Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Recién
llego de una de esas experiencias que se viven de vez en cuando con gran
alegría. Una experiencia que me hace abandonar mi intención inicial, decidida a
media tarde, de dedicarle el texto de hoy a ese señor llamado Jean-Marie Le
Pen, digno pater familias, y a sus
declaraciones de que el problema de la inmigración africana se soluciona con el
Ebola. Si el fascista y futurista Marinetti veía en la guerra una forma de higiene, el racista, xenófobo y —por
conclusión lógica de lo anterior— infame Jean-Marie ve en los virus y epidemias
una forma de arreglar el mundo, el suyo, por supuesto. Pero, después de dos
días tratando de hacer entender que esta gentuza que resurge de las cloacas de
Europa es una responsabilidad de todos, un peligro que se controla votando más
que ellos, con más educación, no pasándoles una, ni en juzgados ni en
comentarios, donde haga falta, decido que hay que mostrar otras cosas y liberar
un poco el espíritu aunque sea por un día, dejarlo que salga de inmundicias que
la fiesta de la democracia destapa.
Me
había pedido mi amiga Marta López-Luaces que interviniera en la presentación de
su novela "Los traductores del viento" en Madrid. La obra ya se ha
presentado en Estados Unidos, en Nueva York, lugar en donde ella reside y
trabaja como profesora en la Universidad de MontClair, además de sus tareas
editoriales y literarias como poeta.
Es un
ritual que con la llegada de mayo nos encontremos y charlemos, con paseos por
la Feria del Libro de Madrid o en cualquier terraza, de lo que el año nos ha
deparado. Marta, gallega, buena poeta, viene casi todos los mayos sin falta y
siempre con alguna novedad literaria en cartera. Cuando no es un número de la
revista Galerna, de la que es
editora, es por alguna obra suya que se presenta.
Cuando
no le toca novedad a ella, le toca a otra estupenda poeta, Mercedes Roffé, argentina,
que también forma parte de este núcleo, conspiratorio y poético, que solemos
reunir cuando llega mayo. A ella le toca presentación de nuevo libro este
próximo viernes y yo ya me lo he traído firmado por temor a que el viernes me
pille con compromisos y me pierda la cita. Regresé de madrugada leyendo algunos
versos en el autobús de vuelta a casa y constaté que continúa el pulso poético
bien firme.
Creo
que a todos nos presentó nuestro querido Nacho Fernández, un personaje clave en
la parte subterránea del Guadiana literario español y, a la sazón, mi editor
literario. Nos une un libro de relatos, por ahí perdido, algo que siempre le
agradeceré y con el que disfrutamos de aventuras. Hemos participado en las más
insólitas, que Nacho suele atraer con extraño y fantástico magnetismo. Algún
día Nacho Fernández tendrá el biógrafo que se merece por tanta aventura como ha
vivido y ha hecho vivir, una auténtica máquina de promover proyectos literarios.
En el XIX habría protagonizado La Bohème
y en el siglo XXII un remake de El
fantasma del Paraíso. Entre las muchas cosas buenas que ha hecho está
presentarnos a Marta, Mercedes, a mi querida Marta Sanuy, y a mí en alguna
tarde visionaria en la que seguro tratábamos de activar algún plan para
conseguir que el mundo leyera cosas más sustanciosas.
Nacho Fernández |
El
lugar elegido para la presentación de la obra de Marta ya merecía la pena. La
librería del Centro de Arte Moderno, en la calle Galileo, un local múltiple:
una reunión asombrosa de libros de literatura hispanoamericana (con primeras
ediciones en los anaqueles); un museo del "autor" con pequeñas
vitrinas con objetos pertenecientes a escritores —lámparas, cuartillas,
carnets... y en el caso de Marta, que tiene su vitrina, una máscara veneciana
que les donó—. Tuvimos que esperar un rato, porque en el sótano, que es galería
con exposición de grabados, se estaba presentando otro libro, y los salientes
nos saludamos con los entrantes en una escena que a Luis García Berlanga le
hubiera gustado rodar.
Entrar
en esta librería era entrar en otro mundo, incluso para librerías, que se está
estropeando mucho este mundillo. Saludabas a una señora que te presentaban como
la viuda de Julio Cortázar y cuando pensabas que ya habían terminado las sorpresas,
te presentaban a otra señora que resultaba ser la viuda de Mario Benedetti, al
que le tenían dedicado, creo, el mes en la librería. En fin, un lugar en el que
parecía que se vivía soñando, rodeado de libros, de recuerdos de figuras
literarias, como Borges, cuyos objetos estaban allí encapsulados en sus
vitrinas, rodeado, en fin, de viudas de autores. Era la librería más completa
del universo.
Lo que
tenía que empezar a las ocho empezó con casi media hora de retraso. No lo digo
como un reproche sino, al contrario, como una muestra del interés de los que
estaban abajo, en el sótano presentado su libro y debatiendo sobre lo que
fuera, que ya se sabe cómo acaban estas cosas. Si hubiéramos ido nosotros
antes, hubiera sido peor probablemente.
Nos
colocaron una cámara delante y yo leí unas hojas —como me había pedido la
autora— sobre mi experiencia de la novela. Después, Marta leyó página y media,
el inicio de su obra, con la descripción de la fundación de la ficticia ciudad
de Henoc, lugar simbólico, construido con todos los parias y apátridas de la
tierra; era el mundo de los traductores del viento, un lugar con poco espacio
para la cultura, embrutecido, en el que se cuidan los libros en peligro de
extinción.
Merecedes Roffé |
Tras
ello, comenzó un animado debate sobre lo que habíamos dicho y lo que el público
quería saber. Entre los asistentes estaba un antiguo alumno de Marta,
convertido hoy en profesor de Instituto, al que acompañaban unos cuantos antiguos
alumnos suyos, formando esas cadenas de devociones en la que los profesores
logran enganchar a los alumnos que comparten su entusiasmo por las materias que
les transmitieron, en este caso el amor por la Literatura.
Es
gratificante ver que lo que más perdura en la enseñanza es lo que se enseña con
entusiasmo. Hay cosas que nos enganchan por lo que son, pero también por la
forma en que se nos hizo llegar a ellas. En esos casos, el vínculo que
establece entre los que ofrecen y los que lo reciben tiende a durar en el
tiempo y en la distancia, más allá de las clases. Comprendemos lo que debemos a
quien nos ha introducido en el olvidado arte de amar aquello que puede darnos
satisfacciones inagotables, ayudarnos a superar la fealdad, la maldad y el
aburrimiento, como por ejemplo me ha hecho olvidarme durante dos horas de la
indignación causada por el señor Le Pen y su familia.
Almudena Solana |
Pero
este acto que se presentaba un poco mágico, acabó de serlo cuando me permitió
entrever —me tapaba la cámara instalada en línea— un rostro familiar, el de la
periodista y escritora Almudena Solana a la que hacía —hicimos el cálculo—
treinta años que no veía. ¡La alegría fue tan grande! Nos conocimos en la
facultad. Una sobrina de Torrente Ballester, Paloma, y yo —alumnos de tercero
por entonces— nos habíamos dirigido a nuestra profesora de Literatura del año
anterior, María Dolores de Asís, para proponerle la creación de una revista literaria,
empresa que ella aceptó encantada y pusimos en marcha.
El pobrecito hablador, nº 2 diciembre 1983 |
Resucitamos en nuestra
osadía El pobrecito hablador, pues
Larra es el santo patrón de los periodistas con veleidades literarias, y así
debe ser. Allí, además de Paloma, Almudena y yo, estaba Ángela Rodicio,
encargada de "estudios", de la que siempre me acuerdo cada vez que
veo mi ABC de la Lectura, de Ezra
Pound, pues se lo presté para que hiciera su artículo. Estaban también Javier
Rivas, como encargado de Crítica y Pilar Ambrona, responsable de "entrevistas",
que las hubo con Cela o Miguel Narros, por ejemplo. Se echan de menos
estudiantes que escriban sobre Pound, algo que nos parecía bastante natural
entonces —¿quién no sabía quién era
Pound?— o sobre Milosz. Quizás éramos raros y no lo sabíamos.
Nos ha
causado mucha alegría el reencuentro después de tanto, tanto tiempo. Pero los
recuerdos de aquella aventura literaria nos han mantenido próximos en lo fresco
de estos recuerdos. Me dice que su marido, que también formaba parte de aquella
aventura junto a ella, ha conservado los números de la revista que sacamos y le
ha entrado el gusanillo de verlos. Yo no tengo que ir muy lejos ni buscar mucho.
Los tengo aquí mismo, como fantasmas palpables. Y los saco para tocarlos y
pasar sus hojas y ver cómo los nombres olvidados traen caras y momentos. Pura
artesanía e ilusión. Me vienen las imágenes de nuestras juntas de redacción
para ver los materiales para los artículos y entrevistas, las críticas de cine
y teatro. Son odiseas que no se olvidan nunca y que tratas de animar a los
alumnos actuales, pero no es tan sencillo. Puede que nunca lo fuera, pero era
posible hacer eso, como fue posible montar con alumnos un par de años después
obras como Las criadas, de Genet, o Los peces rojos, de Jean Anouilh o
grabar La importancia de llamarse Ernesto
en el estudio de radio de la facultad.
Me
imagino que todos acumulamos experiencias y recuerdos de este tipo. Al salir,
casi las once de la noche (la librería era atípica hasta para eso), quedamos en
esta inexplicablemente fría noche madrileña hablando sobre qué ocurre con la
motivación con los estudiantes de Filología y se quejaban pero todos señalaban
que habían ido a la Facultad de Filología por el profesor que les había metido
el amor por la buena lectura en sus clases de instituto, a cuya llamada habían
acudido.
Yo
disfruté mucho con actividades como estas, como alumno y después como profesor
que trataba de organizarlas. Pero hay un punto en que estas aventuras paralelas
a las clase se quebraron en que ya no encontrabas las mismas respuestas y que
probablemente tenga que ver con cambios más profundos en las mentalidades generales.
Hay otras actitudes, otras exigencias.
Todas
estas cosas maravillosas ocurridas en dos horas —hablar de libros, de literatura,
encontrarte con gente que disfruta igual de las obras, compartir experiencias
lectoras, recomendar y ser recomendado en las lecturas— y el reencuentro con
los amigos y con los amigos de los amigos. Descubres que al final, pasados
tantos años, la gente se hay agrupando, como afinidades electivas, y que en una
presentación de un libro confluyen distintas líneas de tu vida, que hay
elementos que se juntan sin tú saberlo pero que solo es cuestión de tiempo que
se unan.
Me
disculparán esta expansión casi proustiana pero mi intención no es otra que
celebrar los reencuentros de personas que han compartido ilusiones. Marta,
Mercedes, Nacho, ahora Almudena... son personas entusiastas que creen en el
valor de lo que hacen contra viento y marea, contra el Espíritu de la Historia o
lo que haga falta. Siempre me subo a las aventuras de los amigos y algunos se
suben a las mías. En este mundo tan extraño que estamos haciendo, es lo que
merece la pena, juntar locos, entusiastas de algo que hace que se reúnan en un sótano-galería,
de una librería insólita, rodeados de objetos pertenecientes a escritores, de
Borges a Múgica, llenos sus estantes de interesantes libros —descatalogados la
mayor parte—, con viudas de ilustres escritores departiendo con el librero y
los visitantes. Regresé contento y no podía dejar de contarlo.
Todos
estos recuerdos maravillosos y encuentros gratificantes son los que te permiten
olvidar que hay gente en el mundo a la que le gustaría que los virus asolaran
la parte del mundo que les molesta. Probablemente ha leído poco y mal. Y sus
amigos son locos de otro tipo, mucho más peligrosos.
Centro de Arte Moderno, c/ Galileo 52 |
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