Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
No hay día en el que no salgan nuevas
historias o se nos ofrezcan datos sobre engaños y teorías en las que escudriñar cómo los
seres humanos somos capaces de usar el lenguaje para manipular a otros. Parece que la mentira acabase de llegar al mundo y nos hubiera pillado en la ducha. Nada menos cierto. Pero es un interesante indicador de los niveles de credulidad a los que llegamos.
En su "Dialéctica
erística o el arte de tener razón, expuesta en treinta y ocho
estratagemas", Arthur Schopenhauer le daba un repaso a la lógica
aristotélica y hacía una distinción muy pertinente en nuestro mundo: una cosa
es llegar a la verdad y otra tener razón. La mayoría de la gente, observaba,
prefiere tener razón. Algunos saben que no la tienen pero luchan porque se la
den, porque es ahí donde se consigue el poder, que suele ser el camino que se
quiere recorrer.
La
diferencia entre la verdad y "tener razón" es muy grande en la teoría
y muy corta en la práctica, ya que yo puede ser consciente de la verdad de algo
y los demás no darme la razón. Por el contrario puedo decir mentiras y que los
demás las crean y me den la razón. La lógica es solitaria, un mecanismo para
nuestro pensamiento, mientras que de lo social, por decirlo así, se ocupa la
dialéctica.
Hay
muchos sabios silenciosos. De hecho, la filosofía antigua, en diferentes
culturas, valora mucho el silencio y poco o nada al dicharachero. La cuestión
central está en si se considera que el conocimiento (o la sabiduría) es
expresable y comunicable, ya que se suele recelar de la palabra misma (como
portadora de la idea) o de la compresión por parte del otro. Visto lo cual,
muchos optan por ser callados u oscuros, como Heráclito, apodado de esa manera.
Hay muchos sabios callados y oscuros; otros apuestan por la claridad de la idea
y creen que es posible llegar a ella y comunicarla, pero las dificultades son
muchas. Verdad y palabra parecen reñidas en cuanto a que la segunda acoja a la
primera, por lo que muchos sabios filósofos se decantan por la analogía, la
metáfora o la parábola. No basta con la verdad si no somos capaces de convencer
a los demás de ella, es decir, tener razón.
El que
tiene una concepción interior de la verdad, se conforma con buscar en su
interior y no aspira a que los otros lleguen a coincidir, ya que la experiencia
vital es esencial para crear las condiciones de acceso. Por el contrario, los
que creen poder transmitir y por ello convencer a los demás de que tienen
razón, se esfuerzan en afinar las herramientas adecuadas para hacerlo. Y ahí es
donde entra la dialéctica.
Escribió
Arthur Schopenhauer en los inicios de su obra citada, dando forma a los conceptos:
Para definir concisamente qué es la
dialéctica habrá de considerársela despreocupándose definitivamente de la
verdad objetiva (que es asunto de la lógica), como el arte de tener razón, lo
que ha de ser tanto más fácil cuando efectivamente se lleve razón en el asunto
del que se trata. La dialéctica como tal debe enseñar únicamente cómo podemos
defendernos contra ataques de cualquier tipo, especialmente contra los
desleales y, evidentemente, cómo podemos atacar lo que el otro expone sin
contradecirnos y, lo más importante, sin que seamos refutados. Hay que
distinguir claramente la búsqueda de la verdad objetiva del arte de hacer que
lo que se ha enunciado pase por verdadero; aquélla es asunto de una
[disciplina] bien distinta, es la obra de la capacidad de juzgar, del
discurrir, de la experiencia, y para ella no existe artificio alguno; la
segunda es el objeto de la dialéctica. Se la ha definido como la lógica de la
apariencia: falso; pues de ser así, se utilizaría para defender sólo enunciados
falsos; pero incluso cuando alguien tiene la razón de su parte necesita la
dialéctica para defenderla; además deben conocerse los golpes desleales para poder
encajarlos y, a veces, cuando sea necesario, utilizarlos también para agredir
al oponente con las mismas armas. Por eso, en la dialéctica hay que dejar a un
lado la verdad objetiva, o considerarla como algo accidental; y, simplemente,
no ocuparse más que de cómo defender las afirmaciones propias y cómo invalidar
las del otro. En lo que a estas reglas se refiere, es permisible no tener en
cuenta la verdad objetiva porque en la mayoría de los casos se desconoce su
paradero. Con frecuencia, uno mismo no sabe si tiene razón o no, a veces cree
tenerla y se equivoca, otras lo creen ambas partes, puesto que veritas est in puteo [La verdad está en
lo profundo], Demócrito. Cuando comienza la discusión, por regla general, cada
una de las partes está convencida de tener la razón de su lado; durante su
transcurso ambas llegarán a dudarlo; el final debe ser, evidentemente, cuando
se estipule, cuando se demuestre la verdad. En lo que a ésta respecta, ahí ya
no se mezcla la dialéctica, pues su función es idéntica a la del maestro de
esgrima, que no repara en quien tenga efectivamente la razón en la riña que
condujo al duelo. Atacar y parar es lo único que cuenta, como en la dialéctica,
que es una esgrima intelectual. Sólo así entendida puede establecerse como una
disciplina con entidad propia, ya que si nuestro propósito fuese la búsqueda de
la verdad, tendríamos que remitirnos a la simple lógica; y, en cambio, si
nuestro objeto es mostrar la validez de proposiciones falsas, no tendremos más
que pura y simple sofistica. En ambas se daría por supuesto que ya sabríamos
que fuera objetivamente lo falso o lo verdadero, algo que raramente se sabe de
antemano. La verdadera definición de dialéctica es, por consiguiente, la que
hemos formulado: esgrima intelectual para tener razón en las discusiones.
A lo
señalado por Schopenhauer, que todavía consideraba la lógica un arma poderosa para
llegar a la verdad, hay que señalar lo esquivo hoy del concepto mismo de
verdad. Más allá: la misma lógica se ha visto sometida a diferentes puyazos con
la finalidad de rebajarle las pretensiones clásicas y poder operar en el mundo
moderno. Me refiero a cuestiones como las que llevaron a los planteamientos de "lógicas
difusas" o "fuzzy", "pensamiento
blando", etc. como resultado del debilitamiento del concepto de "verdad".
Por
ello, "tener razón" pasa a ser esencial en un mundo en el que los
medios nos rodean y hablan sin cesar. Puede que la verdad nos haga libres, pero tener
razón nos hace poderosos porque no es algo que emane de nosotros, sino el
lo que otros conceden: tienes razón, nos dicen. Por ello, tener razón es lograr
la aquiescencia, de los otros. Conseguir que te den la razón significa que los
otros te creen.
La
expresión española "dar la razón como a los locos" es interesante
porque presupone que dar la razón es compartir una verdad que se hace común y
se amplía reforzándose en el acuerdo. Significa que nuestra esgrima intelectual
ha sido eficaz en la defensa y que los otros se han rendido ante nuestras
estocadas, que hemos sorteado con éxito las 38 posibles estratagemas que
Schopenhauer había contado como posibles obstáculos frente a nosotros.
Con un
mentiroso patológico, con un engrasador de palabras en la Casa Blanca, el
concepto de "verdad" ha resurgido como preocupación popular y
mediática. De repente —nunca se lo agradeceremos lo suficiente a Trump— la
gente ha comenzado a preocuparse por la "verdad" aunque sea por vía
negativa, por las "Fake News". Los medios que quieren ser respetables
(y vender) ponen por delante la necesidad de ser rigurosos con la información y
mandan las noticias al laboratorio de los "Fact Checkers", en donde
son sometidas a verificaciones e interrogatorios de tercer grado hasta que se
demuestra si son verdades, mentiras o medias verdades. Hemos pasado a descubrir
que las palabras no son tan claras como pensábamos y que ajustarse al
diccionario no soluciona mucho, que hasta los rigurosos jueces no lo son tanto
cuando crean "categorías" para definir la separación entre una
"violación" y un "abuso sexual": los astrónomos nos
enseñaron que lo que antes era un "planeta", dejó de ser porque un
grupo de ellos se reunieron y así lo decidieron; etc. etc.
En su
"Adiós a la verdad", Gianni Vattimo, uno de los creadores de lo que
se llamó el "pensamiento débil", describió el daño que la habían
hecho a la idea de "verdad" George Bush y Tony Blair con la cuestión
de Irak. La gente había descubierto de golpe que se podían enseñar todo tipo de
documentos y testimonios sobre algo que no existía, las "armas de
destrucción masiva", que se podían bombardear incluso aunque no tuvieran
existencia. Descubrieron que tener razón es la forma de que los otros acepten
algo aunque sea mentira, como señalaba Schopenhauer.
Explicó Gianni Vattimo en su obra:
Este ejemplo muestra cómo hoy se les permiten
a los políticos y a la política muchas violaciones de la ética y, por lo tanto,
también del deber de la verdad, sin que nadie se escandalice. De cualquier
modo, también el eventual «buen» fin de las mentiras de Bush y Blair sobre Iraq
debe hacernos reflexionar. Esta tolerancia, presente y aceptada desde siempre
en la práctica política, pero considerada una excepción a la ética, que merecía
ser estigmatizada (es la historia del maquiavelismo político moderno), hoy se
acompaña del final de la idea misma de verdad en la filosofía, en las
filosofías, es cierto que no en todas, pero sí en buena parte. Tal ocaso de la
idea de verdad objetiva en la filosofía y en la epistemología aún no parece haber
entrado en la mentalidad común, la cual todavía se halla muy ligada, como nos
enseña el escándalo sobre los «mentirosos» Bush y Blair, a la idea de lo
verdadero como descripción objetiva de los hechos. Quizás ocurre un poco como
con el heliocentrismo: todos seguimos diciendo que el sol «se pone» aunque es
la Tierra la que se mueve; o, mejor aún, como decía Friedrich Nietzsche: Dios
ha muerto, pero la noticia aún no ha llegado a todos; y, según Martin
Heidegger, es el final de la metafísica pero no se la puede «superar», quizá
solo «verwinden».
Parece
que no se ha aprendido mucho por lo que actualmente tenemos en el mundo, una
invasión de falsas noticias que requieren que cada día nos tengamos que poner
la dialéctica discutidora para tratar de frenar el avance de la "mentira".
Desde
el punto de vista de personas como Vattimo, la idea misma de "verdad"
es problemática, al menos en sus versiones más clásica y empíricas. Hay afirmaciones
que se puede verificar, como hacen los "fact checkers". Pero no todo
es tan sencillo llevado a muchas afirmaciones o límites. Por eso la apelación a
la ética no es irrelevante. Una cosa es el error y otra la mentira, el que
voluntariamente trata de engañarnos y tener razón, es decir, conseguir nuestro
apoyo para algo falso, como hicieron Bush y Blair y Vattimo señala.
El
lenguaje es humano y le pedimos
precisión nanométrica. No la tiene por más que vayamos con el diccionario en la
mano. La precisión de la lengua no asegura la "verdad" o al menos lo
que la gente cree que es. Los científicos, los filósofos y, por supuestos, los
poetas luchan por dar precisión a sus lenguajes cada uno a su manera. Todos
saben lo problemático del lenguajes, sus grietas, que unas veces muestran
debilidad y otras creatividad.
Lo
preocupante son, pues, los que quieren tener razón y para ello buscan el compromiso
extremo con esas ideas llamadas "verdades" por las que la gente ha
matado o se ha dejado matar durante milenios y lo que nos queda. Lo preocupante
es, pues, el fanatismo, que consiste en la creencia en una verdad inmutable
(que creen inmutable), universal (que creen universal) e intemporal (que creen
intemporal) y —lo peor— quieren tener razón (imponerla a los demás) con la
fuerza.
El
mundo mediático es el mundo de la comunicación, el escenario de la esgrima
intelectual. A diferencia de la época de Schopenhauer, hoy disponemos de muchas
más herramientas para "poder tener razón". El repertorio de la
seducción informativa se ha ampliado mucho más allá y, sobre todo, es una
guerra muy desigual. Los crédulos son cada vez más crédulos y los mentirosos están
cada vez mejor preparados. Los
diarios de estos días —de hoy mismo— nos traen noticias diversas sobre cómo se
abusa de nuestra credulidad. ¿No hay "verdad"? La cuestión admite muchos niveles de discusión porque no significa lo mismo en todos los campos, lo que está en la base de la propia discusión. La segunda mitad del siglo pasado comenzó a ser consciente de los "límites", un concepto clave para entender lo que podemos aceptar, probar, demostrar y por supuesto conocer. Descubrimos los límites de nuestro conocimiento al salir del optimismo ilustrado, del racionalismo que nos había prometido conocimiento ilimitado, verdades garantizadas y universales. Hoy la razón está ligada al cuerpo, a las emociones, a la cultura, a lo histórico y lo cotidiano. Sus verdades son sus verdades. Y el resto es negociación, el arte de tener razón. Por eso la ética pasa a ser tan importante. Pero también la ética está en recesión, con lo que el mundo se nos ha llenado de mentirosos vocacionales con ansias de poder. ¡Engañados del mundo, uníos!
La
búsqueda de la verdad siempre ha sido un camino solitario y poco gratificante
al llegar a muy poquitos resultados definitivos, si es que hay alguno. Cuando el pensamiento es crítico, no se
queda mucho tiempo en la misma verdad. Puede que no encontremos, pero buscamos,
lo que nos debería hacer más modestos y comprensivos y también más críticos con
los prepotentes y fanáticos. Así funcionan la ciencia, la filosofía, el arte...
y así deberíamos sentirnos, librándonos de errores durante el viaje,
y revisando periódicamente nuestras creencias para evitar las telarañas y el polvo.
La duda puede ser paralizante, angustiosa, sí. Lo importante es convertirla en motor y en alegría de buscar. Puede que no podamos transmitir muchas verdades, pero sí el amor por buscarla.
—
SCHOPENHAUER, Arthur (2003). Dialéctica erística o el arte de tener razón,
expuesta en treinta y ocho estratagemas (1864). Trad. L.F. Moreno Claros. Trotta.
—
VATTIMO, Giovanni (2009). Adiós a la
verdad. Trad. María Teresa d'Meza. Gedisa.
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