Joaquín Mª Aguirre (UCM)
"You
may ask yourself: Well, how did we get here?"* La pregunta se
encuentra en mitad de un editorial sobre Donald Trump en The New York Times. La
pregunta no es trivial sino, por el contrario, dramática. Se refiere a la
paranoia que Trump está haciendo surgir entre sus seguidores. Las teorías de la
conspiración han pasado a ser simples verdades entre sus seguidores. La
pregunta no sobra sino que debería abrir una reflexión general sobre los
límites de la política en los sistemas democráticos y cómo pueden dejar de
serlo cuando la verdad es pisoteada y sustituida por mentiras repetidas con insistencia.
La teoría de la conspiración actual se basa en la sospecha
de un fraude generalizado para hacer que Trump pierda las elecciones. Esta
solicitando voluntarios para que se aseguren en los colegios electorales de que
nadie les engaña. Tener observadores en los lugares de votaciones no tendría
por qué ser un problema, pero si estos
están ya convencidos de que el fraude se
producirá y que lo que van diciendo las encuestas forman parte de otra
conspiración porque su líder les dice que va "mejor que nunca", los
problemas se pueden multiplicar, especialmente si estos voluntarios son de los
grupos radicales que, como los supremacistas blancos, grupos anti inmigración, etc.
están de su lado. Es de esperar que sean los primeros animados a estar en los
distintos colegios "vigilando" que no se produzca el fraude.
Los que no se han dejado arrastrar por la paranoia de Trump,
fascinados por su líder, están cada vez más horrorizados por lo que ven. Ya
hemos comentando aquí este extremo cuando todavía se estaba en fases en las que
se pensaba que Trump se quedaría por el camino.
Puede que Trump no gane una elecciones, pero lo que ha
quedado claro es que dejará como legado una democracia enferma, con una
división abismal entre dos visiones de Estados Unidos. Como han advertido ya,
el peor enemigo de la democracia es la demagogia, al gran peligro anunciado
desde su fundación constitucional por Hamilton y otros.
El 28 de enero, The Washington Post publicó un artículo firmado
por Andrew Sabi con el título "The
Constitution was designed to weed out demagogues. Now it encourages them".
En él, como en muchos otros, el auto manifiesta su preocupación por la
degradación del sistema y sus peligros:
Recently Peter Wehner, a veteran of several
Republican administrations, called presidential candidate Donald Trump
“precisely the kind of man our system of government was designed to avoid, the
type of leader our founders feared — a demagogic figure who does not view
himself as part of our constitutional system but rather as an alternative to
it.”
Is Wehner right to claim that the U.S.
constitutional system was designed to rule out a certain kind of politician?
The answer is yes. But the system has evolved
in ways that directly thwart this design. For better or worse, we now have —
and value — a system likely to yield as president precisely the kind of
populist figure the framers most feared.
Right at the beginning of the Federalist Papers
(the defense of the Constitution written by Alexander Hamilton, James Madison
and John Jay), Hamilton warned against populists who endangered constitutional
structures. Those who have overthrown republics, he wrote, have usually “begun
their career, by paying an obsequious court to the people . . . commencing
demagogues, and ending tyrants.”**
La demagogia es algo que se tiende con demasiada frecuencia
a perdonar considerando que forma
parte del juego político en su fase electoral, que el poder es lo importante y cómo se llegue a él algo relativo. Un ejemplo importante de
demagogia lo hemos tenido en la campaña política que finalmente se concretó en
el llamado "Brexit". Tras las votaciones muchos de los participantes
manifestaron haber sido engañados por
los políticos participantes. Políticos y partidos fueron sacudidos por estas
acusaciones y los partidarios tuvieron que confesar haber mentido sobre las
consecuencias de la salida y haber manipulado datos. La demagogia había
funcionado mientras todos hacían alarde de democracia activa: lo que quiera el pueblo.
Pero hemos avanzado mucho desde la retórica aristotélica:
sabemos que las cosas se pueden presentar
de muchas formas para conseguir lo que se quiere. De todos los males
democráticos, la demagogia es la que ataca al centro: la toma de decisiones.
Esta solo se puede hacer más que teniendo la información adecuada; la demagogia
juega con los discursos para conseguir hacerse con la opinión.
El articulista reparte responsabilidades. Trump es la bola
de nieve que ha ido creciendo desde campañas anteriores:
Mr. Trump did not invent paranoia; he did not
create the Republican meme of fraudulent minority voting. He just took it — as
he so often does — to an extreme. Senator John McCain made similar warnings in
2008, and murmurings of cheating go back at least to 2000, a close national
election, botched in Florida, decided for George W. Bush by the conservative
majority of the Supreme Court. And long before Mr. Trump entered the
presidential race, Republican legislators were busy passing voter ID laws based
on the fallacy of widespread fraud.**
Trump repite lo anterior, amplificado y como mensaje central.
Él ya es ganador; si pierde es debido al fraude. Su megalomanía histriónica
hace le resto. El fenómeno Trump deber ser estudiando, analizado con cuidado
porque no es una cuestión circunstancial sino la consecuencia de una forma de
hacer política que se está convirtiendo en patrón en muchos lugares del mundo.
Si los padres constitucionales de los Estados Unidos temían
la llegada del "Gran Demagogo", ha tardado tiempo en aparecer, pero
lo ha hecho con rotundidad. No es un fenómeno personal, sino la conjunción de una
personalidad como la de Trump y un aumento del dogmatismo y la violencia en
todo el mundo. Nunca han existido como hoy tales medios de manipulación.
El papel mediático es esencial y está tras fenómenos como el
aumento del radicalismo, de los nacionalismos, del integrismo religioso y de la
demagogia como camino hacia el poder. Negarlo es suicida. Hemos construido un
mundo en el que el comunicarse se concibe como conexión, sin pensar que esas
conexiones establecen una presión constante que las instituciones públicas son
incapaces de contrarrestar con los flujos de mensajes "positivos".
Curiosamente los únicos que lo han entendido perfectamente
son las grandes dictaduras, que siempre han recelado de la comunicación y la
información restringiéndola. Nosotros hemos hecho un gigantesco negocio de ella
pero no somos capaces de frenar sus efectos negativos. La psicología social
deshace la igualdad: la mala noticia se recibe mejor que la buena, la
incitación del extremista tiene más eco que la advertencia del moderado, etc.
Si la democracia no se protege cambiando las actitudes
demagógicas en vez de considerar que todos pueden usarlas en virtud de la
bondad de sus intenciones, quedará definitivamente convertida en un espectáculo,
algo a lo que recurren ya todos sin demasiado pudor.
La democracia son principios,
no un juego para conseguir el poder. "Principios"
no son solo "reglas", simples límites legales. Son los que surgen de una voluntad y una vocación democráticas que implica algo que se ha ido perdiendo: el
respeto por las personas individual y colectivamente. El aumento de casos de
corrupción en todos los países es una muestra de que la política ha perdido ese
concepto de principios atrayendo
ambiciosos y limitándose a aceptar líneas ambiguas, las que permiten jugar en
el borde de la afirmación, de la mentira, de la insinuación, etc. como hace
Trump. Para él la política es un negocio
y en un negocio ganan unos y pierden otros, lo sepan o no.
Trump es la punta del iceberg, una punta importante porque
lo que ocurre en los Estados Unidos tiene repercusiones en todo el mundo. Más
allá del efecto de su llegada a la Casa Blanca, nadie puede evitar ya sus
desastrosos efectos sobre el sistema democrático, debilitado, como bien
señalaba el articulista de The Washington Post en enero. Desde entonces no ha
habido semana en la que no se pensara que Trump había llegado al límite. Pero,
no es cierto: no lo hay. La demagogia juega sobre ese límite.
El final del editorial de The New York Times no puede ser más directo sobre el problema real:
Now, more than ever, the country needs responsible
political leaders and the courts to defend and expand voting rights, rather
than sitting silently while Mr. Trump further demolishes public confidence in
the foundations of our government.*
Existe un gran problema de liderazgo en todo el mundo. Entre
demagogos y autoritarios estamos creando un mundo en el límite, muy peligroso. Hay que volver a dignificar la política
a través de la ejemplaridad y de la
exigencia de ética y respeto. La
demagogia tiene que ser proscrita de los sistemas democráticos so pena de que
se los lleven por delante. Pero ¿cómo hacerlo democráticamente? Revalorizando la democracia misma, educando en
valores, exigiendo respeto a todos. Es más fácil de decir que de hacer, pero si
no se intenta... La pregunta de "cómo hemos llegado hasta aquí" debería "qué hemos dejado de hacer para que esto haya acabado así".
La finalidad de la democracia y de la política democrática
es construir una sociedad en la que las personas puedan convivir y prosperar sintiéndose
responsables no solo de ellas mismas sino de los demás. "Construcción" implica esfuerzo diario, constante. Los demagogos quieren
el poder. Para ello pueden minar la convivencia y fomentar el egoísmo, la
insolidaridad, el racismo, etc. Trump es el ejemplo más claro.
Hay más, muchos.
*
"Donald Trump Cues Up Another Conspiracy" The New York Times
22/08/2016
http://www.nytimes.com/2016/08/23/opinion/donald-trump-cues-up-another-conspiracy.html?
** Andrew
Sabi "The Constitution was designed to weed out demagogues. Now it
encourages them" The Washington Post 28/01/2016
https://www.washingtonpost.com/news/monkey-cage/wp/2016/01/28/the-constitution-was-designed-to-weed-out-demagogues-it-has-evolved-in-ways-that-encourage-them/
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