Joaquín Mª
Aguirre (UCM)
El final de la década de los ochenta tuvo una gigantesca
celebración, que supuso un punto de inflexión en la Historia contemporánea: la
caída del muro de Berlín. La imagen de los ciudadanos golpeando y derribando un
muro que imponía la separación y control de los ciudadanos de una ciudad era el
resultado del hundimiento de un sistema basado en la división, el aislamiento y
la vigilancia. El muro no era solo una construcción; era una herramienta al
servicio de una política determinada con un concepto específico del poder y de
sus relaciones con la ciudadanía. El muro era un símbolo y, como tal, cayó.
Esta semana tuvimos ocasión en nuestro cinefórum
universitario la película israelí "Los limoneros" (Eran Riklis 2008)
cuyas imágenes finales, el término de la construcción de otro muro, el que
separa a las poblaciones judía y palestina, se nos mostraban como una cárcel
para quien lo construye. Nunca hay bastantes muros, alambradas o cualquier otro
elemento de separación para el que vive ya aislado mentalmente.
Hay fronteras y fronteras. Están las físicas y están las
mentales, las que surgen de obsesiones, prejuicios, de fobias. Son como la
obsesión patológica con la limpieza; por mucho que se frote, siempre se ve
suciedad. Son estas las que, como se mostraba en la película israelí pueden
convertirse finalmente en auténticos encierros para quien levanta los muros.
Estamos viviendo de nuevo la obsesión de los muros, que se
justifican por la negación de los otros, que han de ser estigmatizados. Su mera
justificación es ya una barrera. No es el muro el que crea la separación, sino
el que la termina, el elemento final que establece el cierre. Es un cierre, no
una ruptura con el otro lado, ya que el miedo sigue viviendo dentro de nosotros.
La visión del muro hace crecer el miedo por lo que haya al otro lado.
The New York Times Magazine ha publicado un artículo,
titulado "The Border Is All Around Us, and It’s Growing", firmado por
Laila Lalami, novelista, finalista del Pulitzer. El artículo comienza
contándonos cómo ella y unos amigos fueron preguntados en un control de
carreteras sobre su nacionalidad no ya en la frontera, sino a bastante
distancia de ella. La frontera ya no era el límite —una línea— entre dos países
sino una amplia franja —algo parecido a las aguas jurisdiccionales— en la que
siempre pueden ser requeridos, detenidos para su identificación, etc. Las
fronteras hacen encogerse al país al ampliarse hacia el interior.
Al final del artículo de Lalami cuenta y reflexiona sobre la
impactante historia del viajero desalojado violentamente del avión, que ha sido
reflejada en todos los medios de comunicación en todo el mundo, y lo conecta con una experiencia personal:
This dehumanization is a common feature of the
border. Some years ago, returning home from a holiday in Morocco, my husband
and I passed through immigration at Kennedy Airport. The border agent glanced
at my passport, which lists Morocco as my place of birth. Then she looked at my
husband’s and, with a chuckle, asked him how many camels he had traded for me.
Even in my shock, I understood that what the agent was trying to assert was her
own authority, her superiority over me. If I had dared to challenge her, I
might have ended up subject to a secondary search and further questioning. My
silence was the price that the border demanded.
Border walls are literal expressions of our
worst fears. Terrorists, rapists, drug dealers and various “bad hombres” are
all said to come from somewhere else; drawing lines, we are told, will keep us
safe from them. But the lines keep multiplying. What formally counts as the
border, according to the United States government, is not just the lines
separating the United States from Canada and Mexico, but any American territory
within 100 miles of the country’s perimeter, whether along land borders, ocean
coasts or Great Lakes shores. That 100-mile strip of land encompasses almost
entirely the states of Connecticut, Delaware, Florida, Hawaii, Maine,
Massachusetts, Michigan, New Hampshire, New Jersey, New York, Rhode Island and
Vermont — along with the most populated parts of many others, including
California and Illinois. In total, the 100-mile-wide border zone is home to
two-thirds of the nation’s population.
This is such a staggering fact that it bears
repeating: The vast majority of Americans, roughly 200 million, are effectively
living in the border zone. Any of these people could one day face checkpoints
like the one I went through in Sierra Blanca, Tex. They can be asked about
their citizenship and, if they fail to persuade the agent — because of how they
look, act or sound — they can be detained. The Justice Department established
these regulations in 1953 and, though they periodically attract attention, they
have never been changed. As we move to erect and enforce more borders, this is
another message worth apprehending: Borders do not simply keep others out. They
also wall us in.*
La franja —esas cien millas— establece el estado de
vigilancia más allá de la frontera física. Y, como bien señala Lalami —y se
concluía en la película "Los limoneros"—, acabamos viviendo
encerrados. Esa ley estadounidense de 1953 mantiene bajo el "control fronterizo"
a dos tercios de la población norteamericana.
La incapacidad de resolver los conflictos aumenta los
problemas fronterizos; lo mismo ocurre con la desigualdad. Se juega y fomenta
el miedo que levanta muros.
Los
sistemas cerrados no son buenos en ningún sentido. Acaban siendo prisiones. Las amenazas no deben cambiar nuestra actitud
y principios, sino estimular la búsqueda de soluciones. El muro no resuelve los
problemas, solo crea otro nuevo junto a él. Por ello es importante no mezclar problemas, establecer las características de cada uno de los desafíos a que nos enfrentamos porque muchos buscan la confusión.
Los muros también nos hacer ser conscientes de muchos otros interiores:
los basados en la discriminación de género, en las discapacidades, la sexualidad,
la edad, el racismo... Por algún extraño motivo psíquico, los que son
partidarios de unos suelen serlo de algunos más, quizá porque en ellos esté
impreso un sentido aislacionista que solo percibe el mundo como separación y como una
posesión exclusiva. Lo que nos contaba Lalami del incidente en el aeropuerto norteamericano mostraba que nos solo había una "frontera" sino toda una batería de prejuicios ante los que llegan.
Es motivo de discusión en Estados Unidos el coste del muro. Pero
no se evalúan los efectos psicológico que tiene para un país. Eso es difícil de
contabilizar, pero no tanto de imaginar en términos de miedo, de aislamiento y
estrechamiento de miras. El odio se ha podido percibir perfectamente en las consecuencias racistas que han salido a la luz a través de pequeños actos grabados y sacados a la luz por ciudadanos. Hemos podido ver desprecio, odio, insultos... ya no es un muro solo. El muro es el efecto visible; la causa profunda es psíquica y social. Hay un muro en la frontera y hay millones alrededor de las personas, muros que se mueven con ellos allí donde van.
Los muros, como se veía en Palestina, en Berlín, nos
encierran, crean el sedentarismo nacionalista, lleno de prejuicios y
agresividad. El muro es en realidad un monumento al fracaso; la constatación de
la incapacidad de resolver un problema, de dialogar o de cambiar una actitud. Lo
malo es que hoy se construyen políticas en las que
los muros se presentan como una gran victoria. No lo son.
Una multitud vociferante gritando "¡construye el
muro!", como hemos visto, es un enorme fracaso político y humano. Trump no hace más grande a América; solo la envilece. Ese es el precio real del muro.
* "The
Border Is All Around Us, and It’s Growing" The New York Times 25/04/2017
https://www.nytimes.com/2017/04/25/magazine/the-border-is-all-around-us-and-its-growing.html?action=click&pgtype=Homepage&version=Moth-Visible&moduleDetail=inside-nyt-region-2&module=inside-nyt-region®ion=inside-nyt-region&WT.nav=inside-nyt-region
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