Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Trae el
diario El País, fechado en el primer día del año y firmado por Juan Cruz, un
artículo con un recorrido por las diversas teorías y enfoque que explican la
"reducción" a la nada de la Filosofía en los planes de estudios por
los que pasarán —nunca mejor dicho— nuestros alumnos. La preocupación —tal como
se desprende del revelador titular "La Filosofía aprende a vivir como
‘maría’"— es la pérdida de estatus, el arrinconamiento despectivo, antes muerta que humilde "maría".
Por un
lado se alinean en el artículo los "teóricos de conspiración", para
los que la desaparición de la materia de los estudios responde a las intrigas
de políticos y religiosos (juntos o por separado) para traer el oscurantismo y
la estupidez; en el otro lado se encuentran los "teóricos de la
dejadez", los que consideran que las personas que tienen que decidir estas
cosas son los menos adecuados para tener un visión clara de las necesidades de
la gente. Unos y otros coinciden en que es una "barbaridad".
Si no
se hubiera polarizado el debate entre Filosofía y Religión, confundiendo unos y
otros la "religión" con la "catequesis" y la "filosofía"
con el "progresismo", no habríamos llegado a esta situación absurda y
enconada de tener que ignorar una parte de nuestro legado cultural (en muchos
casos común) según nuestras afinidades ideológicas, lo que no supone precisamente
el ascenso del criticismo sino del sectarismo cultural. Solo un tonto
presume de no querer conocer.
Filosofía
y Religión forman parte de nuestra herencia y como tales deben ser conocidas en
su dimensión histórica y cultural. En Occidente, desde el siglo IV hasta la
llegada del siglo XVIII, no es fácil desligar filosofía y religión, por
limitarlo solo al cristianismo. Porque le silenciemos el "san" a
Agustín de Hipona no lo convertimos en pensador laico. La Historia de la
Filosofía, por otro lado, no es la historia del "progresismo" sino
que está llena de autores bastante retrógrados e incluso anti intelectuales,
por aquello de la inutilidad del pensamiento.
Tampoco deben ser ignorados, especialmente porque están ahí y no deben ser
"vaporizados", por usar el término de Orwell, para sacarlos de la
foto de la Historia, que es la que es.
Los que
discuten la utilidad de la Filosofía
en términos prácticos han perdido la mitad de la batalla porque es sumarse a
los argumentos del enemigo, que ve
otras cosas mucho más prácticas. No
hay que discutir nunca con personas que te preguntan "para qué te sirve
leer un poema o una novela" o un tratado sobre la "existencia del
alma", pongamos por caso. Acabas diciendo que el poema te sirve para hablar mejor y que la novela te
aporta mucha información del entorno
en que se escribió.
Los que
dicen que la "filosofía" nos
enseña a pensar, tampoco se granjean demasiado amigos porque es llamar
"tontos" al resto de las materias, algo que tampoco es cierto. La
pregunta "¿para qué sirve la Filosofía?" es una pregunta trampa. Solo
la hace aquel que no le ve ninguna más que, en todo caso, mantener lejos del
paro a los miles de profesores repartidos por el país. No nos engañemos: para
muchos ese es el argumento, incontestable y práctico, fácilmente evaluable,
como el coste de los accidentes a los seguros.
El origen
de todo esto —disputas ideológicas aparte— proviene del pensar
"separado", de las divisiones fragmentarias de nuestras escuelas,
planes de estudios, organización universitaria, etc., que sembraron la ilusión
de que una persona puede ser considerada "culta" ignorando partes
inmensas de su herencia cultural, que se divide en propiedades de los clanes
intelectuales.
Nada
hay más engañoso para el pensamiento que esa fraccionamiento analítico sin
posterior restitución a la integridad cultural. Acostumbrados a ver separados
los libros de texto con sus orgullosos y pomposos nombres, pensamos que son fenómenos
realmente separados, claros y distintos,
por usar el término cartesiano. No hay nada aislado
en el campo de la cultura, que es un tejido compuesto por todos los hilos del
pensamiento, que no se da en el vacío sino frente a una realidad de la que
formamos parte.
Somos
víctimas de una especialización que, lejos de reconocer las limitaciones que
nos impone como recortes del pensamiento y del conocimiento necesario para
llevarlo a cabo, se levanta orgullosa de sus logros en el campo de la eficacia.
La
educación moderna —antes el pueblo
aprendía el oficio de sus padres y los gobernantes lo necesario para dirigirlo—
se enfrenta a cierto problemas conceptuales y de finalidad y este no es más que
uno de ellos. Los pedagogos del XVIII se planteaban qué había que enseñar a los
nuevos llegados a la educación, las clases populares, si a hacer bien lo que se
pasarían la vida haciendo o darles nuevos recursos para poder ser otra cosa
distinta de aquella a las que su nacimiento les condenaba. La educación de los
nobles siempre estuvo muy clara: todo aquello que les sirva para el mejor gobierno y para
ello utilizaban a los que mejor les sirvieran para ese propósito. Ese era el
sentido, por ejemplo, del estudio de la Historia, hasta que los nacionalismos
del XIX la reinventaron para fomentar el sentido
patriótico tras la Revolución que trasladaba la soberanía al pueblo y se la
quitaba al soberano, es decir, al rey. Antes se moría por el Rey; ahora había
que hacerlo por la "patria", y en eso la Historia era muy útil.
Desde
el punto de vista de nuestros anti humanistas —democráticos o no— estados, la educación se va
centrando cada vez más en la "eficacia", en los que nos hace competitivos, palabra que encierra en sí
todo un programa de acción, pura ideología, que se despliega en la historia
futura como la estrella polar, marcándonos la dirección del camino. ¿De qué
sirve reivindicar el pensamiento
dentro de un ambiente cotidiano que pregona cada día que para pensar ya está el jefe y le llama líder o emprendedor,
según el campo?
En su
segunda "intempestiva", titulada Sobre
la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida, Friedrich
Nietzsche escribió:
Estamos ciertamente en la hora de un gran
peligro: los hombres parecen estar a punto de descubrir que el egoísmo del
individuo, de los grupos o de las masas ha sido, en todas las épocas, la
palanca de los movimientos históricos, pero, al mismo tiempo, no parecen inquietados
por este descubrimiento y se decreta que el egoísmo debe ser nuestro dios. Con
esta nueva fe se disponen, sin disimular sus intenciones, a edificar la
historia futura sobre el egoísmo: solamente se exige que sea un egoísmo
inteligente, un egoísmo que impone algunas restricciones para asentarse con
bases estables, un egoísmo que estudia la historia precisamente para aprender
qué es el egoísmo no inteligente.** (142-143)
Quizá tenga
razón Nietzsche y estemos construyendo nuestros sistemas educativos para la
fabricación de "egoístas inteligentes" —los que el "Estado
egoísta" necesita—, en donde el "egoísmo" le lleva a cada uno a buscar
su propio beneficio y la "inteligencia" a usar estrictamente los
medios necesarios para satisfacerlo en el plano que le resulte más adecuado y
gratificante. ¿Nos hará la Filosofía mejores?
No lo sé, sinceramente. Quizá nos hará, como Nietzsche vio bien, egoístas más inteligentes.
No es
tanto lo que leamos o aprendamos, sino la intención
con que lo hacemos, el espíritu que nos guía para hacerlo. Y ese, mucho me
temo, está muy impregnado de ese egoísmo, cuya primera muestra es el desinterés
por la herencia cultural, la cultura misma, tanto de los que la administran
como de los que la reciben, más preocupados por otras cosas, arrastrados por las
corrientes del ancho río del egoísmo que nos lleva y cuyas orillas apenas se
perciben.
*
"La Filosofía aprende a vivir como ‘maría’" El País 1/01/2014
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/01/01/actualidad/1388600143_034453.html
** Friedrich
Nietzsche (2000). Sobre la utilidad y los
perjuicios de la historia para la vida [1874]; EDAF, Madrid.
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