Ha
querido la suerte que estos días tuviera que manejar distintos textos para unos
artículos y algunas clases y seminarios. Son textos producidos en los años 60,
70 y 80, periodos especialmente productivos para la vida intelectual. En ellos
se desarrollaron muchos campos con intensidad y riqueza de planteamientos, de
la Narratología a la Semiótica, de la Lingüística a la Mediología pasando por
análisis sobre las relaciones entre el Poder y el Discurso.
Me
refiero sobre todo a la riqueza que nos aportaron generacionalmente a los que
éramos jóvenes entonces, estudiantes, y nuestras universidades estaban abiertas
a lo que se producía entonces. Una gran parte venía de Francia, con Barthes,
Foucault, Derrida, exiliados como Kristeva o Todorov... Otros llegaban de más
lejos, como Bajtín o Lotman. De los Estados Unidos venía otra buena tanda, como
el recientemente fallecido Bloom, la Escuela de Yale (con sus DeMan,
Hartman...), la hermenéutica, la Estética de la Recepción alemana... y muchos
autores y textos que podrían citarse aquí.
Además,
aportaban su relectura de muchos otros, anteriores a ellos, por lo que
establecían un amplio diálogo cultural en el que exponían sus críticas o
visiones nuevas sobre la tradición. Eran autores leídos, muchos de ellos
eruditos y ratones de biblioteca, pero con enormes dosis de vitalidad.
Luego
llegaron los 90 y con ellos la sequía desarticulada.
Es
difícil pensar cómo una generación o dos de enorme riqueza creativa (la
anterior lo fue también) pudieron secarse de forma tan inmediata. No es fácil
explicar lo que llegó después o, para ser más precisos, lo que no llegó.
Quizá
era un mundo con deseo de independencia en el que era más fácil moverse
precisamente porque primero era pequeño, pero después se expandía. Quizá porque
las personas adecuadas estaban en los puestos clave, actuando como mediadoras y
luego llegaron los profesionales y se fijaban en otras cosas.
Las
pequeñas editoriales de éxito fueron absorbidas por las grandes, la lectura
comenzó a caer en picado, las universidades se convirtieron en centros
funcionariales y la gente solo quería saber cómo conseguir mejores trabajos.
Querían poder y no que les hablaran sobre él. Querían seducir y no saber cómo
se producía la seducción leyendo a Baudrillard. La universidad ha sido
especialmente penosa porque se ha dejado de pensar para escribir y solo lo
escribe para ser evaluado o para vender, como caras de una misma moneda.
El
"pensamiento crítico" quedó para algunas tesis y poco más. Todo el
mundo deseaba ser "integrado", amaban el sistema que, al fin y al
cabo, es el que te da para vivir. Y bien si te lo sabemos montar. No hay mejor
sombra que la del poder en estos tiempos de crisis, más que críticos.
Es
difícil darse cuenta que apenas hay avidez por la lectura y que la lectura es
como hacer bicicleta en Holanda, un pedalear mientras se piensa en otras cosas.
Se lee para matar el rato o para escribir un artículo. Poco más porque nada se
hace "gratuitamente"; todo se hace para algo. ¿Por qué lees esto?, te dicen a veces. No puedes responder porque
si te hacen esa pregunta no entenderán tampoco la respuesta. Porque sí.
Tenían un interés común, el lenguaje. Estudiaron las distintas formas en que el lenguaje se manifiesta y pone orden en la sociedad. Desvelaron sus trasfondos, su carácter imperativo y los límites de su libertad. En el fondo estaba el poder.
Eran activos e interesados en todos los campos.
Fuimos lectores de muchos de ellos. Eran los mayores y nos enseñaban. Aprendimos. Leyendo no hace mucho una obra de Siri Hustvedt, me pude dar cuenta de hasta qué punto coincidíamos en lecturas comunes, página a página, cita a cita. La misma generación se define por sus lecturas compartidas; creo que eso es claro. Mi pregunta es ¿cómo se define una generación que apenas lee? ¿Cómo se articula alrededor de obras, de ideas, de textos?
Sí, algo ocurrió en los ochenta que nos cambió, nos metió en el siglo nuevo con la memoria borrada. El sistema se reinició. Reboot.
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