Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
De la
interesante entrevista con el intelectual, político y politólogo canadiense Michel
Ignatieff en El País Semanal, realizada por Andrea Aguilar, me quedo con dos
frases. La primera representa un principio importante: «La lección complicada de aprender es que el pasado nunca acaba. No
termina, porque en algún momento se convierte en el campo de batalla en el que
se pelea el presente.»
En estas semanas pasadas he tenido la ocasión de
trabajar en el seminario con mis alumnos de doctorado el libro de Keith Jenkins
"Repensar la Historia", que me pareció un buen texto con el que
adentrarse en la crisis en que la Historia se encuentra como un metarrelato
vertebrador de las sociedades. Como sucede en las Ciencias Sociales y en la
Humanidades, la historicidad de los procesos echó por tierra las pretensiones
esencialistas sobre las que se había construido el pensamiento occidental arrinconado
eternidades, inmutabilidades y cualquier otra cosa que sirviera como punto de
referencia estable. El "ser" humano pasaba a ser un "existente"
arrojado a los ríos históricos del devenir, condicionado por su posición en
ellos, flotando entre un pasado nebuloso reconstruido constantemente por su
mirada, y un futuro cambiante, imaginario, hacia el que se siente engañosamente
arrastrado como destino, pero resultado de su percepción del presente.
La idea de Ignatieff de que "el pasado nunca
acaba" tiene mucho de esa idea expuesta. Lo que no acaba nunca es la
pretensión de su escritura
historiográfica, discurso en el
presente y para el presente. De ahí
que la respuesta de Jenkins a la pregunta "¿qué es la Historia?" sea
una corrección: "¿para quién es
la Historia?". Se introduce pues al destinatario, aquel que se interroga
desde su propio presente. Así adquiere un sentido la frase de Ignatieff: hay
que aprender que el pasado nunca
acaba. No acaba nos dice porque es la batalla del presente. Hizo bien Jenkins
en separar el pasado "lo ocurrido", del que solo quedan restos, del
discurso historiográfico que lo recoge y da sentido, en permanente cambio e
interpretación, espacio de diálogo y enfrentamientos, de disidencias o
acuerdos. Ese "campo de batalla", como lo llama Michael Ignatieff, es
precisamente el conflicto que se abre en las sociedades por la reescritura del
pasado.
Keith Jenkins |
Lo podemos apreciar en la España de hoy en la
reescritura y reinterpretación de fenómenos como la "transición", el
discurso secesionista, etc. En Egipto,
por ejemplo, lo podemos encontrar en la actual reescritura del periodo de
Mubarak, la consideración de la "Primavera árabe" y la revolución del
25 de enero de 2011, la reescritura del "no-coup" de 2013 (el "golpe"
que se quiere reescribir como "revolución"), etc.
Si el relato histórico es una construcción lógica y
cronológica realizada reinterpretando los "restos" del pasado para crear
el sentido justificador desde el presente de la escritura, es aquí donde se
produce el conflicto por legitimar e imponer la validez de uno de ellos para
que sea aceptado. Los mecanismos de Jenkins para que esa "historia-relato"
sea la "Historia" son parecidos a los que señala Michel Foucault para
mantener el "orden" de los discursos: de las instituciones a los
libros de texto, pasando por el cine, la literatura, etc. que reafirman
representando la "verdad" de esa historia o, si se prefiere, esa
historia como "verdad".
Como habitantes del presente, hemos desplazado a los
que ya son para nosotros parte de un pasado con el que no nos identificamos. Hay sociedades en las que los discursos del
pasado se imponen como dogma impidiendo la evolución. Así ocurre con los
fundamentalistas que consideran que la historia es degradación respecto a una
edad de oro. Lo que queda de ella son los textos que describen la perfección
del momento pasado y, como contraste, la imperfección del presenta. Así ocurre
cuando los textos se blindan como dogmas y se castiga, expulsa o elimina a
quien duda de ellos. Así son las sociedades ancladas en los relatos del pasado.
Así ha funcionado el Estado Islámico allí donde ha controlado el territorio.
Son sociedades con guardianes violentos de la ortodoxia.
En las sociedades democráticas, es decir, en las
basadas en el diálogo, es necesario un equilibrio en los discursos históricos:
se hace necesario mantener un discurso estable que una y una plasticidad suficiente para poder reajustar la historia a
nuestro presente. En ellas tampoco el pasado se agota; más bien está abierto a
la exploración continua, a la reescritura crítica. La quiebra se produce cuando
los relatos son incompatibles; surge así el cisma, la separación violenta de
las comunidades interpretativas. Es el ser
histórico de cada uno lo que queda sobre el tablero.
Introducimos aquí la segunda frase de Michael
Ignatieff en la entrevista: «Nadie comprende en su totalidad lo que estamos
viviendo. No le voy a contar una bonita historia que ate todos los cabos porque
no creo que sea posible.» En su obra, Jenkins planteaba lo que sería el
problema epistemológico (frente al ontológico): el conocimiento necesario para
crear nuestra visión de un camino del pasado al presente siempre es
insuficiente e imperfecto. No sabemos todo, quizá apenas nada. Es nuestra
necesidad doble de racionalidad y relato (logos y mitos) lo que nos hace
intentar encontrar coherencia explicativa en lo que asumimos como verdad. Como seres de deseo,
racionalizamos aquello que justifica nuestras ambiciones, nuestra voluntad de
convertir en verdad aceptada nuestros
discursos explicativos.
Hay otros campos de las Ciencias que trabajan con
experimentos y métodos empíricos de verificación. La Historia —como parte de la
Ciencias Sociales— y las Humanidades trabajan sobre interpretaciones que llevan
a la construcción de los relatos que dan cohesión al grupo, a la comunidad. En
la medida en que la comunidad es estable y se produce una convivencia más o
menos armónica, los relatos funcionan.
Cuando surgen los conflictos, comienzan las discrepancias y las luchas por los
grandes relatos, por convertirlos en la explicación global y centralizada de la
que se derivarán otras en cadena.
La expresión de Ignatieff a su entrevistadora
—"No le voy a contar una bonita historia que ate todos los cabos"—
plantea de forma "amable" la cuestión. Podría hacerlo y plantear su
historia como "el relato que ya no necesita más relatos", el final
interpretativo. Esa es la aspiración totalitaria, cerrar la historia, es decir, tener la última palabra, la que
condena a los demás al silencio sumiso. Ya no hay nada más que decir.
En la medida en que nuestras sociedades se han hecho
más abiertas, comprendemos el sentido de apoderarse del significado, de la
reescritura constante. No hay otra cosa en el fenómeno que vivimos de las
"noticias falsas". Aquí se manifiesta en toda su dimensión la lucha
por los relatos, ya que son estos los que nos mueven socialmente y
políticamente. En las sociedades totalitarias, laicas o religiosas, hay un
discurso único de cuya discrepancia surgen riesgos; en las democráticas, se
corre el riesgo de grandes fracturas sociales que hagan imposible la
convivencia.
En la Historia muchas cosas no son solo cuestión de "verdad"
o "falsedad", sino de "aceptabilidad". Las sociedades
antiguas vivían bajo el yugo de los mitos y de sus intérpretes. Nosotros hemos
cambiado nuestros criterios y tenemos nuestros propios mitos, como el nacionalismo, las religiones, etc. que tienen sus
propios relatos que compiten por hacerse con la centralidad social.
Nuestro mundo es y será un escenario permanente de
conflictos. Ya tenemos una guerra abierta por la información que nos permite
comprender el mecanismo en su plenitud. Se produce con una intensidad
desconocida porque nunca habíamos tenido una cobertura global de la información.
El fenómeno del "para quién" había tenido dimensión local. Pero la
Historia misma nos muestra la ampliación tecnológica para la dispersión de los
discursos. Desde la localidad oral hemos llegado, a través de los siglos, a la simultaneidad
global, a la deslocalización de los discursos que se han vuelto
"líquidos" en un mundo fáustico. Velocidad frente a profundidad,
dispersión frente a concentración.
Me gustaría introducir aquí otras palabras de Michael
Ignatieff, las últimas, describiendo el mundo en el que nos encontramos:
«Vivimos
la mayor revolución tecnológica desde Gutenberg, tenemos la Biblioteca de
Alejandría en nuestros bolsillos. Esta emancipación de la información es algo
inédito y debería fortalecer la democracia, hacer a la gente más sabia y que
nuestras conversaciones fueran más inteligentes, debería ser algo maravilloso.
Pero lo que ha generado es una furia incandescente contra quienes tenían el
monopolio del conocimiento, incluidas las universidades y la prensa. Hay quien
dice: "Si tengo el conocimiento en mi teléfono, ¿por qué crees que tienes
derecho a decirme lo que es verdad o correcto?". Parte de este
cuestionamiento me parece bien, pero las universidades son absolutamente vitales
como guardianas de la distinción entre rumores, paranoias, fantasías y noticias
falsas.»*
Universidades y prensa forman parte de la producción
de los discursos que dan sentido a la realidad. La idea de "monopolio del
conocimiento" es relativa e histórica, producida por el devenir y la
emancipación de las instituciones anteriores, cuyo monopolio era dogmático. La
Ciencia se emancipa de las religiones, que detentaban los mecanismos dogmáticos
que producían los discursos de sentido y explicaban la Historia. Todo estaba
subordinado a ellos.
Las universidades suponen una forma de emancipación
del conocimiento respecto al dogma centralizado. El conocimiento se fundamenta en
principios provisionales y no dogmáticos, autocríticos y formando parte de un
debate abierto en la comunidad.
La prensa supone la irrupción de la "opinión
pública" frente a la más elitista "república de las letras". No
es casual el efecto interactivo entre opinión pública y la emancipación
política que surge al hilo ilustrado de las revoluciones. Por eso la libertad
de prensa y expresión son garantías de la apertura del diálogo social frente al
verticalismo dogmático que tiende a imponer silencio reverencial.
La armonía social se debería producir allí donde
existe la libertad de dialogo, en donde el conocimiento surge de la crítica y
es transferido a la sociedad que lo recibe para ampliar el debate y mejorar la
cultura. Sin embargo, poco tiene que ver este planteamiento idílico con la
"furia incandescente" de la que habla Ignatieff contra el
conocimiento que fluye desde las instituciones que tienen la función de busca y
construcción.
Hoy
vivimos en el reino de la confusión sistemática, estrategia usada para
subvertir el orden social. La duda sobre todo arrastra hacia el dogma como
refugio.
El
llamamiento de 600 rectores a hacer que las universidades regresen a su función
producir personas pensantes y dejen de centrarse en la empleabilidad considerada como mera formación para el trabajo, un
trabajo en el que cada vez es menos necesaria la inteligencia a la luz de los
avances en la automatización y en la IA. El mundo sin pensamiento crítico es una
mezcla extraña de fábrica y juego infantil impulsivo y caótico.
¿Cómo
se para esta tendencia al caos y al enfrentamiento, está violencia que nos devuelve
al dogma y al autoritarismo? La respuesta es muy compleja que es la forma
actual de decir que lo desconocemos. Como en todo sistema, debemos trabajar en
la estabilidad y no en lo contrario. Algunos predican la necesidad del caos
para que de las cenizas surja un orden nuevo. Pero puede que de las cenizas no
quede nada que surgir.
¿Se
puede vivir sin verdades eternas? Quizá se trate de vivir con una combinación
pragmática de conocimiento provisional y deseo de mejorarlo, es decir, valorando
lo que sabemos a sabiendas de que pronto será insuficiente. Quizá no tengamos
que buscar la eternidad, que
pertenece a otros metarrelatos, y sea más importante pacificar nuestro presente. Pero
mucho me temo que no sea eso lo que tenemos por delante. La paradoja señalada por Ignatieff es que cuando más información tenemos, más divergencias se producen. Es la confusión de los discursos, el Babel informativo. No es el primero que lo nota. Eso nos responsabiliza más a las dos
instituciones mencionadas: universidad (educación) y medios (opinión pública).
Si pierden el rumbo, solo quedarán conflictos por delante.
Señalaba Ignatieff que es necesario que aprendamos a vivir en lo incompleto, en la renegociación constante con nuestro pasado desde la autocomprensión (en lo personal y en lo colectivo). No es fácil y es necesario. Vivir dentro de nuestro mundo complejo es cada día más difícil.
Quiero
dedicar este post a Xin, a Yangyang y Shiruyu por sus atentas lecturas de Keith
Jenkins que han servido para diálogos fructíferos en nuestros seminarios
doctorales junto a otros compañeros. La universidad puede seguir siendo un espacio
de debate intelectual, un espacio para dialogar y pensar constructivamente, donde nada está cerrado definitivamente y se puede seguir el camino de la investigación.
Buscamos la claridad, poder explicar y explicarnos. Hablamos, hablamos y hablamos. Otros solo gritan y
confunden.
*
Entrevista Andrea Aguilar "Michael Ignatieff: “La unidad nacional está en
permanente construcción” 15/05/2018 El país Semanal
https://elpais.com/elpais/2018/05/15/eps/1526379724_688938.html?por=mosaico
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