Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Hemos tenido el primer no verano, solo calor. No recuerdo un verano tan
poco estival como este, lleno de crisis y peligros, de proclamas y denuncias.
El verano ya no es lo que era, tiempo muerto, como en el baloncesto; un tiempo
en el que había que inventar noticias porque nadie las producía. Hemos llenado
de noticias intranscendentes, frívolas, vacías, absurdas el año y nos ha
quedado amontonado lo peor para el julio más caliente del que hay recuerdo y un
agosto con caídas de trombas de agua que han batido en dos días el récord anual
en algún punto.
Irse de
vacaciones ya no es solución porque todo te persigue y no hay forma de pedir
una orden de alejamiento de la realidad. El que consiga esto habrá logrado un
principio de salvación para la humanidad, aunque no será fácil.
"Irse"
ya no es la cuestión; es desconectar, verbo que explica el mundo conectado y
recalentado en el que vivimos. Nadie ha hecho caso de la petición de Albert
Camus, en su ensayo "El verano", escrito en 1939, pero publicado en
1953, algo que Camus nos recuerda porque el Orán que describe ya no es el de
ese momento en que el lector va a acceder a él a través de sus palabras.
Escribe Camus en ese párrafo escueto de presentación para referirse a Orán: «Ciudad
feliz y realista, en adelante Oran no necesita escritores: espera a los
turistas».
También
habría que explicar hoy que los "turistas" de 1953 no son en ninguna
parte los de 2019. Tampoco los escritores que ya no buscan ciudades tranquilas
y apartadas, sino "conexión", la palabra que nos ha cambiado la vida
actual desde la década de los 90 en que se crearon las redes. Tampoco —doy
buena fe de ello— las redes de los 90 son las redes actuales. Ahora el
"avatar" somos nosotros y lo verdadero nuestro "perfil".
Muchos no quieren vivir más que a través de esa ficción binaria que puede ser
creada al gusto y relacionarnos con los otros a través de ellas.
No,
todo ha cambiado: las ciudades, los escritores, los turistas..., nosotros, el
verano...
Escribe
Camus:
Ya no quedan desiertos. Ya no quedan islas.
Y, sin embargo, se siente su deseo. Para comprender el mundo, a veces es
necesario apartarse de él; para servir mejor a los hombres, mantenerlos a
distancia un momento. Pero ¿dónde encontrar la soledad que necesita la fuerza,
la larga respiración en la que el espíritu se recoge y se mide el valor? Quedan
las grandes ciudades. Sólo que se necesitan todavía condiciones.
Las ciudades que Europa nos ofrece están
demasiado llenas de rumores del pasado. Un oído atento puede percibir ruidos de
alas, una palpitación de almas. Se respira en ellas el vértigo de los siglos,
de las revoluciones, de la gloria. Uno se acuerda de que Occidente se ha
forjado entre clamores. Y eso no permite el suficiente silencio.
¡Qué
tiempo, que inocencia pese a haber
visto las monstruosidades de dos guerras mundiales! Nuestro problema no son los
rumores del pasado, que solo los tontos nostálgicos escuchan. Son los rumores
del futuro los que nos abruman y angustian. ¿Podemos soportar la incertidumbre?
Ni nosotros ni los mercados, que también en la época de Camus eran otra cosa.
Demasiado pasado, dice el escritor. A nosotros es el futuro lo que nos pesa. Lo
hace desde que dejó de ser cosa de adivinos y bolas de cristal y fue posible
meterlo en los ordenadores. ¡Ya podíamos calcular el futuro! ¡Y podíamos
terminar los cálculos antes que nos cayera encima!
¿Cómo apartarse del mundo, de un mundo que te sigue voraz?
Hoy hay
poco que escuchar en nuestras ciudades y la gente, por el contrario, va con sus
auriculares puestos para tratar de evitar las conversaciones telefónicas que
muchos mantienen en calles o transportes. Ya no hay aquello del "anonimato
de las grandes ciudades". Solo las habitan nuestros cuerpos, que no son
anónimos, como no lo son nuestras continuas huellas, las que dejamos por todas
partes, las digitales. Somos seres etiquetados, perfilados, rastreados..., perdidos localizados por todos y perdidos para nosotros mismos, para mirarnos más allá del selfie.
Hace
tiempo que dejé de salir de vacaciones. Tengo demasiados buenos recuerdos de
tantos veranos que me horroriza ir a sitios que, como diría Camus, ya no son
lo que eran. Ya no hay posibilidad de escape, solo desconexión.
Este
verano pasará a mi memoria como el verano de Clarice Lispector. Se cumple el
próximo año el centenario de su nacimiento. Gracias al encargo de una amiga con
la que comparto la pasión por Lispector desde que se tradujo su primera obra al
español. Mi verano ha sido de navegación por su mundo apasionante y siempre
sacudidor de la conciencia.
Lispector,
cine y música; alimento. Será para el recuerdo un verano con Clarice, leyéndola y escribiéndola, paseándola de un lugar a otro, de más calor a menos
calor, porque gracias a Dios, nos quedan las fortalezas interiores, los castillos de If personales de los que nos
negamos a salir, encerrados en ellos como en esos tanques de asilamiento que
van desconectando los sentidos del cuerpo y nos dejan medio flotando en esos "estados
de gracia" a los que se refería Clarice.
Ha sido recuperar una parte de mi vida, volver a la Literatura que te habla y no solo a la que te cuenta; reencontrarse con lo básico frente a la superficialidad que se disfraza de trascendencia, de seriedad podrida. Malos tiempos, vacíos, ruidosos.
Mi mar
ha sido su mar; una navegación extrema que echaba de menos. "El verano
está instalado en mi corazón", escribió Clarice en un artículo. Quedó atrás, como
recuerdo. este verano.
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