miércoles, 30 de mayo de 2018

El camino a lo peor


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La vida política española puede definirse desde hace tiempo como la vida de los políticos españoles. Ya sea porque se compran un chalet o porque pasan por un juzgado, porque declaran la república o porque no han declarado a hacienda, los que vivimos entre Cádiz y los Pirineos, más los insulares del sur y el este, tenemos como pluriempleo atenderles en lo que hacen y no hacen, en sus disputas y explicaciones interminables. Ya sean lacónicos, tautológicos o de verbo incandescente, la clase política es una asignatura pendiente desde hace algunos años, ya sea como parte o como totalidad.
En su obra sobre la posición de Karl Marx en la tradición filosófica occidental, sobre su conexión con los problemas que han vertebrado nuestro pensamiento, Hannah Arendt escribió unos párrafos que me parecen relevantes:

En adelante, esto es, casi de inmediato tras Aristóteles, el problema del poder se convirtió en el problema político decisivo, de modo que este ámbito entero de la vida humana pudo definirse no como el ámbito del vivir juntos sino como el ámbito de las luchas de poder, en el cual nada está en juego en mayor medida que la cuestión de quién gobierna sobre quién.
Mandar sobre otros dejó muy pronto de ser una mera condición prepolítica de toda vida política, pues tan pronto como entró de suyo en el ámbito de la política se convirtió al punto en su mismo centro. Este cambio se deja observar del mejor modo atendiendo a las definiciones de las formas de gobierno, que dejaron de entenderse como distintos modos de vivir juntos, para hacerlo como formas de gobernación entre los ciudadanos.*

Me parece una idea —que ronda parte de su escrito— esencial para distinguir lo político de los políticos. La distinción es necesaria porque marca dos objetivos contrapuestos: los de aquellos cuya finalidad es la armonía social, lo que buscan la mejora del vivir juntos, por un lado; y por el otro aquellos cuyo objetivo es el poder, el gobierno y no salir de él.
La diferencia es abismal porque los que solo buscan el poder —por mucho que lo decoren— no se paran ante nada. La armonía social, ese "vivir juntos" que Arendt señala en su escrito, debería ser el primer objetivo, el arte de lograr la convergencia de lo particular en lo general, una armonización en lo común.
Hemos señalado muchas veces aquí en estos años los peligros de las políticas divisivas, especialmente en la resolución de problemas que a todos nos afectan y que no son resueltos por esa incapacidad de sentarse a hablar de ellos por parte de aquellos cuya tarea no es solo gobernar, sino hacernos la vida más fácil a todos no creando más problemas de los necesarios. Nuestra clase política resuelve pocos problemas y crea muchos porque unos viven de los problemas de los otros. No somos los únicos.
Un rótulo de la CNN sobre el caso de la cancelación de la serie de la ABC, "Roseanne" por un tuit racista de la protagonista, Roseanne Barr, señala "Divided America". Barr se había manifestado como "trumpista" y el propio Trump, en su narcisismo enfermizo, considera como una cuestión "contra ellos" lo ocurrido, pese a las varias disculpas de la autora reconociendo el exceso atacando a una ex consejera de Obama. Sí, Estados Unidos está dividido, cortado con un bisturí. No lo ha hecho Trump, pero sí lo ha aprovechado para su política y ganar el poder, que era su objetivo.


Basta con ver sus mítines desde la presidencia. Los aprovecha precisamente para reforzar la división. No son mítines presidenciales al uso y, como señalaron los comentaristas, parecen los de un candidato por su virulencia. Trump, lo ha dejado claro, no es el presidente de todos los norteamericanos sino el que ha sido votado por una mitad prometiendo la revancha contra el otro medio. Trump es y vive la división. Ni dando un discurso a los Scouts (como ocurrió) es capaz de no buscar deliberadamente la división.
Trump no es una excepción, sino la consagración de un modelo que podemos ver por medio mundo, con diferentes ideologías y con un modo populista. Es el triunfo del arte de dividir para conseguir el poder y el de mantener abiertos los problemas.
Escucho hasta el aburrimiento a nuestros políticos explicar cómo debemos interpretar a sus rivales. Todos repiten lo mismo, reduciendo las ideas a consignas destinadas a ser reproducidas por los medios de comunicación y navegar como tuits por el espacio social. Trump, una vez más, ha llevado el modelo a la máxima eficacia.
La distinción de Arendt es esencial para saber qué podemos esperar de la política: la resolución de los problemas o la lucha por el poder. Esto es básico para la formación democrática, que se basa en el diálogo, en la confianza en la palabra, como señala la propia Arendt. Sin embargo hoy la palabra no es portadora de ideas y base de diálogo sino una forma de manipulación del otro. El predominio de las técnicas de manipulación basadas en el conocimiento aportado por las ciencias cognitivas (el neuromárketing) o los análisis resultantes del Big Data, la combinación de ambas, llevan a una concepción política que significa la destrucción de las raíces democráticas del diálogo y la convivencia en favor de la mera consecución del poder.


Estamos viendo el amanecer de nuevas sociedades autoritarias basadas en el control social, la vigilancia y la agitación mediante la apertura de todo tipo de problemas. Vemos el crecimiento de lo peor donde se intensifican las tendencias racistas, xenófobas que acaban trayendo más divisiones sociales, cuya energía negativa es aprovechada para arremeter contra los otros. El incremento del racismo y la xenofobia, ver a otros países como "delincuentes" o "pozos de mierda", como ha hecho Donald Trump, trajo problemas desde la campaña electoral misma, apoyada por los supremacistas blancos entre otros grupos radicales. Ha tenido consecuencias en la política norteamericana con una creciente retórica de la agresión —que va de Irán a Corea del Norte, pasando por China o México— que vive de un clima de insulto y amenaza.
Hay países de la Unión Europea que han quedado en observación por sus políticas regresivas sobre derechos humanos, sobre libertad de expresión, xenófobas, etc. Los movimientos anti europeos crecen por la incapacidad de los gobiernos de muchos países de enfrentarse a los problemas reales y por las divisiones que impiden acuerdos en un espacio político que debería ser convergente y no cada vez más fraccionado e incompatible. El objetivo es vivir juntos con el menor número de problemas posible y de forma solidaria. Eso se le pide a la política.
La mayor parte de los políticos ven su futuro en la división, mecanismo para alcanzar el poder. Para ello se sacrifica la armonía social, el poder vivir juntos, trasladando a la calle los problemas como división y enfrentamiento. Es la forma en la que empiezan los totalitarismos excluyentes. La división catalana, por poner un ejemplo, tiene su culminación teatral en el nombramiento de un presidente que se ha caracterizado por su incontinencia verbal xenófoba y racista, con la peculiaridad que las "bestias" son ahora sus propios convecinos, a los que niega el ser por no pensar o hablar como él. Si creíamos que el narcisista Puigdemont no podía ser superado, nos equivocamos. El camino a lo peor es largo y cada vez más empinado.


Con estas perspectivas, la política española pasa a ser el arte del codazo, la manera de evitar que otros lleguen a ocupar el poder sobre el que todos han construido sus clientelas. En vez de solucionar mediante grandes pactos los problemas acumulados de corrupción, que tanto daño hacen a la convivencia y a la credibilidad de las instituciones, hemos preferido convertirlos en armas arrojadizas.
La política basada en el poder no atrae precisamente a los más honestos, sino a aquellos que buscan en ella fines poco claros o el beneficio personal directamente. Acaban corrompiendo a las instituciones y a los partidos mismos, que pasan a ser cuna de ambiciosos que no se paran en nada para conseguir sus fines. El desencanto comienza a producirse y es el momento en el que entran los grupos más viscerales promoviendo más discordia, abriendo o reabriendo problemas, recogiendo descontento.
Lo ocurrido en países como Italia, muestra el camino. Es la alianza entre grupos de signo opuesto pero de confluencia táctica. ¿Qué otra cosa que el poder puede llevar a la alianza de la extrema derecha nacionalista y los grupos antisistema? En Cataluña hemos visto un proceso similar de acercamientos estratégicos entre grupos antagónicos; hay que crear un enemigo común y fortalecer la idea de identidad, que ya no es un ser como se es, sino un enfrentamiento con lo que no son como nosotros. En Italia es contra Europa, en Cataluña contra España. Toda división sobre la que se pueda construir un discurso emocional, radicalizado, es aprovechada. La calle se convierte en el escenario de representación, en teatro. Eso va de las cruces plantadas en las playas catalanas a las manifestaciones ante las instituciones. Todo es ya espectáculo, escenificación.


No sabemos cuál será el final de todo esto. Ni siquiera que tenga un final. Puede que este sea el rumbo, la forma de hacer política hacia el futuro y que la moderación, la confianza en las instituciones democráticas, la convivencia, el diálogo, etc. formen parte ya del "viejo mundo", el desbordado por la simultaneidad irascible de las redes sociales, de las falsas noticias y de los tuits incendiarios, del insulto constante y las heridas problemáticas en continuo sangrado para que el dolor se manifieste y el odio sea nuestro estado definitivo. El nuevo político es el especialista en provocar y controlar la irritación, en saber captar los focos de descontento y aprovecharlos en su beneficio.
En un mundo así, los riesgos aumentan, haciéndonos vivir en un estado permanente de ansiedad e irritación. No se trata de encontrar soluciones, sino de señalar responsables, de redirigir la ira. Son los signos políticos de esta "tribalización / trivialización" en la que vivimos inmersos.

* ARENDT, Hannah (2007) Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental. Seguido de reflexiones sobre la Revolución húngara. Trad. de Marina López y Agustín Serrano de Haro.

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