Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Una
parte importante de los Estados Unidos está dándose cuenta de quién es Donald
Trump. Incluso políticos republicanos comienza a decir públicamente que no le
pueden apoyar ni votar, que no se identifican con él, su programa y sobre todo
sus maneras. Más allá de la ideología xenófoba, racista, aislacionista,
machista de Trump —que fue exhibida en la primera fase de las primarias y le
llevó a ser nominado—, lo que está apareciendo ahora es un fenómeno de vergüenza
ajena. Una vez caído el velo, las maneras zafias y brutales de Trump quedan
expuestas con claridad. Endiosado en su megalomanía, Trump se exhibe como
culminación del narcisismo político. Trump solo se ve ya a sí mismo.
El
escritor al que le cupo el honor de escribir con Trump una obra sobre si vida e
ideas —el segundo mejor libro después de
la Biblia, según se dijo repitiendo palabras del magnate— dio en el
programa de Bill Maher la mejor definición que he escuchado hasta el momento: "entre
en Google, busquen la palabra "sociópata" y las diez características
que les aparecen son la descripción perfecta de Trump".
Las
encuestas van mostrando a un Donald Trump estancado y perdiendo apoyos conforme
la verdadera campaña se pone en marcha. La perspectiva de un Trump en la Casa
Blanca hace temblar a medio mundo. De forma más directa, los Estados Unidos
dedican cientos, miles de artículos diarios para exponer el monstruo que se ha
creado y su incombustibilidad. Trump es uno de esos monstruos de vieja película
japonesa, un Godzilla con cresta lacada que sacude los edificios y al que unos
y otros bombardean.
Más
allá de la elección estadounidense, el fenómeno Trump —¿cómo ha llegado hasta
allí?, ¿cómo ha pulverizado a los políticos profesionales del partido
Republicano?— es algo sobre lo que merece la pena meditar y hacerlo sobre su
fondo, su forma y contexto internacional.
Trump
es una combinación de males y vicios que aquejan a las democracias y que en
otros países dan figuras autoritarias como Putin o Erdogan. Trump es una
caricatura de ellos, políticos de amplias espaldas y conocimiento de los
entresijos. Putin juega con el sueño de reconstruir el imperio soviético bajo
el nacionalismo ruso; Erdogan busca lo mismo con el sueño del imperio otomano,
del que se ve como sultán y faro. Podrían ponerse otros ejemplos en distintas
escalas del prestigio del autoritarismo, defendido y aclamado por pueblos que
aplauden el sectarismo y jalean las ejecuciones de los opositores, felices
retrógrados que aplauden a sus dictadores. Por este blog pasan unos cuantos
habitualmente porque considero que es un fenómeno que hay que observar con
detalle para prevenirse de él.
El caso
norteamericano tiene su propia peculiaridad pues se da en una sociedad de
tradición democrática en la que es posible la crítica. Pero no en todas las
partes se parten de los mismos niveles de democracia. En algunos casos apenas
han tenido experiencia; en otros, las van socavando con sus megalomanías
mesiánicas que no pueden ocultar el ansia de poder. Latinoamérica ha padecido
este tipo de fenómeno, cuyo ejemplo más claro es el chavismo y su actual y ruinosa caricatura con un heredero como
Nicolás Maduro.
Más
allá de Trump, la preocupación por el estado de la democracia en el mundo debería
ser grande. La erosión producida creo que puede considerarse desde dos planos:
el de los acontecimientos históricos y desde el plano teórico o intelectual.
Las
democracias son estados frágiles en lo prácticos y necesitadas de reflexión.
Desde el punto de vista de los acontecimientos, asistimos a una mala praxis
histórica: las democracias han dejado de presionar a las dictaduras
considerando que se puede hacer negocios con ellas sin ningún tipo de
consecuencias. Allí donde antes se veía pueblos oprimidos, ahora se ven "mercados
potenciales". La ideas es que es posible defender la democracia dentro del
espacio propio y, sin embargo, estrechar lazos con dictadores o incluso
sostenerlos si son convenientes a los intereses propios. Mientras los
"aliados" se mantengan en el punto deseado, da igual lo que hagan en
sus territorios. Que los Derechos Humanos no te arruinen un buen negocio. La
idea de que es la Economía el único factor que es importante tener en cuenta,
que si no lo haces tú otro lo hará, etc. ha servido para justificar las buenas
relaciones con países en los que se realizaban prácticas contra los derechos y
libertades.
Eso
tiene un coste en credibilidad. El famoso "doble rasero" que se dice
de los países democráticos por parte de los afectados no deja de ser cierto en
este tipo de casos. Lo malo es que ahora el "doble rasero" se usa
para justificar la represión de las personas. Es decir: los países democráticos
han perdido su capacidad moral de exigir o esta se ha visto debilitada. Si se
apoyan unas dictaduras difícilmente se pueden criticar otras con argumentos
sólidos más allá de los maquiavélicos "intereses" propios.
El
autoritarismo se justifica, además, por el éxito económico, por el crecimiento.
Mientras este se mantenga, lo demás se puede hacer. Se le llama
"orden", "confianza", etc. y se mide en los propios indicadores
para evaluar las inversiones extranjeras. Un país con una férrea dictadura es
"estable" y, como se nos dice a menudo, una garantía para los
inversores.
Pero
hay otro fenómeno de gran importancia: el discurso teórico sobre la decadencia
de la democracia. Combinados con el anterior, hay dos formas de discursos en
este sentido: a) el discurso que quiere hacer ver que las democracias son
inventos "occidentales", fórmulas de penetración en otras culturas; y
b) el discurso interno que habla de la ausencia de representación de la
democracia que conocemos.
Ambos
tipos de discursos van erosionando la confianza democrática en planos
diferentes. Su efecto es grande porque se han quedado prácticamente con la
reflexión sobre la democracia.
La
crítica es consustancial a la democracia, pero para ello la democracia debe
tener un respaldo que se traduzca en un afán de mejora. La crítica democrática
busca una democracia mejor, más
eficaz en la garantía de las libertades de todos, sociedades más justas, personas
más autónomas, etc. Pero de la crítica que busca la destrucción de la democracia es necesario precaverse.
Hoy más
que nunca es necesaria una reflexión democrática sobre la democracia. Sin
embargo, este discurso es minoritario frente al torrente de críticas que buscan
su debilitamiento en favor de un modelo autoritario, carismático, como el que
estamos viendo en diferentes espacios.
La
creencia en que la democracia es un viejo invento que se ha agotado debe ser
frenada con ideas y la renovación del mensaje democrático. Vender los sistemas
autoritarios y caudillistas como novedad solo es posible ante la extensión
social de la intolerancia y el dogmatismo, que son los verdaderos enemigos de los
sistemas democráticos.
El
siglo XXI debe ser el de la reconstrucción de los valores democráticos, de la
tolerancia, el diálogo y la renovación constante para evitar el
anquilosamiento. Los vicios que la corroen son precisamente los que surgen de
la seducción, del atractivo del demagogo, del que es capaz de convencer gracias
a las artes retóricas para hacer vivir en una ilusión fascinada a las personas.
Hay un
aumento del dogmatismo autoritario, del fundamentalismo religioso y político
por todo el mundo. Está comenzando a llegar a las democracias más estables, que
ven cómo llegan o se quedan a las puertas individuos como Donald Trump. En
otros países, rompen la baraja cuando consiguen hacerse con el poder, haciendo
retroceder las libertades con enemigos imaginarios que son usados como excusas
para purgas y ejecuciones.
Es
sorprendente lo poco que valoran las generaciones jóvenes la democracia. Los
valores del éxito parecen ser más atractivos. Este se puede conseguir de
cualquier manera, pues la falta de empatía política con los otros —como miembros
de la misma comunidad— hace verlos como objetivos de los más cínicos, de los
depredadores que han comprendido, como los libertinos del siglo XVIII, como el
superhombre del XIX, como el ejecutivo "psycho" del XX, que los
valores éticos son obstáculos.
Me temo
que insistimos poco en la importancia de la democracia y sus valores reales.
Creo que los dejamos como una especie de cuento con el que mecer la cuna, como
una historia bonita con la que ocultar las verdaderas ansias de poder.
La
llegada de personas como Trump a las puertas de la Casa Blanca, de otros muchos
en sus respectivos países y, desgraciadamente , de imitadores es un aviso. La
demagogia es peligrosa y llega muy arriba cuando no se tienen escrúpulos y se
juaga con la ignorancia. Quizá parte del problema resida ahí, en sociedades de
deseos a las que se seduce a todas horas, a las que se estudia y analiza para
saber cómo manipularlas, alentando sus vicios y alejándola de sus virtudes.
La
democracia, por el contrario, implica una capacidad importante de renuncia, de
aceptación de cuestionamiento de uno mismo y de valoración del otro. La
democracia no es, como se nos dice a veces, una guerra encubierta, sino una paz
activa, dinámica y constructiva. Debe ser real y no una ilusión.
Solo
cuando valoremos esto se podrá confiar en que lo que queremos para nosotros, lo
queremos también para los demás. Y será posible entonces crean un clima
distinto. La democracia, si es auténtica, no es una debilidad, ni un engaño.
Más allá de las ideas personales, la democracia implica cómo defenderlas, discutirlas y llevarlas a la práctica respetando el juego democrático. Las mentiras contadas por Trump (hay listas publicadas hoy por The Washington Post) o las contadas a los británicos para conseguir sus votos para el Brexit (como ellos mismo reconocieron) son ejemplos de cómo se incumplen las reglas de honestidad. Puede que algunos crean que "mentir" forma para de la política, pero no desde luego de la democracia. Los que creen que cualquier método es bueno para conseguir el poder y que en eso consiste la política se equivocan y hacen que la propia política se resienta debilitando la confianza en ella. Pero los excesos son muchos y hace falta, por ello, mucha ejemplaridad y demostración de sacrificio.
Lo que
está claro es que hacen falta voces, renovar el discurso y ejercerlo en la
práctica, poner en marcha los principios y valores. El silencio empieza a ser
suicida ante demagogos amplificados y con medios suficientes.
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