Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Ayer fue la entrega de los premios de Derechos
Humanos de la Fundación del Consejo General de la Abogacía. Circunstancias
fortuitas me llevaron hasta el salón del Ateneo madrileño en el que se iban a
entregar los premios y me alegro de ello. Lo importante es que quienes estaban allí
se merecían el reconocimiento por la sus trayectorias vitales y profesionales,
porque a aquel momento, rodeados de focos, habían llegado sin buscarlo, en la
carrera de la vida. A diferencia del deportista que participa para ganar, los
que allí estaban habían sido arrastrados unos por sus profesiones —abogados,
periodistas...—, convertidas en pasión por los derechos humanos ante la visión
de las injusticias y otros, sencillamente, habían sufrido la crueldad de la
realidad. Víctimas y personas que han dedicado sus vidas a tratar de
defenderlas ante situaciones de todo tipo en las que se veían reducidas sus
libertades y derechos se encontraban en el escenario del Ateneo.
Desde el punto de vista de la comunicación, la
realidad se convierte en show, necesita ser empaquetada en formatos —en géneros
discursivos— aceptables por los que están más allá de las paredes del lugar en
el que se celebra. La sala deja de serlo para convertirse en plató televisivo
presidida por una gigantesca pantalla que nos permite mirar a las personas o a
sus imágenes gigantescas sobre ellos. Podemos elegir dónde se dirigen nuestras
miradas, si a la vida editada o a las personas reales. Te sientes como el
privilegiado que puede asistir en directo frente a los consumidores de
información en sus casas, a los que podrás decirles "yo estuve allí"
mientras les señalas las imágenes de una pantalla o las páginas de un
periódico. Sin embargo, el verdadero "allí" es el que han vivido las
personas premiadas. Ese "allí" es una ciudad bombardeada, una patera,
una cárcel, el pie de la valla en una frontera, una sala de una comisaría...
los espacios en los que hay que recordarle a alguien que lo que allí hay son
seres humanos porque se ha olvidado o no importa.
Quizá, por deformación profesional, me resulta
difícil meterme en estos formatos en los que las personas pasan a ser
"entrevistados" y sus vidas "piezas" que montar; quizá me
resulta extraño que estando presente en la sala alguien se me interponga un "narrador"
que module las emociones y las dirija, algo necesario en los medios, pero menos
en la presencia activa. Pero yo formo parte del público en la sala, unos pocos cientos de personas. Y aquello se
representa para los miles que después lo verán.
La finalidad última es transmitir un mensaje a la
sociedad sobre problemas reales. Y todos los que allí se nos mostraron lo eran.
Los problemas que cada día llegan a nuestras pantallas, páginas, ondas... como las
olas, unas con gran estruendo, otras más silenciosas según esté la marea, según
corran los vientos.
El reconocimiento en el apartado de las
"personas" (junto a los de "instituciones", "medios de
comunicación" "Nacho de la Fuente" y el premio
"extraordinario", se ha dado a dos deportistas que formaban parte de
los equipos olímpicos que se crearon en estos Juegos últimos. Frente a los que
desfilan tras de sus banderas, los refugiados formaron un equipo para competir
en las conciencias. Un maratoniano etíope, Yonas Kinde, refugiado en Luxemburgo
que espera que le concedan la nacionalidad para dejar de estar en tierra de
nadie, que es el estado del refugiado, un estar
sin ser. Un nadador sirio, Ibrahim Al
Hussein, perdedor de una pierna por la explosión de una bomba y cuya verdadera
competición por la vida comenzaba en ese momento. Dos trayectorias para poder
recuperar una vida de normalidad, como la de los demás, que se les ha negado.
El deporte es la vía que les ha salvado permitiéndoles desarrollar un sentido
frente a la sinrazón en la que perdieron su normalidad cotidiana.
Fueron ellos los que cerraron el acto, que en su
conjunto es una extraña ceremonia, una especie de figura esquiva que te lleva
de la alegría a la tristeza, de la admiración a la indignación. Es una continua
lucha entre "fondo" y "forma", una distancia entre el
horror, el dolor, que las fotos te muestran y los plácidos salones decimonónicos
del Ateneo madrileño, presididos por las figuras que han dado nombres a calles,
plazas o teatros. Castigado, en la pared del fondo, un solitario Mariano José
de Larra, otro cantor de denuncias, mira desde altura al gentío que se saluda y
abraza antes de entrar en el gran salón.
Allí se contaron historias y se explicaron motivos.
Carlos Carnicer, premio Extraordinario, citó a Confucio diciendo que empezamos
una segunda vida el día que descubrimos que solo tenemos una. Es cierto. La
segunda vida de aquellos profesionales había comenzado el día en que se dieron
cuenta que otros no podían vivir las suyas y eso les pareció injusto. Perder la
segunda ocasión de hacer algo, desde el puesto de cada uno, es lo imperdonable.
La presidenta de la institución premiada Women's
Link Worldwide, Viviana Waisman, explicó que ella ya era nieta de refugiados
que huyeron de una Europa en Guerra e hija de refugiados de las dictaduras en
la Argentina que los acogió y de la que también tuvieron que salir. Ella heredó
la idea para las segundas vidas, que empezó muy pronto, como Carlos Carnicer
dijo haberlas sembrado ya en sus hijos.
Por un par de horas, los refugiados, a los que
estaba dedicada la Conferencia Anual de la Abogacía, tuvieron una voz en aquel
Ateneo Literario y Científico de Madrid. Los viejos salones, irreales con
aquellas luces estudiadas que lo transformaban, acogían problemas más viejos
que ellos pero que se renuevan en la piel de nuevas personas cada día.
En los premiados se reconocía el sufrimiento y el
empeño en la superación, pero no hay premio que alivie el dolor que vive el deseoso
de volver a una vida que perdió, a la normalidad negada. No hay luces estudiadas,
ni presentadores, ni coctel final en estas vidas. Solo una esperanza de que el
mundo caótico, de negaciones, de laberintos físicos y burocráticos se acabe en
algún momento.
Inarhim Al Hussein fue el que mantuvo el equilibrio entre aquel escenario mediático. Nos dijo que los edificios impoortan poco, que sobre las ruinas se construyen nuevas ciudades. Eran los niños de Alepo los que importaban, que era en ellos en quien había que fijarse y transmitió el mensaje más simple y eficaz: un simple folio con un mensaje rotulado. Los niños de Alepo no pueden esperar. Y con ellos muchos otros. El mensaje era sencillo y el más importante. Ante la simplicidad de lo rotulado, enrojece la parafernalia y la retórica. El mensaje es el mensaje; los medios son otra cosa.
No sé si el acto de ayer hace más visibles los
problemas y despierta más conciencias, pero me gustaría que así fuera. Mañana
trataremos de ellos aquí, de las víctimas de los dos lados de las fronteras.
Pero ayer tocaba otra cosa. Lo apropiado en este caso, además de dar la
enhorabuena a los premiados, es darles las gracias. Y eso hacemos.
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