Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Tras la
reunión de los seis socios fundadores de lo que hoy llamamos Unión Europa, el
ministro italiano ha hecho el repaso de las amenazas señalando la crisis de los
refugiados como la principal actualmente.
Sin embargo, antes de que Europa se sintiera amenazada por los que vienen de
fuera, lo estaba por los que están dentro. Quizá el signo de Europa sea estar amenazada, algo que no es bueno
porque acaba generando un sentimiento poco sano para el desarrollo. Demasiada
amenaza causa estrés.
Formarse
a base de crisis impide un crecimiento consciente, dirigido, y nos sumerge en
un crecimiento ante obstáculos que tiene un carácter negativo, problemático. Si nos formamos a través
de crisis, de reacciones a lo que nos llega desde fuera o desde dentro como una
"amenaza", será el miedo el argumento que se use con más frecuencia.
De hecho, ya ocurre. Es muy fácil para nuestros políticos europeos (y
nacionales) usar el argumento de las catástrofes cada vez que quieren conseguir
o evitar algo. La advertencia siempre es sobre lo que ocurrirá si se produce
aquello que actúa como motivación negativa, como un refuerzo para la acción.
Europa ha tenido que sortear a los antieuropeos y a
los euroescépticos, que consiguieron una amplia representación en el parlamento
en el que no creían —o, mejor, que querían dinamitar— para enfrentarse ahora a
las nuevas crisis que nos amenazan.
Es
indudable que estamos ante una crisis humanitaria, pero ¿es una crisis europea? No a menos que se quiera
que así sea. Se percibe una crisis europea porque ante cualquier crisis Europa se resiente. Y los motivos son
los mismos que la crisis de los euroescépticos: la falta de una idea consolidada,
fuerte, sentida, de Europa. Al igual que en las crisis anteriores, algunos
quieren hacer creer que es la idea europea la que ofrece debilidad ante las
nuevas situaciones.
En su
obra El espíritu de la Ilustración
(2014), Tzvetan Todorov cita unas palabras de Jean-Jacques Rousseau, pertenecientes
a su Consideraciones sobre el gobierno de
Polonia (1771): «Digan lo que digan, hoy en día ya no hay franceses,
alemanes, españoles, ni siquiera ingleses. Solo hay europeos» (119). Las
palabras de Rousseau son anteriores a la exaltación nacionalista que verá el
siglo XIX, con la Historia y la Filología como apuntalamientos. Pero la idea de
Rousseau tenía su consistencia y no era una simple ilusión. Era más bien un
deseo de europeidad, que no surge
espontáneamente sino como manifestación de la voluntad de quienes lo fomentan y
propagan.
Mientras que los nacionalismos vendieron el carácter
natural de la naciones —otra de las construcciones
románticas— para fundamentar sus límites o sus aspiraciones imperiales, el
espíritu europeísta estaba más del lado del cosmopolitismo de las repúblicas
letradas, es decir, que lo que se oponía a la sangre y a la geografía
era la "cultura", que no llega de la naturaleza espontáneamente sino que es el resultado de poner los ladrillos
mediante los que se construye la casa común.
La definición de las naciones alcanzó el máximo de
mitificación en el siglo XIX, que se prolonga hasta hoy cuando se invocan los
mismos mitos fundacionales. Y fue en detrimento de la idea ilustrada que
preconizaba un universalismo de lo humano y el deseo de unirse a quienes
compartieran esa visión.
Evidentemente el "universalismo" tiene su
propia mitificación pero tiene la ventaja de necesitar ser construido
racionalmente, con esfuerzo, argumentado, frente a la aparente naturalidad de lo nacional, que se da
por hecho. Por nacer, ya eres de una nación; la cultura, en cambio, es labor de
una vida de esfuerzo. El nacionalismo es una forma de creacionismo político.
Estima que las naciones fueron creadas en unos tiempos originarios que se tratan
de fundamentar en raíces (otra metáfora natural) cada vez más profundas, es
decir, remotas en la Historia. Por eso, como decía el joven Werther, Ossian había sustituido a Homero en su
corazón, frase reveladora de ese cambio de orientación de un pasado
mitificado centrado en la cultura (el mundo grecolatino y el clasicismo
consiguiente) a un pasado mitificado, romántico, que establece diferencias, el
nacional, donde el bardo Ossian sustituye a Homero, padre y raíz poético
intelectual al margen de cualquier país. Grecia era de todos; las naciones, de
cada uno. Las naciones nacen; Europa se hace.
A la definición de la identidad religiosa medieval
le sigue la identidad cultural grecolatina surgida del Renacimiento, que acaba
fragmentándose en las identidades nacionales. De ahí esa expresión
"europeos" que Rousseau utiliza y que, siendo la misma palabra,
encierra un sentido distinto al de una europeidad que está en construcción
frente aquella que se enfrentaba a su disolución.
Lo peor que le puede ocurrir a la Historia es ser
interpretada de forma maniquea. La Historia es la expresión ordenada de los
errores, calamidades y aciertos de aquellas unidades (culturas, pueblos,
naciones, etc.) a las que queremos dar identidad. Lo que es tiene su historia;
lo que no es, no la tiene. Y viceversa: sin historia no se es. Hoy podemos
comprenderlo perfectamente en muchos dramas identitarios teñidos de sangre.
Pensar que el drama de los refugiados sirios, huidos
de una horrenda pseudo guerra civil
de cinco años, es el causante de los problemas de Europa es un error. Puede ser
una muestra de la falta de decisión, organización, eficacia, etc. de sus
instituciones. Pero esto no debería afectar a la europeidad en sí, sino ayudar
a conseguir alcanzar los niveles de eficacia, organización, etc. adecuados para
resolver los desafíos. El problema no son los refugiados sino nuestra
interpretación de los problemas.
El problema de los refugiados no es "problema" de la identidad de Europa. La identidad
europea no se debe poner en cuestión por la forma en que se pueda resolver un
problema que no es el nuestra identidad, sino el de la supervivencia de
millones de personas huyendo de una guerra terrible. De ahí que sean los
enemigos internos y externos de la europeidad y de Europa los que sacan más provecho de los problemas que
nos afectan.
Los problemas se deben distinguir con claridad para
resolver aquellos que se pueden resolver y exigir, presionar, etc. para que se
resuelvan los que no estén directamente en nuestra mano. Este problema comienza
por el deseo de permanecer en el poder a cualquier precio del presidente sirio,
que se siente respaldado por una serie de países que temen perder su influencia
en la zona o que otros la ganen. Mientras ese problema no se resuelva, cada día
miles de personas llegarán a Europa, cuya identidad nada tiene que ver con esto
sino con la forma en que esta segunda, los refugiados, parte se gestiona. Los
refugiados sirios no solo vienen a Europa; están repartidos por los países
vecinos al conflicto en condiciones lamentables.
Desde nuestra perspectiva de europeos, estas
situaciones trágicas deberían servirnos, como hay muchos casos por todo nuestro
continente, para ver los valores solidarios que emergen. El que los medios se
centren en el aumento de la violencia y la xenofobia no quiere decir que sea lo
único que haya, que sea la respuesta europea. Esa respuesta es la de quienes
aprovechan cualquier otra situación —como la crisis económica anterior— para
atacar a la idea de Europa y de unos valores comunes dentro de un espacio en el
que se equilibren las identidades nacionales con el ideal comunitario. Me quedo
con los miles de personas que se manifiestan en el apoyo a la idea de
universalidad, que es también la humanitaria, es característica de esa Europa que
hay que reforzar frente a los que buscan levantar barreras contra los demás
europeos y los que llegan de fuera. La xenofobia de algunos ya la han ejercido,
antes que con sirios e iraquíes, con muchos ciudadanos comunitarios de países a
los que desprecian (en realidad de todos los que no son ellos mismos).
El terrible drama de los refugiados es un reto, pero
no un reto a nuestra identidad, sino a nuestra humanidad. Lo que debemos
demostrarnos precisamente es que somos capaces de sobreponernos a estas
circunstancias. No seremos más o menos europeos, sino más o menos humanos según
nuestras acciones.
Al final, lo que queda es la conciencia y la
moralidad, el saber que se ha hecho lo que estaba en nuestra mano, lo que hemos
podido, con mayor o menor eficacia pero con el firme deseo de aliviar el
sufrimiento ajeno. Egoísmos ya tenemos bastantes para necesitar desarrollar
otros nuevos.
La ventaja de la construcción de la identidad europea
es que no es diferencial, donde solo nos preocupamos de ser distintos. De eso
se ocupó el nacionalismo. Debe ser una identidad especular, es decir, la que
surja del espejo de nuestros defectos y nuestra capacidad de ir limitándolos para hacer una Europa mejor, más humana e inclusiva. Hay luchas que se ganan contra
el mundo, pero las más importantes son aquellas en las que nos vencemos a nosotros mismos.
* TODOROV, T. (2014). El espíritu de la Ilustración. Galaxia Gutenberg, Barcelona.
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