Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Algunos
recordarán que lo mío con los protocolos no es nuevo. Algunas veces intento que
la persona que se encuentra encerrada en su protocolo —los hay absurdos— recupere
algo de la humanidad con la que llegó al mundo y de la que después fue
despojado de buena o mala gana. En ocasiones logro que alguien haga algún
pequeño gesto comprendiendo lo absurdo del planteamiento del protocolo que
siguen. Pero no suele servir de mucho. El protocolo manda. Donde no hay protocolo, reina el caos.
Pero
hoy me he quedado de piedra. Confieso que me ha sorprendido. Ha sido en las noticias
de la noche, cuando las pantallas nos mostraban la llegada a declarar de unos
profesores, un psicólogo y el inspector educativo de la Comunidad sobre un caso
de abusos sexuales. Los periodistas, al
igual que los jueces, les preguntaron sobre el conocimiento que tenían de los
actos denunciados por las alumnas del Centro. Los profesores señalaron que las
alumnas les habían hablado de los abusos. Lo sorprendente ha sido la
declaración del inspector de la Consejería de Educación, que también señaló que
se lo habían dicho los padres de una alumna. Ante la pregunta lógica de "¿por
qué no lo denunció?", la respuesta fue "que no había protocolo de
actuación para esos casos en su departamento".
Las
caras que se les quedaron a los periodistas que le rodeaban fue más o menos
como la que se me quedó a mí al escucharlo. "No había protocolo".
" ¿Y ahora?", preguntó con cierto asombro una periodista micrófono en
mano. "Ahora, sí", contestó intranquilo el inspector. "¿Ahora ya
lo pueden denunciar?". "Sí, ahora sí porque ya hay protocolo",
dijo el hombre satisfecho.
Realmente
no sé cómo funcionó el mundo hasta que se crearon los protocolos. Hace un par
de semanas, el diario El Mundo publicó un artículo sobre la cuestión de los
"algoritmos", que son primos hermanos de los protocolos. Después de
una cierta paranoia a lo Matrix,
Pablo Pardo contaba desde su corresponsalía de Washington:
Los algoritmos se han convertido en el
carbono de la sociedad del mundo moderno. Están tras la ciencia, la cultura, la
tecnología y la economía del siglo XXI. Y lo más paradójico es que no hay una
definición formal de lo que son. El Diccionario de la Real Academia dice que
algoritmo es un «conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar
una solución de un problema», y también un «método y notación en las distintas
formas de cálculo».
Todo lo que aplica la lógica a la solución de
problemas es un algoritmo. Llevando las cosas al extremo, podríamos decir que
una receta de cocina es un algoritmo secuencial, porque usa diferentes
ingredientes, que son las variables, en diferentes módulos -primero se mezcla,
después se sazona, a continuación se le deja enfriar, etcétera- para alcanzar
un resultado.
El ejemplo de la receta de cocina, aunque un
poco surrealista -y prueba fehaciente de que este artículo no lo ha escrito un
algoritmo, dado que entre las capacidades de éstos no se encuentra la ironía-
es bastante ajustado a la realidad. Porque un algoritmo tiene dos claves
fundamentales. La primera: sus instrucciones deben ser ejecutadas de forma
ordenada, con lo que no cabe saltarse pasos o volver atrás. La segunda: no hay
margen para la experimentación, es decir, no hay prueba y error.*
Las dos
claves fundamentales del algoritmo son la base del protocolo: ni se le ocurra
cambiar las cosas y deje los experimentos para sus ratos libres. El protocolo
es la versión "inhumana" del algoritmo, que tendemos a pensar de
forma matemática. Ambos son procedimiento secuenciales repetitivos e
inalterables a menos que haya otro protocolo para modificarlo. Descubrimos e
inventamos algoritmos; nos encerramos en protocolos.
Deseosos
de ser máquinas precisas y liberadas de complejidades dostoievskianas derivadas
de nuestra primitiva ilusión de libertad, de nuestro complejo de culpabilidad
por haber deseado eliminar al padre en conjura primitiva para quedarnos con el
poder en la tribu, el ser humano añora los protocolos que le marquen el camino
como tablas de la Ley sacadas de un todo
a cien. Y entonces surge ese grito de rebeldía, esa escalofriante proclama
que hiela la sangre de las generaciones: "¡No sin mi protocolo!"
Todos
aquellos frágiles funcionarios, aquellos profesores y directivos que recibieron
las quejas de las alumnas de que estaban siendo presuntamente acosadas por su
profesor de piano, mostraron su renuncia a actuar conforme a un voluble criterio personal condenado al
fracaso de la mera opinión o a enfrentarse a una demanda legal por acusación
sin fundamento, o cualquier otro criterio mediante el cual uno se piense dos
veces lo que va a hacer.
Felizmente,
todos tienen ya un protocolo con el que dejar fuera de sus tareas profesionales
casos de conciencia, dudas por debilidad orgánica, resueltas gracias a la
llegada del protocolo purificador.
Habrá
gente que no conciba actuar en el mundo sin las muletas de protocolo, prótesis
del pensamiento, flotador con patito de las conciencias demasiado pesadas y
renqueantes a la hora de decidir, aunque sea ante casos tan graves como los que
llegaron ante el juzgado ayer.
De
todas las tonterías escuchadas en estos últimos —el listón está alto—, ninguna
más ramplona y estúpida que la excusa de la ausencia de "protocolos"
para encubrir el miedo a enfrentarse a los hechos denunciados por temor a las
consecuencias de la denuncia en caso de que se vuelva contra los que la
inician. No le demos más vueltas; no es más que eso, miedo a la
responsabilidad. El protocolo te cubre las espaldas: no eres tú, es el
protocolo. Nada personal.
Pero si
no hay protocolo, te tienes que "activar" tú y eso, amigo, es un
riesgo que no va con el sueldo. Que un inspector educativo de la Comunidad de
Madrid reciba las denuncias de las víctimas y no pase nada es realmente deplorable.
Tiene el inspector una excusa que le
sale sin pedirla: se lo dijo a sus superiores.
Pero a los superiores no se les va con chismes, sino con protocolos en marcha,
con todo el peso de la maquinaria humana y legal. ¿Qué se ha creído? Todas las personas —que han resultado ser
muchas— a las que se les dijo y no hicieron nada al respecto están cautivas del
mismo complejo protocolario. Cada vez
llega más gente al mundo con vocación de máquina. En realidad, al sistema le
interesa la creatividad justa y bien pagada, Al resto, protocolo.
La
obsesión por el protocolo llega a todos los rincones. Leo las declaraciones de
Andy Murray, el tenista, que confiesa sobrevivir gracias al "plan":
Todos los jugadores buscan entrenador porque
en el largo plazo es importante tener una estructura, un plan, que alguien te
monitorice, que vigile lo que haces. Es importante también confiar en él y el
plan. Si no, es fácil que pierdas un partido y empieces a dudar del plan. Es
como Guardiola ahora con el Bayern de Múnich. ¿Debería cambiar de estilo? ¿Solo
por un muy mal resultado? Ha tenido mucho éxito jugando de esa manera. Ha
funcionado muy bien durante un largo periodo de tiempo. Por eso es muy
importante que en el largo plazo creas en el plan y que la gente que tienes a
tu alrededor crea en el plan.**
Ni
Orwell lo hubiera expresado mejor. Ya lo dijo el Gran Inquisidor sevillano en
los Karamazov: como les des libertad,
¡te la tiran a la cabeza! ¡Donde esté un buen protocolo!
*
"La civilización de los algoritmos" El Mundo 13/04/2014
http://www.elmundo.es/ciencia/2014/04/13/5348544ae2704e4c568b4587.html
** "Murray: “Igual que Guardiola, creo en tener un plan”" El País 5/05/2014 http://deportes.elpais.com/deportes/2014/05/05/actualidad/1399317417_376554.html
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