Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Una de
las cuestiones más complejas cuando se trata la Historia de la Ciencia es
entender el papel que los prejuicios juegan como obstáculos del propio conocimiento.
Son estas situaciones, vistas en perspectiva, las que nos deberían estimular a
tratar de poner remedio a la manera en que damos forma a nuestras ideas y
actitudes creando unas mentalidades que se aferran a los prejuicios o que no se
pueden librar de ellos.
Nada
nos esclaviza más que nuestras propias ideas. El sentimiento de rebeldía que
muchas veces tenemos ante las de los demás se convierte en defensa férrea de
nuestras creencias. "Nuestras" es una forma de referirse a ellas que
no siempre responde a la verdad. La mayoría de las veces no las hemos formado
nosotros, sino que son insertadas en nuestras mentes, lugar en el que se atrincheran
dispuestas a resistir los ataques de otras, que podrían aceptar de no ser por
nuestra resistencia natural al cambio. Cambiar, en efecto, es un gran esfuerzo,
según parece. Es algo a lo que nos resistimos por más que podamos tener
evidencias clara de lo contrario.
La
lectura del libro de Jean Rostand, "Introducción a la historia de la
biología", publicado en su edición francesa en 1945, ofrece buenos
ejemplos de esta cuestión. Rostand —hijo de Edmond Rostan, el autor del Cyrano,
y de la poetisa Rosemonde Gérard— fue uno de esas personalidades que se echan
de menos en este burdo siglo XXI, lleno de expertos. Fue escritor, biólogo, filósofo y académico.
Además de la ciencia, practicó con éxito la divulgación científica, y desde su
posición intelectual tuvo una actividad intensa en distintos frentes cívicos,
como el movimiento antinuclear. Rostand era una persona que amaba saber y disfrutaba contándolo. La
"Ciencia" y la "Filosofía" no le parecían cosas
incompatibles, sino las dos caras de la misma moneda humana. Lo importante es
pensar, saber y disfrutar con ello. Todo muy alejado de lo que practicamos hoy. Hoy habría sido penalizado por cada una de las cosas en las que se apartara de su perfil profesional, incluida la divulgación.
Rostand
comienza su obra señalando como una "era singularmente fecunda para la historia
del espíritu humano" la mitad del siglo XVII. Son los comienzos del
espíritu crítico que van a caracterizar a Europa o al Occidente frente a las
culturas que se aferran al inmovilismo, a la tradición por encima de cualquier
cambio. Escribe Rostand: "En el terreno científico, se dibuja una reacción
contra la superstición, el prejuicio teológico y el principio de
autoridad" (7). En efecto, estos tres elementos constituyen las barreras,
la gran jaula, en la que la mente queda encerrada para poder desprenderse de su
peso y adquirir la levedad. La falsedad aceptada, la aplicación de unas ideas a
campos indebidos distorsionándolos, y la aceptación de lo dicho por otros como
última palabra han sido lastres en todas las culturas. Y lo siguen siendo si no
se entiende la necesidad de educar en la formación del criterio propio. Estamos viendo hoy sus estragos allí donde se mantienen en pie como tradición o en silencio del hábito.
La
historia de la Biología permite percibir esos efectos a través del freno o de
la incomprensión de las ideas o de los hechos mismos, que son siempre
percibidos desde un filtro establecido por la educación y la cultura en que nos
encontramos sumergidos. Lo sorprendente de la historia de las ciencias no es lo
que se desconoce, sino lo que se afirma
conocer. El gran obstáculo no es el conocimiento sino las verdades que
damos por buenas, asentadas en esos tres tipos de prejuicios —la gran jaula— que nos impiden ver
y nos hacen rechazar los cambios.
Escribe
Rostand refiriéndose al siglo XVII:
En la época de Redi, admitíase sin discusión
que la materia inerte —ya que nunca hubiese vivido, ya que hubiese cesado de
vivir—podía engendrar animales de orden inferior: gusanos, piojos, babosas,
cochinillas, escorpiones, hasta ranas o ratones. Se pensaba que todo lo que
fermenta y se pudre se transforma en un foco de nueva vida; y así, mediante
esta generación espontánea o equívoca, se formaban continuamente una multitud
de seres vivos, acaso tan numerosos como los que debes su existencia a la
generación regular. Se trataba de un prejuicio secular, de un dogma
eminentemente respetable, tanto por su antigüedad como por la fama de los
hombres que daban fe de él. ¿No habían afirmado Aristóteles y Galeno, Plinio y
Lucrecio, todos los físicos y todos los filósofos, cualesquiera que fuesen sus
doctrinas o sus tendencias, tanto los discípulos de Aristóteles como los de
Demócrito, que la vida nace de la podredumbre? ¿No se hablaba en el capítulo
XIV del Libro de los Jueces, de la
Biblia, de abejas engendradas por los despojos de un león muerto? ¿Además, la
observación diaria, casera, podríamos decir, no mostraba la generación
espontánea de los gusanos en la carne corrompida o en el queso fermentado? (8)
La
tradición enseñaba a aceptar lo recibido antes que someterlo a revisión. La
cultura era una estructura venerable desde la que se recibían las respuestas al
repertorio de preguntas habituales. El problema se planteaba —Thomas S. Kuhn lo
estudió como parte del mecanismo de la ciencia— cuando surgían nuevas preguntas
que no tenían respuestas satisfactorias en la tradición. Hacerse preguntas,
además, podía resultar peligroso en la medida en que era un desafío a todo lo
anterior. La perfección estaba en el pasado, de donde se heredaba en forma de
sabiduría. Las respuestas estaban todas allí; se trataba de estudiar con
detenimiento lo recibido.
La
llegada del microscopio y del telescopio hizo que el ojo entrar en conflicto
con la idea. Lo que se veía no encajaba con lo que se sabía. Mirar y
preguntarse después empezó a resultar peligroso para las personas; en otros
casos, llevaba a retorcer las ideas hasta más allá de los límites del absurdo
para encajar la observación sin modificar las teorías aceptadas. El absurdo, la
incongruencia se ampliaba.
Se vieron —escribe Rostand— células mucho antes de estar en condiciones de
comprender lo que era una célula... Por lo tanto, el microscopio planteó
primero más problemas nuevos, que viejos solucionó, y en determinados puntos,
incluso contribuyó a llevar la imaginación hacia callejones sin salida. (10)
Por más
que pueda parecernos un problema superado por la propia ciencia, seguimos
teniendo hoy este problema en diversos grados. Y lo tenemos porque no es un
problema de la "ciencia", sino del ser humano mismo. Un ejemplo lo
tenemos en la crisis económica reciente, cuyos datos se paseaban por delante de
los economistas más prestigiosos sin que estos fueran capaces de interpretarlos
por los bloqueos que ellos mismos habían generado desde la ortodoxia económica.
Como diría Rostand, vieron una crisis
antes de estar en condiciones de comprender lo que era una crisis... Cuando
las interpretaciones de algunos pocos apuntaban al desastre, la teoría oficial, la autoridad (un Alan Greenspan, por ejemplo), etc. se encargaban de
ponerlos en su lugar.
El
espíritu crítico requiere de humildad en el cuestionamiento. Sin embargo,
nuestras culturas castigan el cuestionamiento como una especie de soberbia
luciferina, haciendo caer sobre él todo el peso de la tradición y marcando con el
estigma de la subversión.
La
lucha de la Historia es la de la emancipación del criterio. No es ninguna ley
general; es la versión extendida de la lucha personal de aquellos a los que la
sociedad denigra primero para reconocerles después cuando la razón que les guiaba
se acaba aceptando como verdadera, aunque sea provisionalmente.
Esa
lucha personal se puede dar en muchos ámbitos, públicos y privados, con
reconocimiento o en secreto. Es el combate por lo que se cree frente a lo que
se ha creído y muchos o casi todos todavía creen.
Nos
mantenemos en cambio constante, pero hemos perdido el sentido del control.
Cambia más el mundo, que se transforma, que nosotros mismos que quedamos a
merced de los prejuicios. Tenemos muchos conocimientos pero nos somos capaces
de comprender su alcance, lo que está permitiendo el avance de la ignorancia a
pasos agigantados en nuestras sociedades avanzadas y el triunfo de los
manipuladores. Igualmente posibilita el fortalecimiento de la tradición, que se
presenta como un corpus integrado, con respuestas para unas preguntas preparadas.
¿Por qué adoptan las ideologías tradicionales más violentas personas que viven
en sociedades industriales? Les dan respuestas que entienden, simples;
explicaciones que satisfacen sus expectativas. No necesitan más.
El apego que tenemos a lo que no es verdadero pero nos gusta o nos hemos acostumbrado a creer, junto a la resistencia al cambio, a modificar nuestras ideas, son nuestros peores enemigos. Nos encerramos en grandes jaulas y nos tragamos la llave.
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