sábado, 10 de diciembre de 2011

La isla de las buenas maneras


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Leo el reportaje del diario El País titulado “Papá es un ‘hooligan’”* y me trae recuerdos de diez años atrás, de cuando llevaba a mi hijo, en sábados como hoy, a jugar sus partidos de fútbol a los campos situados en el otro extremo de la población, atravesando nuestro asilvestrado parque, con sus bancos de niebla, sacudiéndonos el frío matinal.
El País analiza el comportamiento agresivo de los padres como uno de los factores de la violencia en los campos. No puedo, a la vista de mi propia experiencia, sino estar en la idea principal. He visto árbitros parar partidos con niños de diez años y dirigirse a los padres y decirles “¡No les da vergüenza!”; he escuchado a padres amenazar a sus hijos cono dejarles sin comer u otras lindezas por fallar un penalti; les he visto gritar pidiendo que le rompan una pierna a un delantero, ¡que no pase! Sí, he visto a chicos abochornados, atemorizados por las peticiones de padres desde la banda. No era algo nuevo para mí, pues en mi época deportiva experimentaba lo mismo —no por mi familia,  a la que tenía prohibido asistir a cualquier acto deportivo en el que yo interviniera—, porque había experimentado ya esa sensación de vergüenza ajena que siente el que es capaz de sentirla. No todos tienen esa maldición.

Los psicólogos han especulado según la moda de la época. Primero tiraron por la cuestión freudiana y la figura del padre; pasaron a entender que esa presión sobre los hijos era el reflejo de la frustración personal que les empujaba, que querían que sus hijos llegaran donde ellos no habían llegado. Después cogieron la senda de la psicología social y trataron de explicarlo como un reflejo del sistema social y sus exigencias competitivas.
No dudo de que la explicación esté entre todas estas teorías, que, por otro lado, no son excluyentes. El deporte casa bien con la Psicología y la Sociología y, además, permite por su tema algo más de atención porque nuestra sociedad —la española— vive una sobredosis de deporte y de simbolismo deportivo.
Pero no creo que sea el deporte el causante sino una muestra más de la forma agresiva en que la sociedad española ha ido evolucionando en las últimas décadas. Esa agresividad se ha convertido en un rasgo que se traduce en las pérdidas de las maneras sociales, en suma, en mala educación. El “mal educado” no es solo el que está mal educado, sino aquel que hace exhibición de ello. Hay un fondo de brutalidad que emerge en la forma de tratar a los demás que los españoles hemos elevado al rango de normalidad.


“No sé qué pasa hoy con la gente, ¡vienen con una agresividad!”, me comentaba ayer por la tarde una de las encantadoras taquilleras del cine de mi pueblo. Evidentemente, siempre se escucha más al que grita que a los que están callados. Pero los que gritan son cada vez más y lo hacen más alto. Creo que muchos tendremos la experiencia diaria de tener delante de los ojos espectáculos de comportamiento bochornoso, momentos en los que nos gustaría coger una maleta y desaparecer del mapa, perdernos en una isla.

Hace un par de años, en un lugar en donde comía de vez en cuando, tuve que recurrir a la tarjeta y, por tanto, enseñé mi carné de identidad. La camarera, una joven extranjera, me dijo algo que me dejó bastante apesadumbrado: “—Señor, pensé que era usted extranjero porque es usted amable”. Le dije: “—Le doy las gracias en lo personal y le pido disculpas por lo nacional.” Me sentí bastante avergonzado por lo que aquellas palabras implicaban. Sus clientes no son gente sin educación. La cafetería está situada junto a un parque tecnológico y en el edificio hay caros gimnasios y spas.
Por eso no creo que sea solo un asunto deportivo. Allí se manifiesta con más libertad porque es un escenario en el que hemos decidido prescindir de las formas. Vale todo. Por eso se valoran tanto —los que las valoran— las formas educadas de algunos deportistas que han decidido no contribuir al juego de la grosería y la agresividad (Del Bosque —del que un amigo argentino me preguntaba si no tenía sangre en las venas—, Rafael Nadal o Pau Gasol, entre otros muchos nombres, son ejemplos positivos y son conscientes de ello).

Nuestra agresividad tiene un origen múltiple y complejo. Deberíamos preguntarnos más —y hacer algo— sobre cómo combatir esa epidemia de malas maneras, de desprecio e intransigencia que vemos en muchos momentos, a lo largo del día, en muy diversos escenarios. Es como una energía negativa que nos rodeara y que nos hace ser despectivos y altaneros, sobrados, y así se percibe inmediatamente. Quizá estemos rodeados de malos ejemplos y peores influencias. Hemos perdido el arte de la sutileza y nos hemos lanzado de cabeza al tremendismo, al blanco y negro del grabado goyesco. La agresividad es el disfraz violento de la ignorancia. A falta de razones, se recurre a la burla, al desprecio. No son más que señales de ignorancia, de debilidad, de una falsa filosofía del éxito que te hace escupir desde tu pobre cima particular. Tratando mal, despectivamente, te sientes importante.


El interminable partido de tenis que este país vive entre la escuela y la familia como responsables educadores es un debate estéril. Las familias pagan lo que ocurre en las escuelas y las escuelas pagan lo que viven en las familias. Todo es reflejo social. El hecho cierto es que va a más y los maleducados son, cuando les toca, educadores, semillero del mal ejemplo. Hablamos de “familias” y “escuelas” como si fueran algo distinto del resto del país y, no, son lo mismo, los mismos perros con distintos collares verbales. Somos todos. Antes se pensaba que las instituciones —el deporte, el parlamento, la escuela…— eran lugares de socialización en lo mejor de las maneras, lugares de desasnarse. Hoy siguen siendo lugares de socialización, pero muchas veces de lo peor. No se aprende lo bueno.

 A este mal ejemplo contribuyen políticos, comunicadores, deportistas, empresarios, trabajadores, profesores..., contribuimos todos. Y, entre otros, son: todos los que levantan la voz, todos los que desprecian a los demás, todos los que buscan el aplauso fácil haciendo demagogia, todos los que elevan lo nimio a drama, todos los que siempre tienen razón, todos los que piensan que los demás nunca la tienen, todos los que creen que el dinero es la tarjeta de visita, todos los que creen que el cliente siempre tiene razón, todos los que creen que el que paga manda, todos los que piensan que hubiese llegado antes, todos los que piensan que se joda, todos los que hablan primero y piensan después, todos los que solo hablan, todos los que miran para otro lado, todos los que piensan que no es cosa suya, todos los que piensan que espere, los que dicen que se aparte él… En fin, todas esas fórmulas, situaciones y maneras con la que nos encontramos cada día, a cada paso, en cualquier lugar.
No se avergüence de ser educado y parecer débil. Ser educado no es ser antiguo. Piense que el futuro es suyo, aunque sea en otro lado. Además de la risa, existe la sonrisa. La risa es contagiosa; la sonrisa, no. Requiere inteligencia. Y esa, desgraciadamente, no se contagia. Si ser amable le convierte en Robinson, disfrute de su isla.


* “Papá es un ‘hooligan’” El País 10/12/2011 http://www.elpais.com/articulo/sociedad/Papa/hooligan/elpepusoc/20111210elpepisoc_1/Tes



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