viernes, 18 de octubre de 2013

El poder de los impotentes

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En las conclusiones finales de su texto Una Europa alemana, el sociólogo Ulrich Beck señala lo siguiente:

La política y la ciencia política establecidas comparten un punto flaco: la infravaloración crónica del poder de los impotentes, del poder de los movimientos sociales, sobre todo en conflictos de riesgos transnacionales. Para comprender esto es conveniente distinguir entre la política institucionalizada (partidos, Gobiernos, Parlamentos) y la subpolítica no institucional de los movimientos sociales. Los subactores y redes de colaboración que no están ligados a territorios y prioridades nacionales han hecho entrar en la agenda política lo que en las décadas pasadas han hecho entrar en la agenda política los problemas de la supervivencia ecológica, la igualdad entre hombres y mujeres, la paz, y claro que sí, la crisis financiera, todo ello con la oposición de las élites políticas, económicas, científicas, y mediáticas. (100)*

Quizá Beck peque de ingenuo al estimar como un "poder" a lo que más bien puede ser considerado como "fuerza". El poder, precisamente, lo tiene aquel que acepta o no la petición por el simple hecho de que se le pida. De no tenerlo, no se le pediría. Tampoco se debe atribuir uniformidad a los movimientos sociales. Lo movimientos y sus prácticas se han extendido más allá de sus marcos iniciales en labores de presión.
Bajo la idea de "movimientos sociales" se intenta el etiquetado de la canalización de componentes más emocionales que organizados, más reivindicativos que constructivos, por más que tengan sus "propuestas". El poder es fuerza racionalizada y la racionalidad viene de la organización más que de los fines o metas propuestos.
Los ejemplos de Egipto y Túnez, en el marco de la denominada "Primavera árabe", son claros en ese sentido. Los movimientos sociales son capaces de enfrentarse en la calle y provocar la "caída de un régimen", pero no son capaces de hacerse con un poder institucional, que sigue en manos de esas mismas élites o cae en manos de los más organizados, que se aprovechan del efecto de los movimientos. Unos derriban y los otros se asientan sobre las ruinas para construir un edificio que puede ser muy distinto al que tenían en mente los que demolieron o, de forma sorprendente, elevar uno parecido al anterior.

Como nos ha ido mostrando el tiempo, en Egipto no se produjo la caída de un régimen sino la caída de un presidente gastado al que se sustituyó para poder mantener intactos los intereses del sistema. La fuerza social, finalmente, se canalizó hacia el candidato organizado, el islamista Morsi, como única alternativa al sistema. Fue su capacidad organizada la que permitió a los Hermanos alcanzar el poder, del que fue de nuevo derribado por otro movimiento social de rechazo que posibilitó el regreso de la institución militar al poder, esta vez investida de la fuerza popular. La Hermandad Musulmana ha sido desinstitucionalizada; se han invertido los papeles y esta vez es a los defenestrados a quienes interesa convertirse en movimiento social de rechazo y protesta, como estamos viendo.
Parece pensar Beck que Europa se divide en élites organizadas, que toman el estado, y los movimientos sociales de carácter progresista que les presionan en "supervivencia ecológica, la igualdad entre hombres y mujeres, la paz y la crisis financiera". Sin embargo estos movimientos sociales son solo una parte de la dinámica general, pues el movimiento real que estamos percibiendo en Europa es el aumento de los nacionalismos peligrosos, de la xenofobia y el racismo como parte de esos otros movimientos sociales que no nos gusta ver pero que están ahí.


En Rusia, por ejemplo, estamos asistiendo a la institucionalización de los sentimientos sexistas, racistas y xenófobos, a través de la promulgación de leyes que alientan este tipo de planteamientos que se envuelven con los peligrosos ropajes del nacionalismo populista. Estos proceden de "movimientos sociales" de otro signo, Toman peso en la vida política y acaban en los parlamentos o influyendo indirectamente sobre los partidos que acogen sus propuestas (antiinmigración, por ejemplo) para ganar electorado.
Los casos de signo opuesto como el "Movimiento 5 estrellas" en Italia o "Amanecer Dorado", en Grecia, nos advierten que no debemos considerar a unos de una forma y a otros de otra, sino que son todos hijos de la desconfianza y el fracaso de las instituciones, dejadas en manos de castas que se consolidan y eternizan en la gestión del poder. Esto es lo que genera el sentimiento de "impotencia" en muchos ciudadanos y grupos que reaccionan con sus protestas.
Otro proceso de "desinstitucionalización" es el que se sigue en Grecia contra "Amanecer Dorado", un recordatorio de que de los movimientos sociales también surgen organizaciones, de diferente signo y objetivos (ultraderecha nacionalista y racista, en este caso), que logran crear sus propias estructuras y se engarzan en las existentes del poder. Una vez dentro del sistema, su poder real está en función de la mayor o menor estabilidad del resto del sistema.


El debate —que se ha producido también en España— se traduce en si los movimientos deben institucionalizarse o si su función es la presión sobre los partidos políticos que son los "receptores naturales" de sus demandas. El problema se plantea frente a unos partidos que no son permeables a las peticiones y se limitan a una aceptación retórica, a una cosmética que disimule su distanciamiento y falta de voluntad de integrar las peticiones y cambiar.
La conversión de los partidos en entidades autotélicas (que tienen sus propios fines), incluso su reducción personalista, ha generado una falta de fluidez entre la sociedad y los partidos que deberían representarla de forma satisfactoria. Esto es grave porque obliga a que la vida política se haga en la calle con el riesgo permanente y el descrédito institucional como fondo.
El vergonzoso ejemplo de lo ocurrido en los Estados Unidos, con la imposición de un reducido grupo, el Tea Party, pero con fuerza suficiente como para presionar en su propio partido y paralizar la Administración norteamericana, nos muestra hasta qué punto los partidos se convierten en maquinarias que viven para sus propios intereses antes que velar por los generales. Será difícil encontrar un ejemplo mayor de irresponsabilidad, por mucho que se puedan esgrimir razonamientos pintorescos sobre las intenciones.


Es la falta de sentido y responsabilidad —política, financiera...— la que exaspera a los ciudadanos, que dejan de sentirse representados y defendidos, que perciben que existe un retórica política que les adula pero no vela por sus intereses reales, sino por los de unos pocos, ni por un futuro aceptable.
Y Europa tiene que ser un futuro aceptable. Curados del exceso de idealismo, es lo mínimo que se puede exigir. Esa exigencia —es importante— no debe estar permanentemente en la calle, sino en las propias instituciones, a las que los ciudadanos deben percibir de su lado y no como algo contra lo que hay que estar en lucha constante. De no ser así, lo que nos espera es un futuro entremezclado de apatía y radicalidad que no es el mejor clima social. El "poder de los impotentes", como lo llama Beck en el fragmento citado, debería fluir como poder de los ciudadanos, sin más. Quizá lo que debamos recuperar mediante la reflexión es el papel central del "ciudadano" y el de todas las instituciones subordinadas a su servicio. La burocratización de las instituciones y su control por élites sensibles a sus propios intereses o a los de unos pocos es el peor camino para el desarrollo futuro y el semillero del descontento. Hacia dónde se canalice ese descontento es lo que nos queda por ver.


* Ulrich Beck (2012): Una Europa alemana. Paidós, Barcelona.





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