Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Recuerdo
Dioses, tumbas y sabios*, de C.W.
Ceram, como uno de los libros de la biblioteca de mi padre. Lo recuerdo allí, en
los estantes de su despacho, con su tapa dura negra y sus ilustraciones y
fotografías de las obras de arte recuperadas del fondo de la tierra, olvidadas.
Era un libro que cogía de vez en cuando y leía saltando de página en página; repasaba las
ilustraciones de Grecia, de Egipto, de México... ruinas, excavaciones, estatuas, tumbas, templos... La obra
de Ceram es una historia de la Arqueología. Para ser más precisos es, vista
desde hoy en que la releo, un maravilloso documento sobre la creación de un
campo, de una ciencia, desde el inicial interés codicioso por los materiales
que se encontraban —la búsqueda de oro, plata y otros metales— y el uso de las
piedras antiguas para construcciones, hasta poder verlas como lo que las
consideramos hoy: piezas del pasado. Pero el pasado hubo que inventarlo para poder apreciarlo.
Escribe
Ceram en el capítulo III, titulado "En busca de las huellas de la historia":
Cuando mucho antes del descubrimiento de
Pompeya se extrajeron de tierras clásicas las primeras estatuas, la gente sabía
lo bastante para no ver en las figuras desnudas simples ídolos paganos, sino
que sospechaba al menos el valor de su belleza, y las colocaba en los palacios
de los príncipes renacentistas, de los poderosos dominadores de las ciudades,
de los cardenales, de los nuevos ricos y de los condottieri. Pero se las contemplaba solamente como curiosidades y
estaba de moda coleccionarlas. Podía muy bien suceder que tal particular
poseyera una bellísima estatua antigua junto a un embrión disecado de un
monstruoso niño con dos cabezas; un antiguo relieve junto a las plumas de un
ave que se decía haber sido tocada en vida por san Francisco, el amigo de los
pájaros.
Hasta el siglo pasado, la codicia y la
incomprensión podían enriquecerse con los hallazgos, y se podía destruir lo
hallado cuando tal cosa prometía beneficios. (33-34)
La
mente que usa la piqueta, como dice Ceram, buscando encontrar jarras o cofres
con monedas destruyendo todo lo que encuentra porque no tiene valor para ella,
no es la del que ve valor en cada una de las piedras u objetos que hace salir
cuidadosamente a la luz. Son el pasado, es la Historia. Pero también la
Historia hubo que inventarla, ir más allá de las batallas que ganaban o perdían
los reyes y emperadores. Había que reconstruir un mundo del que nos hablaban
los objetos, los espacios en que se encontraban, cómo estaban diseñados, qué
función cumplían. Ya no se trataba de encontrar objetos valiosos en términos de
compra o venta o de elementos decorativos. Se trataba de entender que nuestro
mundo es el resultado de muchos mundos anteriores, de momentos que van
configurando una trayectoria del conjunto de los humanos, su historia.
Cuando
leemos actualmente sobre las destrucciones que el Estado Islámico hace de los
monumentos milenarios que se encuentra donde se asientan, comprendemos que no
se trata solo de una acción sino esencialmente de una incomprensión y de una deseada
ignorancia profunda.
Es la consecuencia de su incapacidad de establecer un lazo
afectivo con el pasado de la misma manera que son incapaces de establecerlos
con el presente y quienes lo habitan en su crueldad infinita. Solo existe su
mundo y todo lo demás —pasado, presente y futuro— no existe más que con el
objeto de reafirmar su capacidad de destruir, su odio. Quieren vivir en un presente
eterno en el que la historia es borrada. Es la
incapacidad de dialogar con el pasado.
Lo que ven en el pasado y sus restos no es la historia, sino el obstáculo que impide que esta llegue a
su cumplimiento final.
No son
los únicos en no entender la historia y su papel para entendernos. Me viene a la memoria algo que aquí hemos tratado:
la desesperación de muchos habitantes de Alejandría ante
la desprotección oficial de una parte de la ciudad, la de los edificios de la Alejandría cosmopolita y mediterránea. Las leyes solo protegen los monumentos del Egipto faraónico o el
islámico [ver entrada]. No son capaces (muchos no quieren) de ver el valor, la belleza, y la identidad de esa
parte de su historia. No hay diálogo con esa parte de su historia, que desaparece ante la indiferencia.
En un
hermoso pasaje, Ceram se pregunta precisamente por esta capacidad de dialogar
con lo que surge desde el pasado:
Reflexionemos: ¿cómo ha sido posible dar un
sentido a tales signos muertos? Lo mismo sucede cuando, hojeando las obras de
los historiadores, leemos la historia de los antiguos pueblos, cuya herencia
portamos en fragmentos de nuestro idioma, en muchas de nuestras costumbres, en
las obras de nuestra cultura y en nuestra sangre común, aunque su vida haya
transcurrido en regiones remotas y esté sumida en la noche más oscura. (32)
La
pregunta de Ceram es una pregunta por cómo es posible obtener respuestas que
configuren, más allá de las leyendas y mitos, una ciencia. Se pregunta por la
naturaleza y validez de esa respuesta que se obtiene al interrogar a los
objetos que emergen del pasado, de esa noche
oscura. Uno de los grandes valores de la obra de Ceram es precisamente que
más allá de la aparición de los "objetos" y va explicando su
construcción, su delimitación como objetos de una ciencia que se va creando. El
objeto se transforma en "signo", habla cuando hemos sido capaces de
crear un lenguaje con el que comprenderlos. Es el paso de ver solo oro, plata o
mármol, a ver un objeto con el que se dialoga, al que se interroga y se le
concede un nuevo valor cuya medida se ha creado expresamente.
En otro
hermoso párrafo más adelante señalará: "El arte de no dejarse engañar, el
método de averiguar lo auténtico entre las más diversas características y
señalar el género y la historia de una obra, es decir, el arte de interpretar
una obra, se denomina hermenéutica"
(36). Es precisamente el arte de hacer vivos
esos signos muertos, como señaló
anteriormente.
Los objetos tienen, ante la mirada del que aprende su lenguaje, una
historia que contar, una parte de nuestra propia historia. Para ello, nosotros,
los lectores, hemos tenido que ir asumiendo, descubriendo, los lenguajes
perdidos para poder establecer el diálogo.
"Dialogar" es la base de la hermenéutica, el diálogo con un texto o con un objeto que forma parte, como signo, de un texto mayor, la cultura. Lenguajes y textos, unos y otros, configuran la cultura. Con lo que sale a la luz podemos reconstruir, poco a poco, los lenguajes perdidos y lanzarnos a unas primeras interpretaciones, muchas veces alejadas de sentido que tuvieron. Es necesario perfeccionar la lectura profundizando en sus lenguajes, proceso en el que se producen errores, como en el aprendizaje de cualquier lengua.
Ceram
nos trae algunos ejemplos de esos primeros engaños, de esa incapacidad de ver lo que se tenía delante. Porque ver es un acto cultural complejo; vemos
lo que podemos comprender, vemos
dando sentido y desde el sentido. Ese sentido se va corrigiendo camino de una mejor
comprensión, enriqueciéndose cuanto mejor comprendemos ese mundo distante en lo
temporal, en lo cultural o en ambos. Las cosas no significan por sí mismas; significan para alguien y en un mundo
concreto. Es un mundo diferente pero no es absolutamente incompresible por esa unidad de lo humano, por esos restos que
perviven en nosotros que Ceram señalaba. Con todo, llegamos a comprender desde
nuestro mundo. Recreamos un universo legible en el que cuadren esos signos que
van saliendo a la luz del fondo oscuro.
El sentido
de la obra de C.W. Ceram va más allá de la historia de la Arqueología, de cómo
se fueron descubriendo los mundos antiguos más allá de las leyendas y mitos que
nos habían llegado. Nos ofrece una visión de cómo hubo que crear un lenguaje
para entenderse con ese mundo, con sus restos; cómo hubo que crear una
sensibilidad nueva para poder desarrollar el interés por lo que estaba
enterrado y sacarlo a la luz.
Es
finalmente una historia de la Ciencia y de cómo sus verdades son parciales, las que podemos en cada momento, en función
de lo que sabemos, gestar. La aventura de saber, de saber con rigor, argumentando y desarrollando instrumentos, teorías, lenguajes,
pruebas, etc. que es lo que define una ciencia, siempre un ejercicio de
humildad, de alegría por conocer, por salir de la ignorancia a un mejor y
mejorable conocimiento provisional.
Dioses, tumbas y sabios sigue siendo una gran obra, de
una enorme claridad y humildad, un ejemplo de narración y acercamiento de la
aventura del conocimiento a los lectores que puedan apreciarlo. Es una lástima
que estas obras permanezcan casi ignoradas por generaciones que puedan
descubrirlas en las bibliotecas familiares. En el mundo de las descargas
digitales apenas existe esa tentación necesaria, esa llamada de sirena visual
desde el estante, que nos incita a hojear, a descubrir libros más allá de las impactantes
promociones actuales. Publicada en 1949, a muchos les parecerá tan enterrada
como los restos de los que habla. Pero desde que se accede a las primeras
páginas, los signos muertos comienzan a tomar vida luminosa y hablarnos. Quizá
no estaban muertos, sino solo dormidos, a la espera de que los despertáramos
para contarnos su historia.
* Ceram,
C.W. (1985 3ª), Dioses, tumbas y sabios (1949). Orbis, Barcelona.
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