Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En su Introducción a la segunda edición —la de 2001— de Un diálogo sobre el poder, de Michel Foucault, pasados veinte años
de la primera, el responsable de la edición y traducción del
texto, Miguel Morey, catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, escribió:
Los intelectuales con vocación de pastoreo
universalista, unos y otros, tanto como había con aspiraciones a algún puesto
como portavoz y conciencia crítica de la humanidad, se sentían irritados y más
que confusos ante alguien cuya obra insistía en descalificar la ignominia de
todos cuantos pretendían hablar en nombre de los demás, como sus legítimos
representantes. Es evidente que el sueño mayor de Foucault, el del intelectual
como destructor de evidencias simplemente, les sabía a poco, o acaso les venía
demasiado grande. (10)*
Se
quejaba Morey del silencio que rodeó la obra de Michel Foucault, que pasó del
todo a la nada por la simple "orden" de dejar de hablar de él, de
convertirlo en tabú en una operación de cierre digna de ser analizada por el
mismo maestro en cualquier capítulo de sus enseñanzas sobre los mecanismos
propios del poder, pues no se trataba de otra cosa que de la incomodidad que la
obra del filósofo causaba con sus desvelamientos de la forma en que el poder se
ejerce. Ese "pastoreo universalista" al que se refiere Morey, que es
la voluntad del pastor de que las ovejas le sigan y se deleiten con el sonido
envolvente de su flauta melosa, era precisamente lo que Foucault dejaba al
descubierto en sus indagaciones. Tras su muerte en 1984, la soledad los
círculos de silencio se hicieron patentes. Morey menciona las descalificaciones
que desde la izquierda se realizaron de su obra y persona, con el
reconocimiento solitario de otro marginado y descalificado, el recientemente
fallecido Eugenio Trías, "entonces también objeto de las más tonantes
descalificaciones académicas: por excéntrico, en el sentido literal del
término, cuando no por frívolo". (10-11)
Ese
"hablar en nombre de los demás" es la perdición intelectual y queda
en manos de su negación, el político. La pretensión política de hablar en
nombre de otros, para lo que crea ficciones como "el pueblo" o
"voluntad general", contrasta con la necesidad del intelectual de
exigir que se piense por uno mismo, pues no debe ser otro su objetivo si se
sigue el ideal kantiano de autonomía característico de la Ilustración —al menos
de una parte— o formulaciones educativas como las Bertrand Russell en el mismo
sentido de un ideal autónomo. La libertad se enfoca no como un elemento "natural" sino como la autonomía de las dependencias que se nos crean constantemente.
¿Pero
existe algo más históricamente absurdo,
vaciado de sentido, que la "voluntad de autonomía"? Todas las fuerzas
que percibimos tienden a lo contrario. Entre la "vocación de
pastoreo", señalada por Morey, y la vocación de ser oveja, se ha
establecido esta alianza que nos reduce al mero deslizarse por los prados del
consumo y la aquiescencia. No parece cuestionarse la autoridad del pastor o la
dirección del rebaño, sino la calidad de la hierba, sujeta a intensos debates
entre rumia y rumia.
La intelectualidad está mal vista y se tacha de pedante y
ridícula —mecanismos de sanción social—, pero no es más que el deseo humano de
pensar por sí mismo, de reflexionar en voz alta, resistiéndose a convertir la reflexión
en discurso. El intelectual no debe ser un líder sino un constructor de ideas,
sus propias dudas, que despierten precisamente la crítica del líder. Se ha cerrado el ciclo con la conversión del "intelectual" en cortesano, incluso en cortesano del "pueblo", al que adula o escandaliza según interese en cada caso para mantener su propio estatus de estrella vendedora de ideas convertidas en mercancías, en golosinas.
Distinguía
Michel Foucault entre dos tipos de intelectuales "políticos": el
"intelectual universal", el que había nacido del "jurista
notable" y que se enfrentaba a los "juristas burocráticos" oponiéndose
a sus interpretaciones rutinarias de la justicia (para Foucault
"burocracia" y "tribunal" son materializaciones del poder);
y el "intelectual específico", que derivaba del "sabio
experto", un especialista en algún campo que se erige en autoridad. El
primer modo, nos dice Foucault, "encuentra su expresión más plena en el
escritor portador de significado y valores en los que todos pueden
reconocerse" (184)**.
"Reconocerse"
es un proceso distinto al mero seguir
del pastoreo. Implica un proceso de desbloqueamiento de uno mismo en el
diálogo, en la condición dinámica de la identificación, antes que en la
imitación. "Reconocerse" implica un desconocimiento previo, una ocultación del uno mismo, perdido en la
tormenta de arena del ser social. Salvo que consideremos el aislamiento la
condición natural del ser humano, el contacto con los otros puede considerarse como
un estímulo al autodescubrimiento o como una ocultación de uno mismo sepultado
por los otros. "Reconocerse" entonces es un proceso de desvelamiento,
una epifanía que libera al sujeto de su ceguera y le convierte en buscador de
sí mismo. Por eso el verdadero encuentro intelectual no es imitativo sino en paralelo hasta llegar al desvío en el que se
buscan nuevas respuestas a las preguntas sin contestar y que solo surgen en
quien aspira a conocer.
Como
bien señalaba Morey, el intelectual es "destructor de evidencias" más
que fabricante de seguridades, algo a lo que apelan constantemente, en cambio,
los discursos del poder, basados en la creación de miedos e inseguridades, que
van del miedo a la inmigración a la venta de dietéticos.
En otro
texto de Morey, "Foucault, veinte años después", escrito en 2005,
conmemorando la muerte del filósofo francés, fallecido en 1984, escribió:
Era imposible no recordar el modo cómo pesaba
sobre Foucault la filiación nietzscheana del filósofo como animal de
conocimiento, condenado a hacer experimentos consigo mismo. Su testamento
intelectual no dejaba lugar a dudas al definir el envite actual de la práctica
filosófica, no tanto del lado de la legitimación de lo que ya se sabe, cuanto
del trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, en la tarea de saber cómo y
hasta dónde sería posible pensar de otra manera. En realidad, este derecho
fundamental de la práctica filosófica (explorar lo que puede ser cambiado en el
propio pensamiento) le impone un carácter decididamente sacrificial, y en
antagonismo abierto con los consensos de la opinión pública. Ésta responderá a
su vez acogiendo esa voz un instante para dejar que se pierda luego en
beneficio de otra cualquiera más actual, importa poco que el nuevo discurso
nazca con las premisas ya refutadas por algún razonamiento anterior. Sin duda
el límite puede ser transgredido, pero se recompone de inmediato a las espaldas
de un transgresor cuyo gesto se pierde así en lo ilimitado.***
Esta
desoladora imagen de una sociedad condenada a la efímera memoria del pez,
incapaz de aprender en un sentido profundo porque repite sin cesar los mismos
razonamientos al carecer de un recuerdo sobre el que asentarse y avanzar, nos
muestra la desconexión intelectual existente, el vaciado de su función. Esa "experimentación consigo
mismo", tal como la define Morey, es simplemente el ideal de autonomía
hacia el que se camina infructuosamente, intentando sacudirse las adherencias
inevitables en el devenir de la experiencia. La conversión de la idea en moda implica precisamente su muerte como
aprendizaje ya que nada queda en los sujetos más que el hueco receptor para la
siguiente idea recibida.
De animal de conocimiento a animal a secas,
ya que quien renuncia a pensar en eso se convierte o a eso se reduce. Lo más
penoso de todo es que el mismo sistema que debería producir el pensamiento y
enseñar su valor autónomo, ha caído —¿estuvo de pie?— en las prácticas de un
poder que, tal como lo señaló Foucault, se mueve del burocratismo al tribunal,
en perfecto ejemplo de cómo la mejor manera de ejercerlo, de reducir la crítica
y fomentar la rumia, es enjuiciando, valorando, evaluando sin cesar para que por fin el sueño de la interiorización
del poder, del miedo a pensar de forma distinta, de la necesidad del premio, la
palmadita o terrón de azúcar, estén siempre en nuestras mentes.
Joven
oveja: ¡el poder te llama!
Miguel
Morey (2012 3ª) "Introducción", en Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. [1981] Alianza
editorial.
Michel
Foucault (2012 3ª): "Verdad y poder", en Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. [1981] Alianza
editorial.
Miguel Morey (2015) ** "Foucault, veinte
años después" [La Vanguardia 19/01/2005] reproducido en Infofilosofía
http://www.infofilosofia.info/modules.php?name=News&file=print&sid=172
Infofilosofía
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