Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Nuestra
mente ahora está repleta de conflictos: una guerra, un drama humanitario, una
pandemia, la inflación galopante, la subida de la luz, la gasolina y el gas, conflictos
políticos internos, violencia de género... Cada decisión se convierte en un
momento traumático: encender la luz, usar el gas, poner una lavadora, llenar el
depósito, cuántas botellas de aceite comprar, dónde ponerse o quitarse la
mascarilla... Cada vez que encendemos la televisión, entramos en una web de
noticias o abrimos un periódico nos asaltan imágenes de dolor, de destrucción. Fotos,
entrevistas, reportajes... nos traen las desgracias y nos presionan por el lado
emocional como forma de competir por nuestra atención.
La función de la información, desde luego, no es hacernos felices, pero surge la pregunta de cuánta tensión somos capaces de soportar sin que estallemos, sin que muchos se vengan abajo o canalicen dolor, frustración, ira... hacia ellos mismos, su entorno inmediato o se desahoguen de alguna forma para evitar reventar ante tal avalancha de informaciones. Comenzar el día con bombardeos, muertos y crímenes puede ser estar a la última, pero también produce una sensación de agobio que no nos abandonará en el día. Miramos las noticias con la esperanza de que haya alguna buena, pero cerramos los noticiarios con la sensación de que todo va a peor.
Titulares
como "¿Qué es y cómo atacan los hackers mediante el 'phishing'? ¿Tenemos
que estar preocupados?" o "¿Hay peligro nuclear tras el apagón de
Chernóbil?" —ambos interrogantes son de Antena 3— entre otros de este
tipo, nos hacen sentir bajo amenaza en todos los órdenes, del robo de las
cuentas de internet y que nos vacíen las cuentas bancarias al desastre nuclear.
En medio estamos nosotros.
Puede que solo los rusos que se creen la propaganda de Putin y de los medios oficiales sean llevados hacia una hipotética victoria que mantenga en estado de euforia a muchos de sus ciudadanos, pero para casi el resto del planeta el panorama es bastante oscuro, con amenazas de guerra y el peligro nuclear en el límite.
Puede
que las noticias tengan cada una su propia sección, sus páginas específicas,
pero la cabeza no funciona así. No existen barreras y toda preocupación se
encadena a las otras reforzándose unas a otras. Pandemia, inflación, caída del
comercio y la actividad turística, aumento del precio de la energía y los
costes de casi todo... mezclándose en nuestra cabeza, metido a presión, sin un
segundo de respiro o desahogo.
No es
casual que la "salud mental" haya pasado a primer término y
convertirse en otra (otra más) preocupación real. Nos lo han contado del mismo personal sanitario enfrentado cada día al esfuerzo, al abatimiento, a la incomprensión institucional, a la violencia en los hospitales, donde estalla el dolor y la ira reprimidos. Podrían analizarse muchos otros sectores llevados al límite en estos últimos años.
En RTVE.es nos hablan de la salud mental de los jóvenes, de que es un momento crucial en sus vidas y que no perciben un entorno de esperanza, sino un futuro muy negro. El reportaje lo han grabado a las puertas de mi facultad, son alumnos que mañana serán informadores. La psicóloga que comenta los casos dice que sus treinta colegas en su trabajo están desbordados por las llegadas a las consultas de personas que no aguantan más.
Como
profesor me encuentro con mucho desánimo y presión entre los alumnos con los
que hablo. El sistema educativo es también una forma de presión sobre ellos
porque todo se acaba volcando en el aula, todo aquello que llega del mundo, de
las familias, de los entornos laborales. Tanto los profesores como los alumnos
viven en unos espacios en los que la presión aumenta cada vez más, de la
situación laboral a los exámenes decisivos. No se enseña a buscar fórmulas de
escape a toda estas tensiones generadas dentro del sistema.
Hay
algo claro, todo esto tiene una repercusión interna y un espacio y situaciones
en los que estalla. Lo hace de formas diferentes y allí donde se lo puede
permitir. El poderoso estalla sobre el débil. La brutalidad que estamos viendo,
semana tras semana, en entornos de jóvenes, el ensañamiento en las peleas, son
formas de dejar salir una ira que se acumula día tras día. ¿Recordamos aquello
de los "jóvenes airados", los "young angry men", de los
"rebeldes sin causa", etc. de la posguerra mundial?
Tras dos años encerrados o limitados, sometidos a los peligros de contagios, a las muertes de familiares y amigos, a la pérdida de los mecanismos habituales de desahogo de una sociedad, nos llega la guerra, con las imágenes de destrucción y dolor que nos impactan. Lo hacen en unas mentes ya cansadas, agotadas por el estrés. Las cadenas de televisión han programado las viejas películas sobre epidemias en un ejemplo de oportunismo y falta de sentido común. De igual forma se recurre a los más burdos trucos emocionales para contarnos lo que ocurre. La competencia seguirá aunque no quede nadie para ver lo que se nos ofrece.
La guerras
anteriores no han tenido un ecosistema informativo tan presionante como el que
tenemos ahora, que hace vivir intensamente todo lo que ocurre en cada rincón
del globo... cuando interesa. Nuestra sociedad ya estaba estresada previamente
porque hemos institucionalizado ciertas formas de solidaridad, pero hay un enorme
estado de ansiedad porque la competencia nos abruma. Los mensajes diciendo que
nuestros hijos vivirán peor que nosotros, que la vida se ha degradado se asumen
con una espantosa normalidad, como un destino inexorable, pero no es otra cosa
que el mal reparto del mundo, del crecimiento de la desigualdad y del mirar a
otra parte.
Nos equivocamos si pensamos que esto está afectando solo a los jóvenes, como parecen decirnos. Lo que ocurre en la infancia y juventud se lleva en la mochila el resto de la vida.
Debemos
preocuparnos por lo que ocurre, pandemias y guerras, pero también debemos
buscar vías de salida a las emociones que estamos viviendo cada día allí donde
podamos hacerlo, como en el sistema educativo, que se ha vuelto exigente, mecánico
y burocrático. De no hacerlo, la presión acaba estallando allí donde se lo
puede permitir.
Hablas cada día con la gente y, poco a poco, va saliendo esa ansiedad insatisfecha que escondemos como podemos ante lo que se nos muestra cada día en pantallas y realidad, lo que vivimos y lo que vemos. El romántico alemán Jean Paul creó un término, Weltschmerz, con el que trató de expresar el dolor ante la distancia entre el deseo de los ideales y la dura realidad del mundo. Empieza a percibirse algo así, una frustración general, un sentido de que el mundo no tiene remedio, que es fuente de dolor. Hay que tratar de compensar, de liberar, no de ignorar, lo que ocurre en el mundo proponiendo salidas, viendo alternativas. Hace tiempo que recurrimos a la ira para explicar demasiadas situaciones, de la política a los crímenes.
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