Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
corresponsal en Londres de The New York Times, Roger Cohen, se hace eco de unas
observaciones realizadas por el canadiense Mark Cartney, el que fue nombrado
Gobernador del Banco de Inglaterra, en una conferencia sobre "Capitalismo
inclusivo". Cohen ha titulado su texto como "Capitalism Eating Its
Children", de forma expresiva y sintética de los planteamientos de
Cartney. En su momento llamamos la atención sobre su nombramiento porque
establecía algunas diferencias con el discurso habitual, que tiende a ser nulo
o técnico sin entrar en cuestiones de más amplio calado social o filosófico. Titulamos
aquella entrada reflejando la llegada del canadiense a su puesto en Londres
como "Un canadiense excéntrico" (8/08/2013).
Tras
una entrada retórica acumulando tópicos sobre lo que debería ser la vida
palaciega de un gobernador del Banco de Inglaterra, Cohen rompe el efecto con
las palabras de Cartney: “Just as any revolution eats its children,” [...] “unchecked market fundamentalism can
devour the social capital essential for the long-term dynamism of capitalism
itself.”* La City cruje en sus cimientos.
Lejos de aquellas bonitas frases electoralistas de Sarkozy
sobre la "refundación del capitalismo", Cartney se deja de florituras
y advierte desde lo que nunca debería dejar de ser la Economía, como bien sabía
Adam Smith, una ciencia moral. Antes se solía invocar a Marx para advertir de
los peligros del capitalismo; se puede recurrir a Smith tranquilamente para lo
mismo, pues cualquier sistema que pierde su sentido de la finalidad de la
acción acaba cayendo en lo que Cartney señala, en un
"fundamentalismo", en este caso, de mercado.
Como "ciencia social", la Economía describe el
funcionamiento económico y trata de establecer sus comportamientos para
comprenderlo. Como "ciencia moral", en cambio, debe avanzar guiada
por un impulso corrector determinado por fines establecidos por los valores. Describir y comprender procesos son dos funciones de la Ciencia; actuar o guiar la acción, en cambio, surge de nosotros, de nuestros valores
e intereses. Si la Economía solo busca la riqueza de unos pocos o simplemente
usa su conocimiento para que ese hecho se produzca mediante el establecimiento
de las condiciones necesarias y favorecedoras, habrá perdido su condición de
ciencia moral.
Los que calificaron la crisis como esencialmente "fiduciaria"
partían de una crisis moral, pues no otra cosa es la pérdida de la confianza.
El abuso de confianza es precisamente esa quiebra en la que cuando uno cree que
están trabajando en su favor, resulta finalmente que aquel en quien confiamos
lo está haciendo en el suyo propio. Eso ocurrió con los millones de personas
por todo el mundo que fueron arrastrados en la confianza de que ese estaba
actuando en su provecho y no en el de otros.
La crisis de la confianza se puede extender más allá de la
economía y se percibe exactamente igual y por los mismos motivos en la vida
política, como acabamos de comprobar. Los millones de personas que han cambiado
su voto en estas elecciones europeas lo han hecho también por una crisis de
confianza, por la creencia que el voto que dan no repercute en su beneficio,
sino que es usado para el de unos pocos. Coincido con los que apuntan a que
tras la crisis económica y política existe una crisis moral que desemboca en
las pérdidas de la confianza y las búsquedas de nuevos troncos a los que
agarrarse en la riada de la historia.
La base de la sociedad es siempre la confianza. No puede
construirse nada estable sin ella porque todo acaba en recelo. La complejidad
de nuestras sociedades modernas, sus crecientes niveles de interacción, hacen
que la confianza sea necesaria para la representación. Nuestras sociedades son
"representativas", delegadas. Necesitamos la confianza en aquellos en
los que delegamos, ya sean banqueros, abogados, políticos o dentistas;
necesitamos saber que están de nuestro lado tras sus fachadas sonrientes y no
que nos están usando para su propio provecho. Hasta el momento, lo mal
repartido de las consecuencias de las crisis últimas y el crecimiento de la
desigualdad apuntan a lo contrario.
La necesidad de resolver la crisis moral subyacente para
poder resolver las demás es acuciante y a eso es lo que apuntan
las turbulencias políticas que se observan por gran parte del mundo, en países
estables que ven crecer su agitación social, como formas alentadas desde la
percepción de la injusticia o el engaño. Pero no será sencillo porque en el enfrentamiento
entre los que tienen mucho que perder y los que cada vez tienen menos que ganar
es inevitable.
Señala Roger Cohen desde Londres:
[...] six years after the crisis, the core
problem has not gone away: The deep unease and anger in developed countries
about the ways globalization and technology magnify returns for the super-rich,
operating in a world of low taxation and lax regulation where short-term gain
becomes a guiding principle, even as societies become more unequal, offering
diminished opportunities to the young, less community and a growing sense of
unfairness.
Anyone seeking the source of the anger behind
populist movements in Europe and the United States (and the Piketty fever) need
look no further than this. Anti-immigration, anti-Europe movements won in
European elections because people feel cheated, worried about their children.
As Bill Clinton noted a couple of hours before Carney’s speech, the first
reaction of human beings who feel “insecure and under stress” is the urge to
“hang with our own kind.” And the world’s greatest challenge is defining “the
terms of our interdependence.”*
La ira es el
resultado visceral de esas percepciones de que no se puede confiar. Estalla por
todas partes porque las ocasiones se multiplican con la observación del
desequilibrio, de lo fácil que resulta desregular el mundo para que unos tengan
más margen de maniobra y lo difícil que resulta, en cambio, intentar regularlo para
protegerse de los vaivenes del desastre o la ruina. Gran parte de la
indignación política (o con los políticos) proviene de ese desequilibrio
percibido como injusticia.
Mientras Cartney habla de "low taxation" y
"lax regulation" escucho ahora en las noticias televisivas cómo el
parlamento catalán decidió ayer rebajar los impuestos del juego del 50 al 10%
para favorecer la implantación de casinos. La gente pide fábricas y traemos
casinos. La promesa —siempre inflada— de 50.000 empleos hace bajar la guardia. Esa
rebaja del 40% hará más ricos a los ricos. Los pobres podrán ir al casino a
probar suerte con lo que les deje los mini sueldos de sus empleos de temporada.
El crecimiento de la radicalidad no necesita, como bien señala el Gobernador
del Banco de Inglaterra, muchas más explicaciones.
Sin moralidad social, sin un sentido de la responsabilidad
hacia todos, de unos con otros, difícilmente se puede construir una sociedad
más próspera. Pero, ¿a quién le importa eso de la prosperidad? Perdidos en los mares de las cifras, auténtica
niebla, se oculta el objetivo final que no es la supervivencia individual sino
la de nuestros lazos, nuestros vínculos más allá de la explotación y el
parasitismo, dos formas desiguales de relacionarnos. La idea de un capitalismo
devorando a sus hijos, como titula Cohen su artículo, no es nueva, desde luego.
Schumpeter ya señalaba que el éxito del capitalismo (es decir la aplicación de
sus propias normas hasta el final) conllevaría su propia extinción. La idea
desnuda y obscena de la riqueza debe ser vestida con la prosperidad de lo
social, es decir, con la mejora del conjunto de la sociedad. Cualquier riqueza
que cause más pobreza o dolor es una aberración en sí misma, de ahí la necesidad
del reequilibrio y la redistribución. Para eso nos dotamos de instituciones y
representantes, que actúen en nuestro nombre para acercarnos a lo que pensamos
es justo; para el egoísmo individual, en cambio, no hace falta nada, solo que
les desregulen.
Compartimos las palabras de Mark Cartney que Cohen nos hace
llegar:
“Prosperity requires not just investment in
economic capital, but investment in social capital,” Carney argues, having
defined social capital as “the links, shared values and beliefs in a society
which encourage individuals not only to take responsibility for themselves and
their families but also to trust each other and work collaboratively to support
each other.”*
La crisis política a la que nos enfrentamos viene de la pérdida
de confianza en que se esté actuando de forma adecuada para el conjunto de la
sociedad, que se busque realmente su prosperidad y no solo la de algunos
aprovechados. La aspiración, efectivamente, debe ser a sociedades
"prósperas" y no simplemente "ricas", que suelen estar cada
vez peor repartidas. La idea de "prosperidad" es sobre todo
"moral"; surge de un sentido del conjunto de esos lazos y
responsabilidades que nos mantienen unidos.
El problema es que se nos inculca cada día un malsano sentido
egoísta que ve a los otros como obstáculos de la felicidad y objeto de mi
beneficio. Lo peor de todo no es el egoísmo, sino que se nos acabe convenciendo
de que es bueno para todos. No hay banquete más indigesto que tus propios hijos,
aunque te lo preparen grandes genios de la gastronomía.
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