Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En las
conclusiones finales de su texto Una
Europa alemana, el sociólogo Ulrich Beck señala lo siguiente:
La política y la ciencia política
establecidas comparten un punto flaco: la infravaloración crónica del poder de
los impotentes, del poder de los movimientos sociales, sobre todo en conflictos
de riesgos transnacionales. Para comprender esto es conveniente distinguir
entre la política institucionalizada (partidos, Gobiernos, Parlamentos) y la
subpolítica no institucional de los movimientos sociales. Los subactores y
redes de colaboración que no están ligados a territorios y prioridades
nacionales han hecho entrar en la agenda política lo que en las décadas pasadas
han hecho entrar en la agenda política los problemas de la supervivencia
ecológica, la igualdad entre hombres y mujeres, la paz, y claro que sí, la
crisis financiera, todo ello con la oposición de las élites políticas,
económicas, científicas, y mediáticas. (100)*
Quizá
Beck peque de ingenuo al estimar como un "poder" a lo que más bien puede
ser considerado como "fuerza". El poder, precisamente, lo tiene aquel que acepta o no la petición por el simple hecho de que se le pida. De no tenerlo, no se le pediría. Tampoco se debe atribuir uniformidad a los movimientos sociales. Lo movimientos y sus prácticas se han extendido más allá de sus marcos iniciales en labores de presión.
Bajo la
idea de "movimientos sociales" se intenta el etiquetado de la canalización de componentes más emocionales que organizados, más reivindicativos que constructivos, por más que tengan sus "propuestas". El poder es fuerza racionalizada y la racionalidad
viene de la organización más que de los fines o metas propuestos.
Los
ejemplos de Egipto y Túnez, en el marco de la denominada "Primavera
árabe", son claros en ese sentido. Los movimientos sociales son capaces de
enfrentarse en la calle y provocar la "caída de un régimen", pero no
son capaces de hacerse con un poder institucional, que sigue en manos de esas
mismas élites o cae en manos de los más organizados, que se aprovechan del
efecto de los movimientos. Unos derriban y los otros se asientan sobre las
ruinas para construir un edificio que puede ser muy distinto al que tenían en
mente los que demolieron o, de forma sorprendente, elevar uno parecido al anterior.
Como nos
ha ido mostrando el tiempo, en Egipto no se produjo la caída de un régimen sino
la caída de un presidente gastado al
que se sustituyó para poder mantener intactos los intereses del sistema. La
fuerza social, finalmente, se canalizó hacia el candidato organizado, el
islamista Morsi, como única alternativa al sistema. Fue su capacidad organizada la que permitió
a los Hermanos alcanzar el poder, del que fue de nuevo derribado por otro movimiento social de rechazo que
posibilitó el regreso de la institución militar al poder, esta vez
investida de la fuerza popular. La Hermandad Musulmana ha sido desinstitucionalizada; se han invertido
los papeles y esta vez es a los defenestrados a quienes interesa convertirse en
movimiento social de rechazo y
protesta, como estamos viendo.
Parece
pensar Beck que Europa se divide en élites organizadas, que toman el estado, y
los movimientos sociales de carácter progresista que les presionan en "supervivencia
ecológica, la igualdad entre hombres y mujeres, la paz y la crisis financiera".
Sin embargo estos movimientos sociales son solo una parte de la dinámica
general, pues el movimiento real que estamos percibiendo en Europa es el aumento de los
nacionalismos peligrosos, de la xenofobia y el racismo como parte de esos otros
movimientos sociales que no nos gusta ver pero que están ahí.
En
Rusia, por ejemplo, estamos asistiendo a la institucionalización de los
sentimientos sexistas, racistas y xenófobos, a través de la promulgación de
leyes que alientan este tipo de planteamientos que se envuelven con los
peligrosos ropajes del nacionalismo populista. Estos proceden de "movimientos sociales" de otro signo, Toman peso en la vida política y acaban en los parlamentos o influyendo indirectamente sobre los partidos que acogen sus propuestas (antiinmigración, por ejemplo) para ganar electorado.
Los casos
de signo opuesto como el "Movimiento 5 estrellas" en Italia o "Amanecer
Dorado", en Grecia, nos advierten que no debemos considerar a unos de una
forma y a otros de otra, sino que son todos hijos de la desconfianza y el
fracaso de las instituciones, dejadas en manos de castas que se consolidan y eternizan en
la gestión del poder. Esto es lo que genera el sentimiento de "impotencia" en muchos ciudadanos y grupos que reaccionan con sus protestas.
Otro proceso
de "desinstitucionalización" es el que se sigue en Grecia contra "Amanecer
Dorado", un recordatorio de que de los movimientos sociales también surgen
organizaciones, de diferente signo y objetivos (ultraderecha nacionalista y
racista, en este caso), que logran crear sus propias estructuras y se
engarzan en las existentes del poder. Una vez dentro del sistema, su poder real
está en función de la mayor o menor estabilidad del resto del sistema.
La
conversión de los partidos en entidades autotélicas
(que tienen sus propios fines), incluso su reducción personalista, ha generado
una falta de fluidez entre la sociedad y los partidos que deberían
representarla de forma satisfactoria. Esto es grave porque obliga a que la vida
política se haga en la calle con el riesgo permanente y el descrédito
institucional como fondo.
El
vergonzoso ejemplo de lo ocurrido en los Estados Unidos, con la imposición de
un reducido grupo, el Tea Party, pero con fuerza suficiente como para presionar
en su propio partido y paralizar la Administración norteamericana, nos muestra
hasta qué punto los partidos se convierten en maquinarias que viven para sus
propios intereses antes que velar por los generales. Será difícil encontrar un
ejemplo mayor de irresponsabilidad, por mucho que se puedan esgrimir
razonamientos pintorescos sobre las intenciones.
Es la
falta de sentido y responsabilidad —política, financiera...— la que exaspera a
los ciudadanos, que dejan de sentirse representados y defendidos, que perciben
que existe un retórica política que les adula pero no vela por sus intereses reales,
sino por los de unos pocos, ni por un futuro aceptable.
Y Europa
tiene que ser un futuro aceptable. Curados del exceso de idealismo, es lo
mínimo que se puede exigir. Esa exigencia —es importante— no debe estar permanentemente
en la calle, sino en las propias instituciones, a las que los ciudadanos deben
percibir de su lado y no como algo contra lo que hay que estar en lucha
constante. De no ser así, lo que nos espera es un futuro entremezclado de
apatía y radicalidad que no es el mejor clima social. El "poder de los
impotentes", como lo llama Beck en el fragmento citado, debería fluir como
poder de los ciudadanos, sin más. Quizá lo que debamos recuperar mediante la reflexión es el papel central del "ciudadano" y el de todas las instituciones subordinadas a su servicio. La burocratización de las instituciones y su control por élites sensibles a sus propios intereses o a los de unos pocos es el peor camino para el desarrollo futuro y el semillero del descontento. Hacia dónde se canalice ese descontento es lo que nos queda por ver.
*
Ulrich Beck (2012): Una Europa alemana. Paidós, Barcelona.
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