Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
mayor invento humano es el futuro. La
pandemia del COVID-19, como cualquier crisis profunda (si es que ha habido
alguna así antes), nos obliga a replantearnos el futuro de forma intensa, inesperada
y urgente. En estos momentos, decir que "no sabemos qué va a pasar
mañana" es algo literal, con un día de mañana apuntado en nuestras agendas
con varios signos de interrogación. Una simple cita ha dejado de ser
"simple" y requiere de una elaborada formulación, incluso de un
cierto protocolo, además de la incertidumbre por cómo será la situación.
Nuestro
mundo se ha dividido en dos grandes bloques "este verano" y "después
del verano". Existe en este país de turismo la tendencia a pensar en
términos de "temporada". Temporadas altas, temporadas bajas. Hasta el
momento le cedemos el espacio informativo a las voces preocupadas del sector
turístico, el aeronáutico, la automoción, la hostelería, etc. Son los de
temporada veraniega: mucho movimiento, mucho viaje, mucho consumo, mucho ocio.
Desde
el principio hubo la idea, luego la esperanza, de que esto del coronavirus se
acabaría en unas pocas semanas, después en unos pocos meses, después
"antes del verano". El "verano" es una frontera
psicológica, económica y vital en nuestro país.
En
estos días, vemos la impaciencia de las personas del sector, las que esperan
que cada fin de semana antes de julio se les llenen terrazas, discotecas,
chiringuitos, playas, piscinas y todo ese paquete de espacios y acciones que se
supone que deben tener lugar entre mediados de junio y mediados de septiembre.
Después se cuenta en términos de "puentes" y "vacaciones".
Todos ellos manifiestan su preocupación por el inmediato presente y, cómo no,
por el futuro.
No veo
mucha reflexión sobre los alarmantes datos internacionales que apuntan a España
como el país más afectado por esta crisis. No sé si es que nos tienen manía,
como dicen los niños, o si es que realmente nuestra economía es una gigantesca
ficción morena de soles.
Del
"¡como en España no se vive en ningún sitio!" hemos pasado al más
atenuado, con sordina y goteo al "¡en España no se puede vivir!".
Estamos descubriendo que el modelo que tanto nos gustaba, pese a producir un
empleo de bajísima calidad, precario y estacional, de no resolver las cifras
enormes del paro español respecto a Europa, no es de futuro. O, si se prefiere,
que no es un buen futuro. Bonito, sí;
bueno, no.
Nos
damos cuenta ahora, además, que hemos ido recortando en cuestiones que ahora
nos vendrían muy bien, como la ciencia, la sanidad o la educación. Y lo pagamos
todo a la vez de forma implacable. Este escrito no es contra el turismo, lo que sería absurdo, sino contra el profundo desequilibrio que nos ha creado.
Hablamos
mucho del futuro, pero de forma engañosa. Seguimos preocupados por la temporada y no por cómo deberíamos
aprovechar para rediseñarnos. Otros países lo hicieron hace tiempo, apostando
por un futuro digno de ese nombre y no por el modelo más pobre de todos, el que
nos convierte en el chiringuito de los hacendosos países del norte, que nunca
han tenido demasiado interés en tener un sur competitivo. Ellos "trabajan",
según su propia percepción, y nosotros somos su lugar de esparcimiento; nuestro trabajo es que estén entretenidos y
regresen contentos, bailados y morenos.
Hay
otra España más allá del turismo. Pero, según nos muestran los medios
audiovisuales, lo único que parece importante es llenar terrazas, bares,
restaurantes, hoteles y playas. Es deprimente ver esta centralidad en nuestra
vida, esa falta de modelos de referencia para el futuro, que se debe pensar en
términos nuevos.
Pero
carecemos de ilusionantes y tenemos
demasiados ilusionistas. Se echa de
menos una clase política con menos mal ejemplo, más educada e ilustrada,
comprometida con la educación como motor, que esta sirva de algo, que se traduzca en un
bien para el país. Su ejemplo, en cambio, es nefasto, de una pobreza de alma que
espanta, de una enorme falta de miras.
Se echa
de menos una clase intelectual realmente comprometida con el país y su futuro,
que le diga las verdades, se enfrente a sus vicios y proponga sueños
colectivos, que nos levante el ánimo y el ego. Pero nuestras universidades e
instituciones se han empeñado en cortar la comunicación con la sociedad. Hoy
solo se valora en la universidad la comunicación entre pares; lo demás se
penaliza. Hace falta más luz sobre la Cultura, sobre el conocimiento, sobre la
Ciencia.
Carecemos,
salvo excepciones honrosas, de programas de cultura, de literatura, de teatro,
de historia. La cultura ha desaparecido en medio de la zafiedad mediática más
irritante. Los debates de altura han sido sustituidos por las grescas políticas
en todos los niveles. Las industrial culturales son cada vez más industrial y menos culturales. Vender, no educar, formar. Pero la educación es infravalorada en un país que cree no necesitarla para lo que hace. Así nos va.
El
empobrecimiento cultural es preocupante desde hace muchos años, pero ¿para qué
hacer pensar a la gente, no ya en el "futuro", sino simplemente "pensar"?
Es en las crisis cuando se deben dar respuestas. Nosotros solo respondemos con
algún eslogan desarrollado por los nuevos comunicadores, inventores de frases
ingeniosas o discursos aceptables.
El
futuro más allá del verano es un gran agujero. No sabemos qué va a ocurrir con
muchos sectores, uno esencial, la enseñanza. No sabemos cómo nos van a dejar de
expuestos y debilitados los excesos consentidos del verano, que ya se
contabilizan con rebrotes y que vivirá una prueba de fuego. Hemos pasado de contagiarnos
en los funerales a contagiarnos en los cumpleaños y barbacoas. Las buenas causas cambian cuando ya todo es esencial.
Pero
habrá que pensar en el futuro. Es lo que hay después del verano.
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