo jinete apocalíptico de las democracias: el aburrimiento. Contra los dos primeros hay tradición; para el tercero no estamos preparados, pero se llama recuperar la ilusión y volver al espíritu que habla de la "fiesta de la democracia".
Esta
política apocalíptica del insulto y la negación, de las traiciones y el dedo
acusador siempre desenfundado se tiene que terminar por el bien de todos. Las
elevadas dosis de demagogia se tienen que reducir. Los síntomas que se perciben
no son buenos y conforme se acaban los buenos argumentos avanzan las malas
maneras. Hace falta la calma que permita discutir los problemas.
* Victoria
Camps "Recuperar la confianza" El País 5/06/2016
http://politica.elpais.com/politica/2016/06/01/actualidad/1464783328_465451.html
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