Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El pueblo egipcio sigue cuestionando el papel que las Fuerzas Armadas están tomando en la dirección de la revolución. Este sigue siendo, en gran medida, con algunos artículos de la Constitución cambiados, el régimen de Mubarak, por más que Mubarak esté en la cárcel, junto con sus hijos y muchos de sus ministros. El pulpo se cortó un brazo. Quedan otros muchos.
La situación egipcia se complica con un Ejército que no renuncia a retirar las atribuciones que la ley de excepción les concede. Los militares se mantienen tras ella evitando cualquier tipo de crítica que pudiera dañarles. El que protesta o incumple las estrictas medidas, se encuentra frente a un tribunal militar. Es una forma de intimidación permanente característica de los regímenes que mantienen una parte de su pasado en pie, resistiendo el asedio de la democratización.
Los egipcios han salido otra vez a manifestarse por la recuperación de una revolución que ha sido exclusivamente suya, ante la actitud del propio Ejército que se mantuvo en una “neutralidad” anómala, que podríamos calificar como “expectante”. Podía haber superado esa etapa y avanzando nítidamente en el camino de la democracia, pero no es ese el camino que ha elegido.
El pueblo va por delante de su Ejército. La variedad de ideas que en este momento están sobre el tapete político en Egipto no tiene nada que ver con un Ejército que ha demostrado ser opaco en política y cuya única función hasta el momento es regular la velocidad de escape de la tierra de Mubarak. La velocidad de escape es la necesaria para poder abandonar el suelo y salir de la atmósfera. El suelo de la dictadura sigue atrayendo con demasiada intensidad a las fuerzas de transformación democrática.
Al haber realizado una simple sustitución en los puestos, pero no un cambio de régimen, la sociedad se desespera porque se temen una cacicada electoral en la que las fuerzas del antiguo régimen reciban un bautismo democrático que las haga volver a tomar el poder o, al menos, ocupar una parte importante de él, aliándose con otras fuerzas que no tengan interés en que prospere una democracia real. Por eso los egipcios se desesperan y vuelven a Tahrir, lugar que no han abandonado como muestra de su determinación.
Las concentraciones siguen la Plaza Tahrir |
Pero hay otro debate social importante. La cuestión del equilibrio entre lo religioso y lo laico en un sistema democrático es complicada cuando lo religioso pretende controlar la vida y los derechos de todos. Ya al comienzo de la revolución tuvimos ocasión de comentar los focos de modernización que se estaban produciendo en el seno de estos grupos, sobre todo por los más jóvenes [ver entrada].
El debate verdadero es el que lleva a la transformación del Islam hacia una modernidad en la que encontrar su propio lugar. Este debate ha sido soslayado mediante imposiciones violentas permanentes de los que han prohibido la religión o los que han condenado el laicismo. La realidad de la religiosidad es un hecho que se ve perjudicado por la forma autoritaria que asume en muchos momentos y lugares. Hacen falta pensadores, más allá de los políticos, que den forma a los problemas, que los expresen para ir cambiando las mentalidades, para ir introduciendo los debates profundos a través de los discursos filosóficos, artísticos, científicos, etc. Son necesarios, urgentemente necesarios.
The New York Times finaliza un interesante artículo* sobre los conflictos que se están produciendo en el interior de los partidos religiosos en los países árabes con la pregunta de un joven salafista egipcio de 26 años: “We as Islamists are the majority. Why do they want to impose on us the views of the minorities — the liberals and the secularists? That’s all I want to know.”
Las largas noches de la revolución en Tahrir |
La respuesta es sencilla si se quiere entender. La democracia no es una cuestión exclusivamente de número, sino de voluntad de acuerdo. Por encima de los números, es decir, de la voluntad de las mayorías y minorías, está el fondo de los Derechos Humanos que son universales y sirven como garantía de lo saludable o no de las decisiones que democráticamente se puedan tomar. Los que creen que la democracia es una cuestión exclusivamente de votaciones y resultados, no hacen sino pervertir su esencia y finalidad, que es el acuerdo social, la convivencia. De no hacerse así no se tiene una democracia sino una dictadura de la mayoría.
El mundo musulmán tiene hoy modelos hacia los que dirigirse y de ahí el papel que Turquía está jugando frente a otros modelos peligrosos. Los latigazos de los que se ha librado, por indulto real, una mujer conductora en Arabia Saudí, deberían ser la muestra sencilla y evidente de lo que ocurre cuando un país eleva a ley la irracionalidad que le aleja de su propio futuro.
Este es el gran debate en el mundo árabe emergente. Por encima de los partidos, está su deseo de entrar en su propia modernidad, una modernidad confluyente con un mundo global, o si se prefiere seguir malviviendo sus propias contradicciones y haciendo víctima de ellas a sus pueblos. Ese es el debate verdadero y necesario, que debe ser abordado por su propia ciudadanía.
Las democracias no son sistemas perfectos porque son humanos y sirven para dirimir lo humano. No existe la democracia divina, porque en el momento en el que alguien habla en nombre de Dios hace callarse a los demás. Diferenciar la voz de Dios de la voz de los hombres religiosos es importante; es distinguir la teocracia de un gobierno que puede tener un mayor o menor grado de sentido religioso. La religiosidad de las personas no debe ser excluida, pero tampoco excluyente. La religiosidad no puede ser cuestión de latigazos.
El debate precipitado sobre la democracia debería apoyarse más en el debate previo sobre los fundamentos sobre los que esa democracia se construye. Es la única forma de construir hacia delante, con solidez, y no seguir en esta historia quebrada, permanentemente interrumpida, sin continuidad de muchos de estos países, hundidos en una indefinición escondida tras los gritos autoritarios de unos y otros.
Campaña de apoyo a la conductora saudí Manal al-Sherif |
El debate precipitado sobre la democracia debería apoyarse más en el debate previo sobre los fundamentos sobre los que esa democracia se construye. Es la única forma de construir hacia delante, con solidez, y no seguir en esta historia quebrada, permanentemente interrumpida, sin continuidad de muchos de estos países, hundidos en una indefinición escondida tras los gritos autoritarios de unos y otros.
La nueva generación, que ha liderado las revoluciones en estos países, tiene la responsabilidad de asumir esa voluntad de cambio, esa determinación mostrada para construirse un futuro a su medida, un futuro hacia delante, de progreso y profundización en sus propias raíces, en su herencia. Esta herencia necesita ser pensada y adecuada a sus propias necesidades. Los pueblos que son guiados desde su pasado cercenan su propio futuro, guiados por fantasmas hasta un abismo de indefinición. Tiene que pensar en que las voces que salgan por sus gargantas sean las suyas y no convertirse, una vez más, en los títeres sin voluntad excluidos de la posibilidad de escribir la historia, condenados a la repetición de los errores de las generaciones anteriores.
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