Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La
edición digital de El País recoge una interesante entrevista de Amelia Castilla
con Paul Preston, el historiador británico, publicada en el Semanal. Creo que,
con buen criterio esta vez, se ha elegido un titular con sentido sobre los
españoles antes que uno meramente llamativo: "En España se ve al que
discrepa como a un enemigo". Cuando le preguntan a Paul Preston si estaría
dispuesto a hacer un retrato genérico de los españoles:
Muchos editores me han pedido que escriba un
libro sobre los españoles y los siete pecados capitales, pero soy incapaz,
quizá por falta de talento o imaginación, lo digo en serio. Encuentro las
mismas cosas buenas y malas en los británicos que en los españoles, con
diferencias periféricas como los gustos de comer y beber, pero en el fondo lo
que realmente cuenta, como el coraje y la lealtad, hay más o menos el mismo
abanico.*
Hace
referencia Preston a aquella moda sacada por Fernando Díaz-Plaja de ir contando
uno a uno los pecados capitales de este país y de algún otro —de USA y posteriormente
de Uruguay, en donde falleció en 2012—. La obra fue un tremendo éxito allá por
1966, cuando se publicó, y los españoles devoraban el análisis de sus pecados
con virtuosa sorpresa. Cuenta Díaz-Plaja en la presentación de su obra:
La impresionante personalidad española —de la
cual se comentan aquí apenas unos matices— asombra a los visitantes y a los
pocos españoles que han meditado sobre ello. En todos causa impacto. Durante
mis viajes he oído muchos juicios sobre nuestro país y yo justificaba,
interiormente, tanto el agrio como el entusiasta. Lo que no podía aceptar era
el comentario indiferente. «Odio lo español», «Adoro lo español», son frases
contradictorias, pero ambas tienen motivos de ser. El oír: «España no está
mal», me desconcertaba porque España es como un licor fuerte que puede deleitar
o repugnar, pero jamás beberse con la indiferencia con que se trasiega un vaso
de agua.
Hace muchos años, en 1951, y estando de paso
en Londres, charlé con un antiguo conocido, F. J. Mayans, que estaba entonces
al frente de la Delegación de Turismo Española en Inglaterra. «¿Por qué no
presentáis el viaje a España como algo único? —le pregunté—. ¿Por qué entre los
carteles que aconsejan ir a Francia la Bella, a Italia la Artista, no colocáis
unos que digan: Sí, pero España ¡es diferente!?»
Años después me ha alegrado ver el lema,
reducido de palabras, pero con idéntica intención, en todas partes. Sigue
siendo cierto. La progresiva unificación del mundo, desde la comida al
espectáculo, desde el traje a la moral, no ha podido destruir el baluarte de
una España distinta.**
El
propio Díaz-Plaja advierte a continuación del cuidado que hay que tener con el
adjetivo "diferente", no vayamos a pensar que significa "mejor".
Por eso, nos decía entonces, era mejor enumerar los pecados antes que las virtudes.
La idea
de Preston, en cambio, es que salvo ciertas diferencias lógicas, como las de la
comida (cualquier británico nota las diferencias con la comida cuando sale al
extranjero), no existen grandes divergencias que justifiquen el
"diferente" y que, si se mira con atención y sentido común, se ven menores.
De hecho, unas cuantas respuestas en la entrevista se dedican a señalar que la
excepción no es tal y que estas cosas pasan en otros lugares.
Viniendo
de alguien que ha dedicado su vida a conocer nuestra historia, no está mal
intentar reducir las diferencias respecto a ese ombliguísmo que nos caracteriza
en muchos aspectos.
Sí
señala Preston dos diferencias. La primera se refiere al gasto: no sé explica
cómo en España mucha gente podía tener el coche que tenía y una segunda
residencia:
¿Qué opina de cómo
hemos ido cambiando? Conocí España en los sesenta, iba en tren a Málaga y el viaje duraba
14 horas. Ahora, por la vejez y la salud, no voy con mucha frecuencia, pero
antes iba cada semana o dos veces al mes. Cuando empezó el gran boom hubo algo
que me chocó; debió de ser a mediados de los noventa cuando reparé en la
cantidad de coches nuevos, gente que en Inglaterra no tendría coche nuevo
porque no tenemos esa obsesión por lo nuevo; su equivalente del mismo nivel en
Inglaterra no tendría un BMW de estreno ni una casa en la playa. Ahora que se
ha colapsado todo, la gente tiene sensación de vivir en la miseria, pero a mí
me extrañó mucho la diferencia entre la España que conocí en los sesenta y esa
España del último Mercedes y la segunda residencia. Muchos españoles me
preguntan si tengo una casa en España y cuando les contesto que no, se
sorprenden. Soy profesor de Universidad y aquí no se paga mucho a los
profesores, no puedo permitirme ese lujo, en serio. Además, no sé si me
gustaría.*
Tiene
razón Preston, pero da igual, porque no se lo reconocerá casi nadie. Solo las
cifras del endeudamiento, público y privado, le darán la razón en esto, pero
son solo detalles. Ya se sabe que para la gente austera y protestante del
norte, los del sur somos manirrotos y despilfarradores, parásitos de sus
dineros ganados de sol a sol, mientras que nosotros el sol lo aprovechamos para
dormir la siesta y atraer turistas. Puede que esta larga crisis en la que tanto
se ha sufrido para pagar las deudas contraídas nos enseñe que no hay que hacer
tanto caso a los que te ofrecen préstamos generosos.
Mucho
más interesante, en cambio, es la respuesta que da cuando se le pregunta sobre
si hemos aprendido algo de la Historia, al menos de la que los historiadores
nos escriben.
Con todo lo que
nos ha pasado y seguimos sin entender que el discrepante tiene algo que decir. En España hay una tendencia a
ver al que discrepa como enemigo y no tanto como persona con quien hay que
debatir. Me considero socialista de izquierdas, pero cuando escribo soy
historiador. Cuando investigué para escribir El holocausto español denunciaba las atrocidades de los dos bandos,
pero a veces noto en la historiografía cómo las tendencias de un lado o de otro
descartan el trabajo de un historiador, tildándolo de izquierdas por muy buena
que sea su investigación o viceversa. Lo percibo incluso con amigos de la
profesión; si digo algo bueno de fulanito, enseguida me sueltan: “Ese es un
fascista”.*
Si
todos los mandamientos se podían resumir en uno, como nos enseñaban, todos los
pecados de los que dio cuenta Díaz-Plaja se podrían resumir en este. Se puede
compartir la gula con otros, incluso la lujuria en grupo puede tener sus
alicientes, pero el señalado por Preston en un mal del que difícilmente nos
libramos y que nos afecta casi en todo. Ese negar el pan y la sal, que señala
el dicho, es uno de nuestros mayores defectos que ahora, en democracia, resulta
injustificable. Es una mentalidad intransigente más propia de dictaduras e
integrismos que de países que buscan la convivencia.
Lo
hemos escrito muchas veces y no dejaremos de hacerlo. El sectarismo que preside
nuestra política no es del siglo XXI por más que los líderes vayan a estilistas
imaginativos, diseñadores creativos y maestros de dicción con experiencia
probada. Por más que se quiten o pongan las corbatas, vayan de pana o franela,
lo que debe caracterizar a nuestros líderes es la voluntad de agrupar
voluntades frente a proyectos que sean capaces de romper barreras y no de
elevarlas permanentemente.
Pero en
España la política lleva esos derroteros desde hace mucho tiempo. Le doy la
razón a Preston en que esto no es solo español, pero sí que hemos dado el
ejemplo negativo de navegar una importantísima crisis separados, discrepando y
enfrentados. Ni las dificultades nos han unidos, sino que han sido aprovechadas
por unos y otros para lanzar sus dardos y recogerlos en el futuro. No, no ha sido un buen ejemplo.
El
ejemplo dado en Alemania, donde es el electorado el que manda, de la formación
de una "gran coalición", el que ha dado Gran Bretaña frente al
separatismo escocés, o el que en ocasiones ha dado Francia para evitar la
llegada de la extrema derecha al poder, brilla por su ausencia aquí. Aquí, ahora que
se habla de la posibilidad de una "gran coalición" para garantizar
estabilidad frente a propuestas "imaginativas" o "rupturistas", los líderes se
dedican a desmentir cualquier posibilidad. Y al que la menciona, le crucifican, siguiendo la idea de Preston. ¿Por qué tanta insistencia en negar lo que es solo una posibilidad que la democracia permite y las circunstancias pueden exigir? El que no se haya dado nunca, ¿significa que nunca se dará? ¿No han compartido anteriormente en los gobiernos autonómicos responsabilidades partidos que hoy no se hablan? ¿No condena esto siempre a una radicalización de las posturas y consecuentemente a una radicalización de los electorados, a los que hay azuzar para que se mantengan enfrentados? La política de la división divide. Es sencillo. Y eso hace perder energía, recursos y tranquilidad a todos.
Cuando
la política de los partidos, de cualquiera, se basa en decir que cuando lleguen al poder
desharán lo hecho por los otros, la política queda reducida a la espera de
turno en la cola de la carnicería, y la realidad a tela de Penélope. Son esos
acuerdos sobre lo importante —la educación, la sanidad, la justicia... — que
nunca llegan y que se les reclama, los que hacen avanzar un país. Pero es difícil abandonar los hábitos que les han llevado a donde están. Por selección política natural, los resultados
son los que tenemos a la vista: una clase política más dada a discutir, negar y
amenazar que a debatir, acordar y avanzar. En algún momento deberían darse cuenta por el bien de todos.
Nos
falta, sí, el arte de discrepar sin estigmatizar a los demás. Sin él, lo que
reina es la demagogia y se desliza uno hacia una política de botellón, carente
de finura y eficacia, simple socialización bárbara, del conmigo o contra mí. No
se escucha porque, aunque en el fuero interno supiésemos que el otro tiene
razón, no debe nadie vernos en la debilidad de darle la razón, pecado
imperdonable, merecedor de la expulsión no del paraíso, sino del infierno
mismo.
Cada
vez que aparece algún "líder" intento mantener la esperanza en que
aporte algo al diálogo de sordos, a la sinfonía cacofónica de nuestra política.
Pero desespero pronto: es otro más formado en la escuela del grito y el
exabrupto, de la descalificación y la sonrisita condescendiente, otro que busca
votos con un hacha.
*
"Paul Preston: “En España se ve al que discrepa como a un enemigo”"
El País Semanal 28/12/2014
http://elpais.com/elpais/2014/12/26/eps/1419623183_843259.html
**
Fernando Díaz-Plaja. El español y los
siete pecados capitales. Círculo de Lectores, Barcelona 1968.
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