Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Es
emocionante el testimonio de Fernando Navarro en la sección "En primera
persona", de Verne - El País. El titular ya nos adelante, junto a una
fotografía del autor, su pasión: "Los videoclubes son historia, pero yo
sigo abriendo el mío cada día". Con 74 años, Navarro manifiesta la satisfacción
de algo que no entenderían muchas personas, que siga abriendo un negocio que no
es negocio, un videoclub de los pocos
que deben quedar por Madrid, si es que no son ya leyenda urbana.
Pero
Navarro reclama su visibilidad a través de un emocionado canto al cine y a su
trabajo durante años. Abandonó su trabajo de vender electrodomésticos y se pasó
al cine en cuanto que se enteró que había la posibilidad de alquilar y vender
las películas igual que se hacía con otras tantas cosas.
Navarro
sobrevive económicamente, nos cuenta, alquilando algunas pocas películas y
vendiendo de segunda mano por debajo de los cuatro euros. Con lo que le queda,
trabaja los 365 días del año, que parece que no le duele.
Muchos pensarán que ya debería estar
jubilado. Pero hay dos cosas que me animan a levantar la verja por las mañanas.
Primero, mis clientes habituales. Son personas con las que me paso horas y
horas hablando sobre cine. Por lo general, somos gente a quienes el salto a
Internet nos llegó tarde. Yo, por ejemplo, ni siquiera tengo correo
electrónico. Por supuesto, soy consciente de la revolución que ha supuesto
Internet, pero a mí ya no me ha hecho falta.
Y la segunda razón por la que abro cada
mañana es mi amor al cine. Aún hoy, cada vez que recibo un nuevo lanzamiento
para alquilarlo, me invade una emoción parecida a la que sentía de niño cuando,
los jueves y domingos, iba con mi madre al cine. Uno de mis primeros recuerdos
vitales está asociado al cine: me acuerdo de salir llorando del cine Chueca,
siendo casi un renacuajo, tras haber visto Bambi. Y también puedo afirmar que
he conocido mi ciudad gracias al cine. La primera vez que estuve en la calle
Toledo, por ejemplo, fue porque en un cine proyectaban Duelo al sol. Pero a las
salas de cine tradicionales le ocurrió algo parecido que a los videoclubes: ya
pasó su época.*
Navarro
explica claramente los dos factores que hacen que el cine se cuele en la vida
de las personas. En estos tiempos de malos diálogos y mucha soledad compartida,
hablar de cine es hablar de lo que se experimenta de forma diferente a otras
artes. Puede que cada uno seamos sensibles a algunas formas de arte en
especial, si tenemos suerte a varias.
La
sensibilidad al cine es especial por muchos misterios que este arte acumula,
desde su capacidad de empatía hasta su producción de iconos socioculturales. A
Fernando Navarro el cine le llenó la vida, al menos la que para muchos otros
les queda vacía. Y fue así porque unió el placer fascinado que las películas le
procuraban con ese placer social de compartirlas.
Sé de
lo que habla Fernando Navarro. Habla de un lugar poblado de cines en un mundo
gris. Cuando yo salí de la casa de mis padres, lo que tenía en la esquina era
un cine. Si doblaba y subía la calle, tenía otro a poco más de cincuenta
metros. Si seguía un poco más llegaba a una plaza en la que había otros dos.
Cualquiera de las vías que escogiera en esa plaza me llevaría a otros cines. La
expresión "cine de barrio" no explica suficientemente que los barrios
estaban llenos de cines. Los habría con más o con menos salas, pero era
cuestión de un andar un poco más. Madrid y sus cines. Desconozco la situación
en otras capitales, pero hay una época de Madrid que no se entiende sin sus
cines.
Navarro
abandonó los electrodomésticos porque encontró un negocio, los videoclubes, que
le permitían estar rodeado de películas y hablar de ellas con otras personas.
La llegada de los reproductores domésticos creó una primera revolución en el
consumo del cine, que ya había sido tocado por la llegada de la televisión. Se
podía ver en casa —algo que la televisión permitía— y eso afectó a las salas;
cada uno podría programarse sus propias sesiones "¿Cogemos una
peli?", es una frase que se habrá repetido millones de veces desde
entonces. Ver películas era hacerlo con amigos o familia. La visita al
videoclub era un ponerse de acuerdo sobre lo que apetecía ver, una negociación
colectiva que dejaba al descubierto las aficiones de cada uno. "¡Esta os
va a gustar!"
Hoy la
situación es muy otra. La llegada de la televisión a la carta, de las grandes
pantallas, etc. ha hecho que no sea necesario ir al videoclub a por películas.
Ves a gente que van en el metro o en el tren viendo sus películas o sus series
en teléfonos, tabletas y ordenadores portátiles.
El
mundo se ha hecho otro y el cine también se ha modificado. Acostumbrados a las
pantallas, se usa la alta definición para aprovechar la existencia de
proyectores caseros y televisiones de gran formato, con 3D incluido. Del DVD se
pasó al Blu-Ray y se intenta introducir el 4K. Todo muy rápido, dejando
cadáveres por el camino con las cintas de vídeo, cuya pobreza de imagen podemos
apreciar ahora comparando con nuestros grandes televisores. Las 625 viejas
líneas no eran mucho, pero han mejorado y dado la batalla con fiereza: la
conexión a internet, el aumento de la definición y del tamaño de la superficie.
La
conexión a la red hace que las salas tengan también que luchar y lo hacen con
lo que tienen: mejora del sonido con sistemas envolventes, mayores pantallas y
proyecciones digitales. La mejora en las butacas y en las palomitas también son
de agradecer.
Dice
Fernando Navarro como resumen de su trayectoria:
Y así es como hemos llegado a esta situación:
a mis 74 años me encuentro atrincherado entre montañas y montañas de dvds —debo
tener alrededor de 40.000—, alquilando y vendiendo unas pocas películas en un
antiguo local vallecano, a sabiendas de que mi negocio no tiene futuro.
Hace poco me dijeron que ya solo quedábamos
seis videoclubes en Madrid. Pero no descartaría que fuésemos menos: cada cierto
tiempo aparece un compañero que ha arrojado definitivamente la toalla y quiere
venderme sus películas.*
Un
resumen sin tristeza porque sabe que el negocio era la excusa para hablar del
cine, de las películas que se aman. Las palabras de Navarro son casi dignas de
un escrito existencialista. La vida de película en película.
Camus
hizo que su Mersault se riera en una película de Fernadel, en El extranjero y la gente le mirara mal
por haber fallecido su madre, pero ¡quién se resiste a Fernandel! En Los viajes de Sullivan, la maravillosa película
de Preston Sturges, de descubre también que por muy mal que esté la vida,
siempre hay sitio para una risa provocada desde una pantalla. En el cine se ríe,
se lora y se aprende. Se llena la imaginación de situaciones, rostros, miradas,
gestos... junto a las tramas, a los paisajes, etc. el mundo que se puede
recorrer desde la butaca.
Hubo un
tiempo en el que los cineastas pensaron que había llegado al arte universal.
Tenía historias, música, plasticidad, ritmo, arquitectura, interpretación... Pronto
se dieron cuenta que tenía su aprendizaje y que cada cultura que los usaba lo
marcaba. Con todo, sigue siendo una de las artes más integradoras y una de las
mejores puertas a la comprensión del mundo que existen.
En su
Estética del Cine, Aumont decía: "Un filme, según se sabe, está
constituido por un gran número de imágenes fijas, llamadas fotogramas,
dispuestas en serie sobre una película transparente; esta película, al pasar
con un cierto ritmo por un proyector, da origen a una imagen ampliada y en
movimiento", que es como decir que un texto es una sucesión de letras
sobre un papel que puede ser leído. La obra de Aumont tiene muchos puntos
notables, pero esto no sirve para explicar el amor al cine. Nunca es fácil
explicar el amor a algo, pero en el cine es necesario porque juega con nuestras
emociones en un grado elevado e intenso. Lo hace en un tiempo denso, que no
controlamos, sino en el que nos dejamos arrastrar. Somos llevados por la
corriente.
Recupero
un fragmento de la escritora norteamericana Siri Hustvedt sobre el cine, en su obra
"Vivir, pensar, mirar" (2013):
Yo tenía diecinueve años la primera vez que
vi Vivir para gozar, la comedia
romántica de 1938 dirigida por George Cukor y basada en la obra de Philip
Barry. Entonces yo cursaba mi primer año en la universidad y experimenté mi
segunda identificación profunda con un ser salido del celuloide: el personaje
de Linda interpretado por Katharine Hepburn. ¿Qué importaba que ella fuera la
hija de un empresario multimillonario y yo la hija de un profesor no muy bien
pagado? ¿Qué importaba que ella viviera en una mansión de Park Avenue, que
tenía hasta ascensor, y que yo hubiera crecido en una casa modesta con vista a
trigales y campos de alfalfa? ¿No era acaso una incomprendida al igual que yo?
¿No deseaba ella con todo su corazón escapar de todo aquel lujo y de aquella
disparatada superficialidad? Y aunque yo no tuviera ningún lujo del que
escapar, ¿no fantaseaba también con tener otro tipo de vida? Esa clase de
pensamiento es, por supuesto, fundamental para vivir lo que se denomina «la
magia del cine».
Mientras veía la película, extasiada, no me
veía a mí misma sentada en una butaca de cine con mis vaqueros y mi suéter
viejos, ambos comprados en rebajas. En ese momento era como si no estuviera en
Minnesota. Una especie de ser idealizado había tomado cuerpo en la pantalla, un
personaje con el que yo no tenía nada en común, excepto una realidad emocional,
un sentimiento de infelicidad y de estar atrapada existencialmente. Yo
participaba de la fábula que se desarrollaba ante mis ojos y, al hacerlo, me
imaginaba vestida con aquellas ropas, la ropa de Linda, no la que llevaba su
estirada y superficial hermana, cuyo caro guardarropa resultaba muy recargado
en comparación. No, yo era la que llevaba aquel traje de noche negro y lo
llevaba del mismo modo que Linda, como si no me preocupara que fuese tan
sumamente elegante, puesto que yo tenía en la cabeza otras cosas mucho más
importantes y urgentes. Estaba viviendo mi amor por otro espíritu libre,
encarnado por Cary Grant.
Pocas personas son inmunes a ese hechizo, un
hechizo muy anterior a las películas. También nos identificamos con los personajes
de las novelas y nos imaginamos inmersos en sus historias y envueltos en los
ropajes que llevan durante sus aventuras, algo que es posible gracias a que no
nos vemos a nosotros mismos mientras lo hacemos. Cuando somos invisibles a
nosotros mismos, cualquier transformación es posible. Las películas brindan un
marco visual a los miles de sueños que soñamos despiertos. Los maravillosos
personajes de la pantalla ocupan nuestro lugar en el espejo durante un rato y
nos reflejamos en ellos.***
Me
quedo con la experiencia y con esa frase de Hustvedt, sobre la invisibilidad
propia para poder transformarnos. La sala oscura forma parte del cine para
producir esa inmersión necesaria para soñar despierto, vivir despierto otra
vida por unos instantes.
Fernando
Navarro ha vivido esa experiencia del amor al cine, como señala, y ha podido
compartirla con otros, seguramente crearla sembrando buenas películas a través
de sus recomendaciones. Igual que recomendamos buenos libros, lo hacemos con
buenas películas.
Está
por escribirse una historia del papel del cine. Ya las hay del cine o indagaciones
estéticas sobre su esencia y forma artísticas. Me refiero a una historia que
recogiera el papel que el cine ha jugado en nuestras vidas a través de los
testimonios como los relatados por Siri Hustvesdt, que se encuentran
diseminados en miles de obras, memorias, autobiografías, etc.
Entiendo
lo que siente Fernando Navarro. La fotografía rodeado de películas podrían
usarla para mí mismo. Un fin de semana sin ir cine es un vacío existencial, además de lo que pueda
verse entre semana. De mis mejores experiencias educativas, los últimos ocho
años de cine compartido a través del cinefórum montado en la Facultad. Ver
películas y poder compartirlas después, como señala, es una gran experiencia
vital.
En salas, en casa, en televisores... el cine es el arte del siglo, heredero de otras artes a las que acoge y ayuda a entender.
*
Fernando Navarro, "Los videoclubes son historia, pero yo sigo abriendo el
mío cada día" El País / Verne 3/02/2018
https://verne.elpais.com/verne/2018/01/30/articulo/1517300648_820833.html
** Siri
Hustvedt "Vivir, pensar, mirar" (2013). Anagrama.
Jacques
Aumnot et. al "Estética del cine" (2º ed. 1998). Paidós.
El cine Grand Rex, París 1932 |
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.