Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La
película "Experimenter" (2015), escrita y dirigida por Michael
Almereyda, es una atípica biografía del psicólogo social Stanley Milgram cuyos
experimentos sacaron a la luz la diferencia entre cómo somos y cómo nos gusta
vernos retratados. El tema central del filme no es en sí la vida de Milgram sino sus ideas
y el efecto que tuvieron en sus relaciones
con los otros. Como psicólogo social, Milgram trató de desentrañar nuestro
comportamiento en grupo y se centró en un aspecto esencial que su propio origen
judío le hizo plantearse: la obediencia.
No
vamos a hacer una crítica del filme, que resulta fascinante y recomendable para
todo aquel que quiera tener materia sobre la que pensar durante algún tiempo.
Los experimentos de Milgram son conocidos: unas personas castigan a otras
causándoles un daño progresivo dentro de un programa de aprendizaje.
Suministran descargas eléctricas cuando se producen errores en las respuestas.
Las personas, más de un 61% siguen administrando descargas hasta el final, a pesar del dolor que escuchan o cuando dejan de escucharlo. Son obedientes y siguen las instrucciones.
El
debate sobre aspectos como la "ética" del experimento en sí, la
posibilidad de que hubiera dejado algunas secuelas, etc. forman parte de la
Historia de la Psicología, en la que Milgram y sus experimentos sobre el
comportamiento social se encuentran por méritos propios.
La
reflexión del propio Milgram se realiza sobre el fondo del juicio de Eichmann
en Jerusalén, detenido por agentes israelíes y sacado de la Argentina, en donde se hallaba escondido. Eichmann, como es sabido, basó su defensa en la
"obediencia". Nunca hizo nada, dijo, que no le hubieran ordenado.
Allí donde otros, como Arendt, se centraron en la "banalidad del
mal", Milgram se encaminó hacia la compresión de por qué se aceptan
órdenes y se diluye nuestra responsabilidad.
No hace
muchos días comentábamos aquí la cuestión de la "conformidad social"
(ver entrada). En uno de los programas citados se reproducía con exactitud uno
de los experimentos de Milgram: el que lleva a un sujeto a cambiar lo que le
resulta obvio pero va en contra de la opinión de los demás. Acabaremos diciendo
que es "negro" lo que es "blanco" si todos dicen que es
"blanco". Al menos la gran mayoría. La misma que aceptó administrar
las dolorosas descargas eléctricas por era lo que formaba parte de lo
establecido.
La reflexión
que el propio Milgram se hace considera que aunque a la gente le parezca criticable
el experimento y sus resultados, la Historia vuelve a poner su trabajo en
primer plano cada cierto tiempo, cada vez que lo que él encontró en los
experimentos se traslada a los titulares de la prensa.
La
pregunta por la obediencia no es irrelevante y es cada vez más necesaria. En el
artículo inicial de Stanley Milgram se encuentra el fondo sobre el que se construye la
película. Posteriormente, profundizó en el análisis en la obra Obedience to Authority: An Experimental View. En el artículo Milgram concluía:
Quizá haya habido una época en que las
personas podían responder en forma plenamente humana a cualquier situación por
estar inmersas pero completo en ella como seres humanos. Pero las cosas
cambiaron en cuanto que hubo división del trabajo. Pasado cierto límite, la desintegración
de la sociedad en grupos de gente que desempeñas labores reducidas y muy
especiales mengua la calidad humana del trabajo y de la vida. La persona no
logra abarcar la situación completa, sino sólo una parte de ella y, por
consiguiente, no puede obrar si no se le señala alguna dirección global. Se
entrega a la autoridad, pero con ello se enajena de sus propios actos.
Hasta Eichmann se enfermaba al visitar los
campos de exterminio, pero durante casi todo el tiempo estaba sentado ante un
escritorio escribiendo órdenes. El hombre que, en el campo de concentración,
echaba el Ciclón-B en las cámaras de gas podía justificar su conducta diciendo
que se limitaba a cumplir órdenes superiores. Así, existe una fragmentación del
acto humano total; nadie se enfrenta a las consecuencias de haber decidido
ejecutar un acto infame. La persona que asume la responsabilidad se ha
evaporado. Quizá sea este el rasgo más común del mal socialmente organizado en
la sociedad moderna.
Pero las implicaciones de nuestro estudio se
aplican igualmente en situaciones menos extremas. Así, el conflicto entre
conciencia y autoridad solo en cierta medida es un problema filosófico o moral.
Muchos sujetos del experimento comprendían, por lo menos en el plano teórico de
los valores, que no debían seguir, pero no fueron capaces de traducir en actos
su convicción. No se necesita una persona mala para servir en un mal sistema.
La gente común se integra fácilmente en sistemas malévolos.
¿Podremos evitar de algún modo este potencial
aterrador, esta fácil aceptación de la autoridad, aún la mal dirigida o
perversa? Quizás seamos marionetas o muñecos movidos por los hilos de la
sociedad. Pero al menos somos marionetas con percepción, con conciencia. Y tal
vez nuestra conciencia sea el primer paso para liberarnos. El hecho de que la
obediencia sea muchas veces un imperativo de la sociedad humana no reduce
nuestra responsabilidad como ciudadanos. Más bien nos impone la obligación
especial de colocar en los puestos de autoridad a aquellos que más
probablemente la ejercerán humanitariamente. Y la gente es ingeniosa. Los
varios sistemas políticos que se han desarrollado en el correr de la historia
son sólo algunos de los muchos arreglos políticos posibles.
Acaso el siguiente paso sea inventar y explorar
formas políticas que den a la conciencia más oportunidades de oponerse a la
autoridad equivocada.
No es
fácil condensar tal cantidad de ideas y especialmente de implicaciones en tan
poco espacio. Algunas de estas palabras las escuchará si tiene ocasión de ver
el filme. Es seguro que mientras leía han ido yendo a su mente casos en los que
usted mismo o cualquier otro le suministraba ejemplos.
Curiosamente
el que me ha llegado a mí primero es uno muy antiguo, un recuerdo de juventud
en el que un camarero fue despedido por negarse a servir un licor reembotellado
a un amigo que fue a visitarlo al bar en el que trabajaba. Había obedecido siempre
a su jefe y servía de la botella rellena a todo el mundo, pero su límite estaba
puesto en su amigo, al que no quería engañar. Y ese día se negó a hacerlo. No
tengo decidida cuál es la ejemplaridad
del caso. ¿Le redime un solo caso de los miles de casos en que obedeció? ¿El
hecho de que fuera su amigo es
positivo o negativo?
Los
experimentos de Milgram poseen una virtud: desvelan un mecanismo que va de los
casos más triviales a los grandes desastres. Las marionetas pueden interpretar
pequeñas piezas cómicas o enormes tragedias históricas, con millones de
muertos.
El
deseo político —podríamos decir angustioso—
de encontrar una autoridad humanitaria, es decir, que no utilice su condición
para que le obedezcan en el ejercicio del mal se nos revela hoy casi una
ingenuidad. Hasta se ha teorizado durante años la necesidad de una autoridad
fuerte, que mantenga firme la obediencia conforme la sociedad se iba configurando
como un conglomerado de máquinas humanas. Las décadas de modélicos jefes
tiránicos, ávidos de obediencia, ha llevado al movimiento (o moda) actual del
"buen jefe" o del jefe buena persona. Pero no es tanto una cuestión
moral sino una forma de relajar el sistema de la tensión creada.
El
ejemplo del camarero obligado a engañar a sus clientes se puede repetir como
esquema: el banquero que obliga a engaña a sus empleados, el ingeniero que
obedece la instrucción de trucar el sistema de medición de contaminación de un
coche, los empleados de la BBC que saben que su presentador estrella es un depredador
sexual y obedece la instrucción de silenciarlo, los torturadores que siguen
órdenes, los que lanzan bombas sobre hospitales, etc. etc. La obediencia es algo
más que una cuestión moral individual cuando se convierte en el cemento social.
De ahí el salto político que Stanley Milgram se ve obligado a dar.
Lewis
Mumford teorizó sobre lo que llamó la "megamáquina", una máquina que
hizo que en un periodo de trescientos años aparecieran las grandes civilizaciones
con sus construcciones gigantescas, como las pirámides. ¿Cómo fue posible pasar
de la nimiedad tribal a las grandes construcciones que todavía nos asombran hoy?
La respuesta de Mumford se acerca a lo considerado por Milgram: la transformación
de los grupos humanos en "máquinas". Máquinas eran para él sistemas
de transmisión de órdenes: la casta sacerdotal o administrativa, el ejército y
la esclavitud o fuerza laboral. Sobre estas tres máquinas sociales fue posible
construir una sociedad "ordenada". La base del funcionamiento de
todas ellas es la aparición de una "autoridad" absoluta que necesita
ser obedecida de forma automática. Es la figura de los faraones y similares,
que pasan a ser dioses que han de ser obedecidos sin cuestionamiento alguno.
La megamáquina necesita, dice Mumford,
de la creación del monoteísmo: tiene que haber un solo dios y un solo representante
suyo sobre la tierra, el "faraón". Luego el estado se convertirá en
el dios omnipotente, la fuente de la
que manan las órdenes.
La idea
de Milgram de que hubo un tiempo en que los seres humanos poseían una visión
del conjunto que les daba cierta autonomía y que la división del trabajo hizo
supeditarse a una autoridad tiene mucho de consideración mítica, de una forma
de estado idílico del que se parte. Pero no por ello es incierta: el
conocimiento verdadero nos da autonomía. Ese era el concepto de Ilustración expresado
por Kant: una persona ilustrada es aquella cuyo juicio es autónomo, no está
dirigido por otros contra su voluntad. Pero el conocimiento por sí mismo no da la autonomía. Hace falta un fondo moral, de valores, mediante los que la persona se pueda defender precisamente de la presión exterior que lleva a la obediencia.
Hemos renunciado al conocimiento global y se nos instruye en el "know
how" cuya función es que cumplamos las órdenes con eficacia. Los
protocolos son la manifestación del automatismo de las respuestas ante las
situaciones extremas: no debo reflexionar sobre qué hacer, sino hacer
estrictamente lo que el protocolo señala. El protocolo diluye mi
responsabilidad y me convierte en una marioneta, por usar el término de
Milgram, cuyo guión está escrito con anterioridad limitando mismo movimiento.
Solo soy una interfaz humana, una
pequeña pieza de la megamáquina.
Deberíamos
escribir en la entrada de nuestro edificios las palabras de Stanley Milgram:
"No se necesita una persona mala para servir en un mal sistema. La gente
común se integra fácilmente en sistemas malévolos." Son palabras que
describen una gran parte de lo que ocurre cada día. No son respuestas en un sentido estricto, solo la constatación de un
hecho. Las preguntas reales son "¿qué significa persona mala y mal sistema?".
Pero el sentido de las palabras lo establece el propio sistema que nunca se
presentará como "malo" sino como "necesario".
El
centro de la cuestiones planteadas por Milgram está en la relación entre
libertad y necesidad. Somos libres, pero estamos más cómodos (felices, dirían algunos) en la
obediencia, que nos evita sentirnos responsables. Al final, puesto que está en la naturaleza de la mayoría obedecer, lo importante es elegir bien que nos ordena. Es una respuesta pertinente: combate el pesimismo de la obediencia con el optimismo de la posibilidad de elegir quién nos ordena. El problema se vuelve trágico cuando elegimos o se nos impone una mala autoridad.
Entonces es cuando descubrimos que el mal sistema funciona, con nuestra ayuda, de forma eficiente. No se necesita una persona mala para servir en un mal sistema. El dilema social e institucional es ir más allá de debatir sobre la calidad de los muñecos y buscar cómo cortar los hilos sin que se desmorone el gran teatrillo del mundo.
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