Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El entusiasmo de los alumnos es el alimento del profesor. La maldita máquina en que hemos convertido el sistema educativo, un sistema de recompensas y castigos, está matando la ilusión de aprender sustituyéndola por el deseo codicioso de rentabilizar lo aprendido. Pretendemos convencerles de las bondades de nuestras materias prometiéndoles futuros beneficios y rentabilidades de sus inversiones. Somos vendedores de seguros culturales.
Por eso cuando recibí una llamada rápida de mi amiga por si quería darles una clase improvisada a los alumnos de cuarto, dije que sí y me fui al edificio exterior. Cruzamos la avenida con alto riesgo y llegamos al aula en la que esperaban sesenta o setenta alumnos que tenían la curiosidad de recibir aquel día a un profesor extranjero. Algunos habían estado en la clase que había dado anteriormente y me sonreían diciendo, bueno, aquí estamos otra vez.
A mi pregunta de sobre qué debía hablar, me respondieron: explica para qué sirve todo esto. Probablemente sea esa la pregunta más difícil en una gran cantidad de materias, la que más veces se piensa y la que menos veces se responde. ¿Para qué sirve la Literatura, la Filosofía, las Artes…? Parecemos esas personas que echan a andar y de repente se paran y se preguntan a dónde iban. La pregunta sobre el sentido es una pregunta que solo se hace cuando se ha matado la vocación, palabra que ha desaparecido del vocabulario docente, que suena cursi y a seminario o a ¡vaya usted a saber!
No deja de ser trágico que no lleguemos a encontrar sentido a mucho de lo que hacemos o si quiera a por qué lo hacemos. Mientras que hay disciplinas que se justifican por las ganancias que nos reportan, otras no logran remontar los rápidos voraces de la vida. La idea de vocación, de hacer algo o sacrificarse por la mera satisfacción del placer que nos causa, la idea de compromiso propio o con los demás por encima de cualquier otra circunstancia pasó a mejor vida. Muchos eligen, carentes de vocación, aquellas profesiones, actividades, etc. que les traen mayores probabilidades de ingresos y fama.
Aquel que tiene la suerte de poder hacer su trabajo con ilusión se merece ser feliz con él y disfrutar y contagiar su alegría a los otros. Casi nadie lo entiende, porque odiamos el trabajo y lo hemos convertido en una enfermedad cruel, individual y social.
En el sistema educativo se paga especialmente esta desidia porque si hay algo que necesita de vocación es la enseñanza. Hemos cercado la profesión acusándola de ejercerse por aquellos que no tienen una opción mejor. Como castigo, le hemos robado aquello que siempre había sido la garantía de su valor vocacional: el digno derecho a no hacerse rico. Convertida en una actividad en la que no se gana dinero, se respetaba al buen maestro porque se le concedía el verdadero amor a su profesión. Desde los años ochenta, recuerdo haber escuchado los términos invertidos, condenándola a ser desprestigiada por lo mismo por lo que antes era respetada: porque no se ganaba dinero, porque quien la ejercía estaba allí porque amaba su profesión, es decir, transmitir a otros lo poco o mucho que supiera con la honestidad sincera.
No tiene nada de particular que la gente se pregunté para qué sirven las cosas cuya apariencia primera es la de la inutilidad o no se realizan en función de su rentabilidad, sino de la satisfacción, que es algo muy diferente.
No sé si aquellos alumnos cairotas que me seguían con la mirada mientras me movía arriba y abajo por el aula durante las casi dos horas siguientes, quedaron convencidos de algo. Sí pude ver en los ojos de algunos el brillo del reconocimiento de que alguna de las cosas que yo les contaba las habían sentido durante un instante, en algún momento de su vida.
Hay actividades cuyos beneficios no son materiales ni visibles directamente, pero cuya intensidad y satisfacción llegan desde el interior. El camino que eligieron no debe ser mejor porque alguien se lo diga, sino que deben buscar las evidencias en las satisfacciones que les produzca comprender y transmitir a los demás su conocimiento con pasión, la que les traiga el placer altruista de compartir contra viento y marea, contra el desprecio de algunos y la indiferencia de otros, todo aquello que ellos aman. La educación es uno de esos campos que necesitan del amor, y solo se puede ejercer así si se tiene el compromiso de crear un futuro para los que tienes delante. La educación debe ser futuro, provocar cada día el deseo de un mundo más allá del aula.
Hay materias cuya justificación está en su utilidad, sí, pero hay otras que en cambio, solo se justifican en el entusiasmo que provocan en quien las transmite y logran contagiar a quien las recibe. Así que, si te gusta lo que enseñas, no temas que te tomen por loco cuando te vean explicar con gran entusiasmo algo que nadie acaba de entender para qué sirve. No importa lo que les digas, pero ellos valorarán esa locura que te posee y tú intentas transmitirles. Que vean que tienes vocación, que amas lo que haces. Y aprenderán a amarlo contigo.
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