Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Cae en
mis manos un viejo ejemplar del libro de la colección Austral, Recuerdos de un
hombre de letras, de Alphonse Daudet, autor al que no se cita ni recuerda. Ya
nadie lee esos libros deliciosos (¿se usa el adjetivo ya para algún libro?)
como eran Tartarín de Tarascón y
especialmente, aquellas Cartas desde mi
molino. Encontré el libro en la calle, sobre una sábana que lo protegía de
la humedad del suelo, y me lo llevé de nuevo. Solo ya la textura de los viejos
libros desencadena, a través del tacto, recuerdos o sentimientos,
predisposiciones a leer de otra manera. Ha cambiado la manera de leer y la de
no leer. ¡Hasta el papel ha cambiado con el tiempo y por el tiempo! Los libros
envejecen y los textos se olvidan, continente y contenido tienen su historia y
nosotros tenemos nuestras historias con ellos.
No sé
si alguien lee ya Tartarín, el héroe en cuya personalidad malviven simbólicamente dos fuerzas
antagónicas:
¡Don Quijote y Sancho Panza en el mismo hombre!
¡Malas migas debían hacer! ¡Qué de luchas! ¡Qué de rasguños!... Hermoso diálogo
para escrito por Luciano, o por Saint Evremond, el de estos dos Tartarines, el
Tartarín Quijote y el Tartarín Sancho. Tartarín Quijote exaltándose al leer los
relatos de Gustavo Aimard, y exclamando: "¡Me marcho!" Tartarín
Sancho pensando sólo en el reuma y diciendo: "¡Me quedo!"
De las
múltiples variaciones que el Quijote ha provocado, la de Daudet era divertida y
muy humana. Hay personas que son Quijotes, otras Sanchos, algunas Tartarines y
otras indecisos que cambian de personaje o impresentables que los propios
personajes se niegan a habitar.
Sé que
tengo ese libro de Daudet por alguna parte, metido en cajas o armarios, escondido
tras algún otro con afán de protagonismo en estantes. Pero encontrar a Daudet
en aquel estado callejero, como me ocurre muchas veces, despierta la voluntad
del rescate y con la excusa de que encontraré destinatario para los duplicados
entre mis alumnos extranjeros de doctorado, me los acabo llevando. Uno que
tenga y otro que no tenga en esa oferta que Pepe, el librero ambulante —él
mismo un Tartarín, mitad Quijote, mitad Sancho sobrevenido—, no propone de dos
libros por cinco euros.
Regresé
a casa en mi biblioteca principal, el tren de Cercanías, y aparqué el libro
dedicado a la obra de Robert K. Merton para sumergirme en los decimonónicos recuerdos
de un hombre de Letras. Deje la idea del "escepticismo organizado"
con la que había hecho el viaje de ida para adentrarme en una visión diferente
para el trayecto de vuelta en manos de Daudet.
Pero el
mundo que nos describe es el París de los desengañados, el de las aventuras y los
desastres, el de las llamadas a las armas, el de los personajes dignos de ser
retratados más allá del boceto y llevados a episodios novelescos. En el primer
texto, titulado "Emilio Ollivier", nos retrata al ministro y diputado
liberal —"uno de los Cinco que se habían atrevido a desafiar al
Imperio"—, al que describe como un ministro
a la americana, por su rechazo al lujo y la pompa.
Daudet
cuenta el revuelo en la ciudad tras la muerte del periodista Víctor Noir a
manos del príncipe Pierre Napoleón Bonaparte, primo del emperador Napoleón III,
en un confuso incidente en su propia casa. Noir (pseudónimo de Yvan Salmon), acudió
acompañado de Ulrich de Fonvielle, otro periodista de la redacción de La Marsellesa, a concertar un duelo con
el príncipe Bonaparte. Las polémicas de la prensa de entonces, con insultos diarios
entre unos y otros, desembocaban en ocasiones en duelos como aquel que los dos
enviados tenían como objetivo organizar. Ya la prensa era el primer escenario
de conflictos que se resolvían al amanecer a base de pistoletazos. Parece ser
que el primo del emperador se sintió ofendido porque aquel duelo se organizara
con los enviados hablando con él y no con sus delegados, como era la costumbre,
considerándolo una ofensa más. No les recibió bien y les despidió peor, a tiro
limpio acabando con la vida del mensajero, Víctor Noir, en una agarrada.
París,
que ya estaba caliente, se acabó de calentar y, nos cuenta Daudet, los rumores
volaban deprisa y se convocaba una gran manifestación para el día siguiente. El
periodista muerto a tiros pasa a ser un héroe. Nos dice Daudet del recién
saltado a la fama y ya abandonado por la vida:
Se dice quién es Víctor Noir; se habla de su
bellísimo carácter, de su dulzura, de sus pocos años, de su boda próxima. Y las
mujeres toman cartas en el asunto: compadecen a la madre, a la novia; el
enternecimiento de una novela de amor se une a las cóleras políticas.
¡Buena
forma de expresar cómo funciona el calentamiento de la opinión pública! Los
poco que se sabe del desconocido es suficiente para fabricar un héroe por el
que salir a expresar la indignación ante el hecho. «La
Marsellesa, con orla negra, publica un llamamiento a las armas; la gente dice que
aquella noche distribuirá Rochefort cuatro mil revólveres en la redacción», escribe Daudet sobre lo que es
la jornada previa a la manifestación, cómo vuelan los rumores.
La
prensa es un arma más que ya está cargada. Daudet describe escuetamente los
"vientos de barricada", no realiza un gran despliegue. No es un texto
del momento, periodístico, sino el recuerdo de un mundo pasado, del que se
habla ya como Historia. No le interesa contarnos la épica callejera, sino la
construcción del rumor, el calentamiento de la opinión, el clima caldeado en la
concisión de una frase.
En aquellos instantes me encontré con un
amigo en el boulevard. «Esto va mal —le dije—. Muy mal, y
lo peor es que arriba no creen en la
gravedad de la cosa». Luego, cogiéndome del brazo, añadió: «Emilio Ollivier te
conoce; ven conmigo a la Plaza de Vendôme».
El
esfuerzo de Daudet es mostrarnos a Émile Ollivier en aquel momento, en plena
confusión, con París hecho un clamor, en algo que seguimos experimentando cada
día, que es la miopía política, la falta de estimación real de lo que ocurre y
de lo que puede ocurrir, una de las más graves enfermedades crónicas de
aquellos que gobiernan. Es una enfermedad que da aquí y allí, entonces y ahora,
de la que pocos escapan.
Ese
arriba metafórico que nunca cree nada hasta que le estalla en forma de lo
inevitable. Lo inevitable no es lo inesperado, aunque a muchos les parezca. La
ceguera política, como ocurre en otras esferas de la vida, es la de negarse a
ver.
En un magnífico despacho, alto de techo, con
dos altísimas ventanas que cogían todo el testero; un despacho de esos de frío
y triste aspecto, en los cuales todo es verde puro, de ese verde burocrático:
carpetas y papeleras verdes, sillones forrados de gutapercha verde, que es a la
deliciosa verdura de los bosques lo que el papel timbrado a un soneto escrito
en vitela, lo que la sidra al champaña, se encontraba el ministro solo, apoyado
en la chimenea en actitud de un orador que se dispone a usar la palabra. Dos
criados entraron con lámpara encendidas.
Mi amigo había dicho verdad; arriba no se sospechaba el peligro; el
ruido de la calle no llegaba sino de una manera muy vaga hasta esas alturas.
Emilio Ollivier, con la natural infatuación mezclada de miopía que caracteriza
a los hombres que están en el poder, nos dijo que todo iba perfectamente, y que
sabía cuanto ocurría; hasta nos enseñó la esquela escrita por Pedro Bonaparte
al señor Conti, la cual acaba de comunicársele, esquela salvaje y brutal, muy
dentro de las costumbres del siglo XVI, que comenzaba así: «Dos jóvenes han venido a provocarme...» Y terminaba con estas
palabras: «Creo que he matado a uno de ellos.»
Podemos leer en los libros de Historia estos
acontecimientos, pero la pluma de Daudet nos los acerca de otra manera. El
entierro de Víctor Noir, famoso porque le pegaron un tiro las manos de la
familia del Emperador, fue multitudinario; la absolución del príncipe Pierre Napoleón
Bonaparte, un escándalo de colosales proporciones que hizo tambalearse las
instituciones al completo, con violentas manifestaciones. Finalmente el
Emperador cayó.
Visto en el tiempo, la miopía se mantiene en muchos
de nuestros políticos. Se sigue utilizando a los medios de comunicación para
asistir de "padrinos" a los duelos políticos. Hay que decir también
que muchos asisten encantados, probablemente como lo hizo el pobre Víctor Noir,
en primera fila, a estos duelos con tal
de contarlo todo de cerca y tener calientes a sus audiencias.
Lo que más me atrajo del magnífico texto de Daudet,
apenas unas cuantas páginas, es su descripción del despacho, momento en el que
concentra su arte y usa los mecanismos de la retórica. Es el momento en el que
concentra en una frase, en una comparación, como ha hecho antes al fundir "novelas
de amor y cóleras políticas", la distancia existente entre lo que ocurre abajo y lo que ocurre arriba. Ese despacho "verde"
burocrático, en el que se dice saberlo todo, que todo está controlado, ese
despacho exquisito, es de otro mundo. La soledad de Ollivier, que acabará
exiliado por su mala decisión en conflictos posteriores, como la guerra franco-prusiana,
y al que cuando vuelva se le prohibirá la actividad política y hasta decir discursos
en la Academia de la que era miembro.
Localizo el Instituto Émile Ollivier, dedicado a su
memoria, y no los textos que nos ofrecen sobre él no parece el texto de
Alphonse Daudet. Sí aparece, en cambio, uno de Edmond de Goncourt realizado en
1870, con todo el calentón del momento: « […] la tête longue et étroite
d’imbécile d’Ollivier […] » (Journal, 7 mai 1890).
Si la Historia fue cruel con Émile Ollivier, no lo
fue menos con el pobre periodista Víctor Noir, el que se llevó el pistoletazo
del príncipe. Los cien mil que asistieron a su funeral tumultuosamente no se
pudieron imagina que al artista que lo inmortalizó para gloria republicana,
yaciente, recién recibido en disparo en el pecho, se le iría la mano en una
dosis de realismo infrecuente en los cementerios. A la estatua yaciente del
pobre Noir le quedó una erótica protuberancia bajo sus metálicos pantalones. Esto
ha incitado a los que acuden a su tumba a realizar sobre su estatua todo tipo de
tocamientos y cabalgaduras. En pleno furor del selfie
y la redes sociales, se ha convertido en un personaje muy popular, aunque sea por el bulto en los pantalones.
Nos dicen de su célebre estatua:
Victor
Noir is nowadays one of the most visited residents in the graveyard, right
after Jim Morrison and Allan Kardec. His popularity is not because of his
talent as a journalist, nor his symbolic role, but lies in the notorious lump
in his pants. A generation of superstitious (or just randy) women have decided
that taking indecent rubbings of Victor's impressive girth could prevent
infertility, and perform these rubbings in more than the traditional manner.
Sí, la Historia es cruel. Se pasa de ministro a
idiota y de víctima heroica a estatua acosada en un santiamén. A veces es
preferible el olvido.
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