Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Pese a su tendencia a mostrarnos mundos imaginarios, el cine
sigue siendo una de las mejores herramientas para describirnos el mundo y
acercarnos a su comprensión. Como forma de arte, nos describe nuestro propio
estado a través de la expresión, algo que se complementa por el proceso
complementario, la interpretación de la obra, que también sirve para evaluar
nuestro estado. Hay pues dos estados, uno creativo y otro receptivo. El primero
da cuenta de nuestra capacidad de traducir el mundo a historias, a signos que
lo representan conforme a nuestra visión. El segundo pone a prueba nuestra
capacidad de interpretación —sus límites— y también nuestra capacidad de
aceptación y reconocimiento. Todo buen
arte debe sacudirnos un poco, hacer que estremecimiento recorra la espalda al
vencer nuestras defensas, al burlar —por la comedia o la tragedia— nuestra
propia imagen mostrándonos la desnudez y lo imaginario de nuestra arrogancia.
Los esteticistas querían un arte que fuera solo placer, pero sin algo de aprendizaje,
sin algo de revelación o crítica, el arte se convierte en mera búsqueda de
novedades. Pero poner delante espejos tiene sus riesgos si al rey no le gusta
que se muestren sus vergüenzas.
Ahram Online nos cuenta lo que ha ocurrido estos días en el
Festival de Cannes, en el que los críticos árabes han dado sus propios premios
al cine que describe un mundo necesitado de expresión y de interpretación. En
ellos el cine egipcio ha tenido un buen reconocimiento:
Tamer El-Said's In the Last Days of the City won the award for best film at the
Arab Critics Awards' ceremony on Sunday.
Youssef Shazli, the founder and managing director of Zawya, one of the
film's co-producers, accepted the award on behalf of its director.
Egyptian director Mohamed Diab won the award
for best director and best screen play for Clash,
which he wrote with his brother Khaled.*
Hubo un tiempo en que el cine egipcio abastecía al mundo
árabe. Era el mayor centro de producción de la región y sus estrellas conocidas
por todos de un extremo a otro de África y Oriente Medio. Las viejas películas
y sus estrellas son recordadas todavía en muchos lugares.
El premio a la mejor película por In the Last Days of the City y al mejor director por Clash hablan del buen estado del cine
egipcio desde el punto de vista de la expresión, de la parte creativa. Pero también hablan de otras cosas:
Diab called on Arab and foreign critics and
filmmakers to join in solidarity and show their support for El-Said’s film Last Days of the City, which has not
been screened in Egypt. The film, according to its Egyptian distributors, has
not yet been screened in its home country due to failure to gain permission
from Egypt's Censorship Authority.*
Es triste que una película que merece el reconocimiento
internacional no pueda ser vista en el país que describe. Ciertos países siguen
practicando las tácticas del silencio interior y la agitación contra los que
levantan el espejo. Ante la imposibilidad de silenciar ante el mundo el
discurso, se elige la presión deformadora o el silencio temeroso ante la obra
inadmisible. Ya no es arte, sino atentado; ya no es artista, sino traidor, terrorista..., cualquier término que haga surgir el estigma.
Si In the Last Days of
the City es un recorrido por el espacio físico y humano de El Cairo, Clash transcurre en el interior de un
furgón policial, una claustrofóbica metáfora. Son dos formas de espacios
caóticos que representan el conflicto a su manera, dos miradas sobre una
realidad.
Al estar tan preocupado el régimen egipcio por su imagen, la
concesión de los premios a ambos cineastas pasa a formar parte de las ofensas
que confirman la existencia de una conspiración internacional contra Egipto,
que Occidente ampara a sus enemigos y que el arte está en decadencia.
A finales de febrero de este año, en el blog "Cine
maldito", Rubén Redondo hacía una muy buena crítica de la película que nos
explica muchas cosas:
[...] In the Last Days of the City se alza como un ejercicio de estilo
que recoge las opiniones y esperanzas de esa juventud inconformista que se alzó
contra el poder. Sin embargo, lo que convierte a la película en un documento
fidedigno y elocuente de lo que sucedió durante los días previos al alzamiento
de la revolución es su conato de pieza de cine dentro del cine capaz de pintar
un reflejo de la realidad que se confunde con la acción periodística. De este
modo, Tamer El Said ideó un alucinante viaje a través de las avenidas y plazas
del Egipto más desconocido, dándonos a conocer la demografía de su ciudad, su
arqueología humana, su pintoresca diversidad, la carencia de libertad irradiada
tanto en la abundante presencia del ejército en las calles con el propósito de
salvaguardar la seguridad como por la inquisidora mirada de clérigos que
amenazan con sus ojos plagados de odio a las mujeres que osan pasear con el
rostro al descubierto y sobre todo el alma inherente a esa juventud culta y
contestataria habitante de los peligrosos vértices del mundillo cultural que
observará impasible gracias a unos ojos incapaces de emitir cualquier juicio de
valor todos los cambios que estallarán en medio de la tormentosa primavera
árabe egipcia.
Ello se logrará a través del
personaje de Khalid (Khalid Abdalla), un joven treintañero aspirante a director
de cine —siempre con la pretérita influencia de su difunto padre perteneciente
a la clase artística egipcia— que tiene entre manos el proyecto de realizar una
película capaz de plasmar la realidad de su ciudad, marcada por un incipiente
deseo de quebrar la dictadura montada por el Partido Nacional Democrático,
apoyándose para lograr este objetivo en la propia vivencia personal de su
director, un realizador de televisión que está pasando por un duro momento
personal debido a la enfermedad terminal que padece su madre. Con el apoyo
moral y de consultoría cinematográfica de tres amigos también cineastas que
viven en Beirut, Berlín y la peligrosa Bagdad, Khalid se mimetizará con el
ambiente, caminando por medio de un laberinto tortuoso y peligroso para su
propia estabilidad mental, debiendo salvar los obstáculos que se le
interpondrán en el camino, como su voluble relación sentimental con la
intrépida y valiente traductora Laila, una bella mujer que lucha día a día por
mantener a salvo su dignidad e integridad.
La cámara seguirá los pasos de
Khalid, pegándose como un invisible huésped a su espalda, mostrando de este
modo los cambios sociales que tuvieron lugar en el Egipto que acabaría
derrocando a Mubarak. Tanto es así, que ciertos pasajes del film más parecen
una obra documental —increíbles son las tomas de los primeros planos de los
rostros de los policías exhibiendo el miedo al observar de frente a una turba
lanzando proclamas contra el Régimen— que una pieza adscrita a la ficción. De
ello se beneficia el hecho de que Tamer El Said decidió no conceder ningún tipo
de protagonismo ni liderazgo a su intérprete protagonista, un Khalid que
acabará adoptando la estampa de un mero testigo de los acontecimientos, sin
tomar en ningún momento partido mientras observa los cambios experimentados
tanto en las calles como en el interior de las casas de su ciudad. Por
consiguiente, Khalid será ese cineasta objetivo, incapaz de meditar ni padecer,
temeroso de ser catalogado como un revolucionario, pero también de traicionar a
su único y principal objetivo, que no es otro que el cine. El cine convertido
en algo más grande que la propia vida.**
No hace falta mucho más para entender la incomodidad que la
obra provoca. En un caso tan peculiar como el egipcio, mostrar el cambio social
de actitudes es un acto irreverente e inadmisible. Lo que la película muestra es el momento, la captación de
una atmósfera y de un sentir que se ha ido desvaneciendo y resulta intolerable
para aquellos que se ven reflejados en él. El caso egipcio es único: una
sociedad que se levanta contra un gobierno autocrático, que elige en las urnas
el autoritarismo religioso y que aplaude la llegada de más autoritarismo. Una
sociedad que aplaude demasiado, que reverencia demasiado al
poder, no acepta fácilmente que se le recuerde. El artista pasa a ser testigo incómodo, memoria enfermiza de lo que se desea olvidar.
La película muestra lo que se quiere olvidar hoy. Pero
muestra la incongruencia social. Es el carácter semidocumental, las imágenes tomadas
de las calles, lo que resulta intolerable. Los rostros hablan.
La obra se convierte así en inadmisible, en un inmenso atentado contra el discurso reformado
que manipula la memoria hasta retorcer la historia haciéndola irreconocible.
Hay pueblos que quieren olvidar sus dictaduras. Otros que, inexplicablemente,
quieren olvidar sus momentos de libertad.
*
"Cannes major Arab Critics Awards go to Egypt's Clash, In the Last Days of
the City" Ahram Online 22/05/2017
http://english.ahram.org.eg/NewsContent/5/32/269240/Arts--Culture/Film/Cannes-major-Arab-Critics-Awards-go-to-Egypts-Clas.aspx
** Ruben
Redondo (reseña) "In the Last Days of the City (Tamer El Said)" Cine
Maldito 2702/2017
http://www.cinemaldito.com/in-the-last-days-of-the-city-tamer-el-said/
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