Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Germán
Aranda* explica en siete puntos, en su artículo en El Mundo, el despertar de la indignación en Brasil. Para él son
siete los detonantes: el aumento del precio del transporte, la elevada
inflación, los mega eventos (en lugar de inversión en servicios públicos),
olvido de los compromisos políticos de los dirigentes, corrupción, brutalidad
policial y la combinación de la consolidación de una clase media combinada con
el acceso a las redes sociales.
No le
falta razón, pero creo que es interesante establecer algún tipo de conexión
entre todas estas circunstancia ya que, lejos de estar en el mismo nivel, unas
son consecuencia de otras. Los hechos forman parte de cadenas, de secuencias, y
son reflejo de ciertas acciones u omisiones que derivan en las situaciones
finales, las que se manifiestan ante nosotros como estallidos.
Brasil
es un ejemplo de cómo un desarrollo sin asentamiento está destinado a volverse
crítico en cualquier momento. La tentación brasileña, como ha ocurrido en
cierta medida con la española, está en crecer de una forma irregular,
asentándose en sectores que no solucionan los problemas reales, sino que concentran
la riqueza en unos pocos y cargan el peso sobre la mayoría, que lo padece. Ayer
nos daban la noticia de que en España, en medio de esta crisis galopante, ha
aumentado el número de "ricos". Es una constante en muchos países y
debería dar para reflexionar.
Lo que
parecía que iba a ser la consagración y despegue de Brasil, la celebración de
la Copa del Mundo, puede convertirse en el detonante de una crisis social que
en realidad apenas se ha resuelto con su crecimiento emergente.
Los
puntos señalados por Aranda en su artículos forman un tejido de acciones y
consecuencias de esas acciones, de direcciones, muy revelador. Si tuviéramos
que construir una secuencia con ellos, ordenarlos como parte de una historia,
lo haríamos de forma distinta en busca del sentido. Nuestro orden narrativo
sería el siguiente: el olvido de los compromisos políticos, de los principios,
lleva a producir un estado de corrupción que hace que se opte preferentemente por
un tipo de desarrollo que se concreta en los grandes eventos que llevan a una
elevación de la inflación —una de cuyas manifestaciones es la subida del
transporte— que la padece es población empobreciéndose; la articulación de una
sociedad, que tiene acceso a las redes sociales, hace que ese descontento se
organice frente a los discursos oficiales y acaba desembocando en las protestas
frente a las que se reacciona con la brutalidad policial, contundencia que
tiene que asegurar la celebración de los eventos, que se vuelven en contra de
sus organizadores en términos de opinión pública e imagen exterior.
Los
países emergentes lo son porque, ya sea por trabajo o por materias primas (o por
ambas cosas), son atractivos para el capital exterior. Grandes cantidades de
capital se invierte en ellos para la extracción de materias o para convertirlos
en fábricas baratas de lo que después se vende en los países en los que resulta
cara la producción. Eso lleva a una especialización del mundo impuesta por los
flujos del capital. Eres lo que los otros necesitan; hacia allí se dirige tu
desarrollo por la inversión. Si te mandan hacia el turismo, te vuelves un país
turístico; si te convierten en fábrica, serás fábrica; si te convierten en mina
o yacimiento, lo serás igualmente hasta que se agoten tus materias. Ese dinero
que llega provoca la llamada "enfermedad holandesa", que tiene
consecuencias de inflación y de
especialización en detrimento de un desarrollo armónico de los países
afectados. La única forma de evitarlo es ser cuidadoso y desarrollar política
activas de reinversión contracorriente en sectores que eviten esa deriva. Es una
acción política.
Esas grandes
entradas de capital tienen también un efecto que los economistas encuentran difícil
de medir, aunque lo puedan estimar: la corrupción. Esas cantidades grandes de
dinero que llegan a estos países acaban socavando las instituciones públicas,
corrompiendo a los políticos y modelando una sociedad injusta, en la que aumentan
los muy ricos y, por otro lado, cada vez hay más sectores afectados por las
bolsas de pobreza que quedan marginadas del proceso, pero afectadas por sus
resultados. Mucho del dinero que entra, sale por la puerta falsa, y no se
traduce en beneficios para el país. Las desigualdades se acrecientan.
El
encarecimiento de la vida, la inflación creciente, que se come el beneficio que
puedan tener proviene precisamente de esa falta de armonía en el crecimiento y
de la proliferación del negocio de los intermediarios especuladores, que
florece en estas circunstancias ante la falta de atención a otros sectores.
Afecta —de eso se quejan también los brasileños— a los productos básicos de la
cesta de la compra, al mercado, algo a lo que son sensibles aquellos que tiene
dificultad para la vida del día a día. Brasil tiene ahora una inflación del
6,5% que combinada con el parón de la producción mundial hace que aquellos a
los que se les reducen los sueldos o lo pierden difícilmente puedan soportar un
aumento de los precios básicos de este calibre. Precios en aumento, salarios a
la baja.
Ese es
el fondo con el que se encuentra Brasil. Las bolsas de pobreza no se reducen o
lo hacen a un ritmo inferior al que debieran, mientras que aumenta el número de
beneficiarios insolidarios, que se enriquecen pero no contribuyen. La
corrupción es una constante que lleva a la dimisión, uno tras otro, de los
ministros del gobierno del Partido de los Trabajadores nombrados por la Presidenta,
la ex guerrillera Dilma Rousseff. Por ahora, nadie duda de que Dilma Rousseff
hace dimitir a sus ministros por los casos de corrupción, pero tampoco se puede
dudar que tiene mal ojo para elegir o que no hay ya dónde elegir políticos
honestos. Es el "efecto llamada" de la corrupción, de la ganancia
ilícita al hilo de la connivencia entre empresarios y políticos.
La
política de "eventos" es una de las más peligrosas social y
económicamente. Ha sido uno de los detonantes del estallido social. El
crecimiento se basa en este tipo de macro acontecimientos que supone un gran desvío
de inversiones a los sectores relacionados en detrimento de otros. En todos los
países en los que se organizan, se produce el mismo efecto: encarecimiento. Michel
Platini llamó sin tapujos "bandidos" a los hoteleros ucranianos que
subieron de forma desproporcionada el precio de los alojamientos y demás
servicios para la Eurocopa de 2012; la inflación también subió en la otra sede,
Polonia. Allí donde se organiza un evento de esta categoría, los precios se disparan
para intentar aprovechar la llegada de visitantes en un periodo breve; aumenta
la demanda y se encarecen muchos productos. La especulación acaba logrando sus
beneficios. Los gastos, en cambio, no se paran cuando el evento termina. Quedan
las facturas que se han de pagar por décadas y cuyo saldo final, pasadas las
euforias, siempre es negativo y toca a los ciudadanos.
El
evento acaba causando descontento social, indignación. Si las desigualdades se
acrecientan, se ve como un despilfarro. Las promesas de que van a traer
prosperidad dejan de ser creíbles. El beneficio no se reparte; el gasto sí.
Ante
estas perspectivas, el gobierno de Dilma Rousseff encaró la situación de la peor maneta posible:
ocultando la pobreza para que no se viera durante unas celebraciones en las que
a los países solo les gusta mostrar, como se suele decir, "su mejor
cara", la imagen positiva, la que le gusta al visitante. Hace tiempo que
se ha ido gestando la irritación social por las intervenciones policiales o
arrasado de zonas pobres de cara a la Copa del Mundo. Los brasileños perciben
que es solo una operación de imagen ante el exterior. Y eso es irritante.
La
protesta llega, finalmente, a la violencia que desencadena más violencia
represora. Conforme se acerque el macro evento, la tensión aumentará y con ella
el descontento general. Se celebrará y puede que sea un éxito; el problema es
en qué términos medirlo. En muchos sentidos, ya es un fracaso. Sus secuelas
quedarán.
Brasil
es un país que ama el fútbol, una parte esencial de su imaginario social. El hecho de que puedan manifestarse contra una
Copa del Mundo es señal inequívoca de que no es el camino que desean. El mundo, para ellos, ya no es una pelota o un carnal. Piden más. No es el
único país donde esto ocurre. El aumento de la información en un mundo
interconectado hace despertar antes las conciencias, comparar situaciones
anteriores, sacar consecuencias y, finalmente, organizar los movimientos ciudadanos de protesta. Los
ciclos de respuesta son mucho más cortos y contundentes.
El
mundo ya no es lo que era; ni siquiera se parece a una pelota. Y muchos no se han dado cuenta. El crecimiento
especulativo no es verdadero desarrollo y la gente reclama otras políticas que
piensen más en las personas y en su estabilidad, en el bien general. Es un
concepto viejo y para algunos obsoleto, pero en el que siguen creyendo muchos
otros, un valor en alza.
*
"Claves del despertar 'indignado' brasileño" El Mundo 19/06/2013
http://www.elmundo.es/america/2013/06/19/brasil/1371592837.html
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