Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Es un
hecho indudable que muchos avances tecnológicos, sobre todo los referidos a las
comunicaciones, tienen como objetivo que estemos el día sentados delante de la
pantalla de un ordenador. Trabajamos delante de una pantalla y nos divertimos
delante de una pantalla, ya sea para disfrutar de películas y videojuegos o
para ver la televisión o navegar por internet. Estar sentados produce dinero.
Quizá por eso nos hemos vuelto —los que lo han hecho— más viajeros y se nos
urge a que cojamos maletas y maletines, mochilas y neceseres para hacer ese
turismo programado que comienza con nuestros sueños ante una pantalla. Allí
descubrimos un paisaje precioso, unas costumbres exóticas, y, tras adquirir los
billetes por la misma pantalla, nos adentramos en la realidad, retocada para
que se parezca a la de nuestras pantallas.
Todas
esas tecnologías —"móviles", "portátiles", etc.— nos hacen
estar sentados o, si nos movemos, llevar la oficina y el trabajo puestos, como
si se tratara de un traje en la calle o de un batín en casa. Todas estas cosas
afectan a nuestra forma de vida. Cambiar un canal de televisión a mano,
levantarse a contestar el teléfono, etc., se han vuelto gestos de un pasado
atribuible a la época de las Cruzadas, al menos. Cada vez las cosas vienen más
hacia nosotros y nosotros vamos menos hacia las cosas. Nos dicen que nos hemos
vuelto sedentarios y es verdad. Moverse es más una acción complementaria que la
principal.
Lo que
no se estudia tanto es el efecto perverso de este mundo en las llamadas
películas de acción y especialmente en las series televisivas que se distinguen,
por su presupuesto mayor o menor, en el grado de movilidad que tienen sus
protagonistas. Muchas se ambientan ya en épocas preTIC porque permiten el desarrollo de intrigas que mantengan
alguna tensión. Ahora, por ejemplo, tienen que recurrir a trucos como la rotura
del teléfono móvil o la pérdida de cobertura para que el argumento mantenga
alguna tensión. Cuando hoy se hacen rescates gracias a las llamadas de los
móviles que permiten localizar a personas perdidas o enterradas bajo edificios,
cuando disponemos de GPS para saber dónde estamos, los héroes tienen que
someterse a la humillación de la descarga de sus baterías o a trepar por una ladera
para encontrar cobertura.
Los
teléfonos móviles son tan útiles y están tan a mano que una civilización que
tiene más números que personas, según qué países, tiene que hacer esfuerzos
para conseguir tramas imaginativas. Hoy sería poco natural preparar una trama
como la que hizo Alfred Hitchcock en "Asesinato perfecto" (Dial M for
Murder). Aunque la gente tenga todavía teléfonos fijos muchos son inalámbricos
y no tenemos uno sino varios repartidos por la casa.
Todas
las películas que se han basado en que a la gente le cortan el cable telefónico
para aislarlos y después hacer fechorías, quedan desestimadas. El famoso y
socorrido "¡Han cortado el teléfono!" era un indicador del peligro
que llegaba; ahora es más probable que sea por falta de pago que por
situaciones de violencia en ciernes.
Pero lo
que más afecta es Internet. Eso sí que ha supuesto un duro golpe para las
películas de acción y en especial para las series televisivas. El cine lo
combate a fuerza de explosiones, derrapes y volcados de coches, asteroides que
se acercan peligrosamente, amenazas extraterrestres, etc., busca tramas que se
alejen de la facilidad tecnológica de hoy en día para muchas cosas. Pero la
televisión no tiene esos presupuestos y las facilidades tecnológicas les
suponen un gran ahorro de muchas cosas.
El cine
oriental ha sabido, en cambio, convertir estas tecnologías en demoniacas, por
lo que las ha convertido en el eje narrativo de sus relatos terroríficos. Hay
películas en las que tener un móvil y atender una llamada tiene sus castigo de
ultratumba; pantallas de ordenadores de las que puede salir cualquier cosa o
dentro de la que pueden acabar como te descuides. Han sabido convertir el mundo
cotidiano de las comunicaciones tecnológicas en un infierno del que salen todo
tipo de seres espectrales y niños con cortes de pelo inquietantes y miradas
aviesas. Pero eso es cosa de japoneses y coreanos. Los americanos han hecho sus
remakes, pero no es lo mismo.
Hay
ciertas series que resuelven gran parte de su tiempo delante del ordenador,
pegados al teléfono o, una variante importante, dentro de una sala de
autopsias. ¿Lleva alguien la cuenta de cuántas autopsias vemos a la semana?
¿Hay mayor negación de la movilidad que estar quince minutos por capítulo
hablando delante de un muerto? Cronometren. Luego se pasan otro tanto dándose
los informes y, si no hay otro remedio, salen a la calle, que apenas vemos. Se
han construido, además, unos laboratorios casi circulares por cuyos pasillos se
dedican a dar vueltas sin cesar comunicándose las novedades de lo que han
encontrado en el hígado, el ADN o debajo de las uñas. Ahora no es que los
muertos hablen, como en las películas de ultratumba, sino que son parlanchines
incontenibles de los que los protagonistas llegan a ser meros portavoces.
Sé que
Henry James decía que la acción se encontraba en el interior de las mentes, que
era algo interno, pero era porque le interesaba un cierto tipo de novela que
requería de esos movimientos mentales que salen a la luz gracias a las
conversaciones. Aún así, sus protagonistas al menos viajan de Europa a América
y de América a Europa, según toque.
Pero me
refiero a algunas series que tienen ya en su reparto un papel fijo, el
"informático", los expertos en acceder a todo lo que se les pida (la
mayor parte de las veces de forma ilegal). Basta con decirles con energía
"X, localízame lo que se sabe de Z" o "¡intervén sus llamadas
telefónicas!" o "¡dame el estado de sus cuentas bancarias!" o
"¡Búscame los parientes hasta tres generaciones!", etc. Pasamos otro
tiempo esperando a que otras máquinas nos den sus resultados. Esto ocurre con
los bancos de datos de ADN o de huellas dactilares. La tensión llega muchas
veces por lo que tarda en salir de la maquinita el dato necesario para resolver
el caso.
Entre
forenses e informáticos se nos ha ralentizado la acción de las películas de
acción. En algunas series de televisión llega a ser exasperante, ya que una vez
que has descubierto este sencillo truco narrativo, una vez que has llegado a desautomatizarlo, se te vuelve obsesivo y no puedes dejar de notarlo.
En
ocasiones, un largo texto explicativo se fragmenta entre los diversos
suministradores de datos, que van y vienen trayendo los papeles que han salido
de sus impresoras o, si la serie es muy moderna, con sus tablets en las que
leen para que parezca más natural. "¡Hemos
encontrado que el sospechoso X fue a l guardería con el sospechoso Z!", se
cuentan. Todo está ahí, en la red. Una vez que se lo han contado todo, lo
analizan y se congratulan de lo listos que son y deciden ir a por el
sospechoso. Eso en el mejor de los casos, porque es bastante habitual que
manden a algún acólito a por él o ella y nos los encontremos ya en el tercer
lugar favorito de las series tras las alas de autopsias y los ordenadores: las
salas de interrogatorio.
De
nuevo más aislamiento, más sillas y mesas. Hay actores que ganan peso en el trabajo.
Se convierte en un alarde interpretativo levantarse de golpe y lanzar una silla
para intimidar al interrogado. Entran y salen interrogadores, abogados y todo
el que tenga justificación para estar allí. Se les interroga de dos en dos, en
salas paralelas; más sillas, más mesas. Nos muestran a los personajes sentados
y a los miran tras el espejo y especulan sobre lo que acaban de escuchar.
Los
guionistas trabajan armonizando todo esto, que supone unos grandes ahorros en producción
frente a las series de "exteriores" (también las hay baratas), con
movilidad, que se vea la luz del sol o la de las farolas si es necesario. Ahorran
en varios capítulos de interiores para luego poderse permitir el derroche de salir a interrogar de puerta
en puerta, de encontrar cadáveres en los parques o campos. Pero esto solo se lo
pueden permitir las series de más éxito y más ingresos. A las de tipo medio se
les permite algún ligero paseo por la ciudad llevando un café en la mano o
parar a comprar un "hot dog" o arrinconar a un sospechoso en una
acera, frente a su casa. Pero sin excesos, que luego los de producción se
quejan.
Hay
series en las que esto se llega a hacer insufrible. Han llegado a ser lo que
Gila decía en una de sus celebradas intervenciones, la "radio en
colores": conversaciones interminables, llegadas de datos y más datos (del
censo, de la seguridad social, del FBI, de tráfico...). Se va de sala en sala:
de las autopsias a los ordenadores, de los ordenadores a los interrogatorios y
vuelta a empezar. Se ha trasladado lo que eran aquellas comedias (y son) en las que los personajes entran y salen de una habitación y hablan y hablan, a las series llamadas de acción, en las que va quedando poca.
Hay grandes series y los guionistas saben camuflar muy bien las costuras de los guiones para evitar que se noten demasiado las limitaciones. Pero en otras, los zurcidos cantan estrepitosamente. Es el ingenio y el saber narrativo el que permite superar limitaciones de espacio y presupuesto. Una buena realización puede hacernos olvidar que estamos dando vueltas por el mismo sitio desde hace diez minutos. Pero no siempre es así.
La
serie "Sexo en Nueva York" destacaba porque se pasaban la mitad del
día en la calle y la otra mitad en la cama o hablando de ella. Así es posible
que se montaran tours turísticos por
la ciudad recorriendo los lugares de la serie, sus bares, clubes, restaurantes
y tiendas, para satisfacción de sus fans. Hoy las series sentadas nos enseñarían salas de autopsias, de ordenadores y de
interrogatorios, y poco más. Los fans no tendrían mucho que ver.
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