Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Dejo lo
que tenía escrito hasta el momento y me siento en la simple obligación
ciudadana de quedarme atónito ante lo que ocurre en la sede del PSOE, un tema
del que deliberadamente me he apartado por verlo venir desde hace tiempo.
Cuando
comenzaron a verse las actitudes de de los partidos políticos tras los
resultados de la primera elecciones, ya se atisbaba que este era uno de los
resultados posibles. Lo hemos dicho muchas veces: así no se puede hacer política
en un país avanzado. Esta forma de ejercer la política y el poder en la que se
trata de llevar todo a los extremos, una política a cara de perro, solo lleva a
la destrucción de la política como forma de gobernabilidad estable de los
países.
España
tuvo un transición modélica —no porque lo diga yo, sino porque así lo proclamaron
en muchos países, algunos de los cuales vinieron a informarse para hacer las
suyas— y podría haberlo seguido siendo. No es casual que es estos últimos años
unos de los deportes radicales y nacionalistas haya sido tratar de destrozar la
imagen de la transición y del consenso como forma de resolver los grandes
desafíos del Estado y del país.
La
estrategia seguida por la nueva generación era destructiva porque denigrando la
transición se mataban dos pájaros de un tiro: en primer lugar se desplazaban a
los que habían estado en poder y después se podía romper el mapa existente. La
transición había sido, según esta versión, una especie de conspiración para
tapar las aspiraciones reales del país, una traición a las izquierdas, a los
nacionalistas... Y muchos se lo han creído.
Al hilo
de los efectos de la crisis económica y de identidad europea, las nuevas
fuerzas consiguieron introducir sus discursos antisistema, antieuropeístas y de
reestructuración del mapa político y geográfico español. En un clima de apatía,
han conseguido parte de lo que querían: desestabilizar a la izquierda existente
para enganchar a unas nuevas generaciones nacidas en la crisis y que ya no se
identifican con lo realizado porque desconocen el punto de partida, la España
anterior a la democracia y a la entrada en Europa.
En este
clima revuelto, los partidos políticos son culpables de una verdadera falta: la
incapacidad de haber realizado un pacto de Estado sobre la corrupción, auténtico banderín de enganche. Esta
carencia ha sido un enorme fallo que les metía en un callejón sin salida.
El
pacto más fácil de todos, el más sencillo por evidente, se hacía imposible porque nadie
quería desaprovechar las corrupciones del otro. En esta tesitura, los que se
aprovechaban eran los que le llegaban al PSOE por la izquierda y al PP por el
centro, fuerzas que ya no aspiraban solo a acabar con el bipartidismo —que
aunque no haya existido nunca en España se nos convenció de que era el
obstáculo— sino, como se ha mostrado con Podemos y compañía, buscaban
desplazarlos por absorción o apisonamiento, como se ha podido comprobar. No, los problemas son la falta de flexibilidad política, el exceso de dogmatismo y un actuar estratégico con objetivos mal valorados.
Lo que
está ocurriendo en el PSOE en estos momentos, en la puerta de su sede, en el
hall de entrada con unos a los que no se deja entrar y otros que no quieren
salir, es un espectáculo bochornoso. Nunca se debería haber producido, pero ha
ocurrido.
Hay un
responsable al que apuntan todos desde hace tiempo. Tiene nombre, apellidos y camisa blanca. Pero también son responsables los que no han querido intervenir
y evitar que se llegara a esto. Demasiados cálculos.
El PSOE
es el partido que más tiempo ha gobernado en la España democrática. Gran parte
de las cosas buenas que tenemos —que son muchas— se deben a las políticas
seguidas. Ha cometido errores como los han cometido otros. La política no es el
poder, sino la gobernación, es decir, el conjunto de acciones para dejar un
país mejor de lo que estaba cuando se llegó. Pero los discursos apocalípticos
contra la Historia vivida y el sistema creado han hecho que la política sea enfrentamiento,
negación y estigmatización de los otros. Eso es algo que un país moderno no se
puede permitir porque el daño es enorme.
En la
historia de los países, su modernidad
consiste en resolver los conflictos básicos en las constituciones. La
constitución es garantía y unión mientras que las políticas de los partidos son
las que caben dentro de esos márgenes. De esta forma es posible que gobiernen
unos u otros o mediante pactos, ambos, si el electorado está muy igualado. Esto
en un país en el que se estigmatiza a los votantes del otro lado es imposible.
Durante
mi vida he estado gobernado por socialistas y populares. Me habrán hecho más
gracias unas cosas que otras en cada momento, pero siempre me he sentido
gobernado democráticamente y amparado por una constitución a la que podía
apelar si sentía que mis derechos eran vulnerados por unos u otros. Pero no es
hasta hace muy poco que me he sentido insultado por unos o por otros si elegía
libremente votar a quien me pareciera más adecuado en cada momento.
Lo que
ocurre ahora en Ferraz y me imagino que en todas las sedes del PSOE será un
estado de perplejidad. Muchos sentirán haber despertado de un sueño y descubren
que la pesadilla era real.
No se
puede dejar que esta situación se intensifique y extienda por el bien de todo el sistema
político español. Es necesaria una reflexión sensata y recuperar la cordura, el
sentido común y un fair play perdido
en un combate que lleva ya demasiados asaltos y nadie gana por KO.
Se han pasado tanto tiempo estigmatizándose unos a otros, que el simple hecho de sentarse a dialogar lo consideran una traición y una debilidad de la que los buitres que sobrevuelan el escenario se aprovecharán. Han tenido que llegar dos desastres electorales para entenderlo, pero tampoco hay garantías de que todos los hayan hechos.
El
problema no son los votos o cómo se reparten. El problema son los miedos
surgidos por lo que puede ocurrir con las acciones que se realicen para la
consecución del poder. No es un problema de votos, sino de estrategias y auto bloqueos,
de miedo a los ataques si hago algo que beneficie a los que se quedarán con mis votos. Hay que volver a la naturalidad política, a pensar en los ciudadanos y en lo mejor para ellos. Menos ombligo y más cabeza.
Es mejor morir políticamente intentado que España
sea gobernable, que hacerlo por convertirla en un caos ingobernable. Sobran estrategias, encuestas y cálculos; faltan buena voluntad y sentido del Estado.
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