Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Como
siempre, nuestros burócratas educativos y tiburones de la excelencia —una
combinación explosiva— se han hecho con el control de sistema que garantiza la ignorancia suficiente, definida por el
recorte del gasto, y la excelencia
rentable, definida por la inversión selectiva. Con ello hemos puesto la
educación —y todo lo demás— en manos de un sistema productivo salvaje —copiando
sus malas maneras— que no quiere formar personas sino personal y que este tenga el know-how
suficiente para no pifiarla dentro de la cadena de trabajo.
Dicen
que la virtud está en el medio, pero también que no hay que estar en medio como los jueves.
El "medio", la "mitad", el "promedio"... la
"normalidad", en suma, se ha convertido no tanto en un valor propio,
como en una forma de medición de todo, una suerte de relativismo que —unas
veces para bien y otras para mal— te define respecto a un hipotético centro. En
unas ocasiones estar allí es bueno; en otras, un desastre. Pero, sea como sea,
ese medio que define lo normal y, por
ello, lo anormal —de una talla, de
una actitud, de un gusto...— se ha convertido en una poderosa herramienta para
la vida social. Está alcanzando un peso
importante en muchas decisiones y divisiones sociales porque crean unos
espacios relativos a esa normalidad que puede extenderse a casi todos los
ámbitos de la vida. Nuestras sociedades van buscando ese punto central, el
medio, que define alrededor una serie de distancias y posiciones que incluyen
valores y valoraciones. Por mucho que se definan matemáticamente, no por ello
son aspectos objetivos ni neutrales ya que la decisión de construir dicho
espacio es humana, demasiado humana.
Siempre se hace por algo y para algo.
Había tenido
una conversación online sobre el papel de la Humanidades en la educación de la
persona y sobre esa idea de Martha Nussbaum que había recogido en algunos
"Charcos" y fuimos derivando a las reacciones que se están dando dentro
del sistema educativo norteamericano a planteamientos determinados por su
conversión en lo que podríamos llamar una burocracia
de mercado, en la que las personas cuentan poco y sí los procedimientos
para medirlos. Hablamos de lo que algunos llaman la "burbuja
educativa", producida por los endeudamientos de los jóvenes (y sus
familias) para poder pagarse una educación que les permita ser
"competitivos" dentro del sistema. Los efectos no están garantizados,
ya que las instituciones educativas se han transformado en esas fábricas de
educación con la vista puesta en lo que el sistema les pide y no en lo que las
personas necesitan para tener un conocimiento del mundo y de sí mismos
enriquecedor. Pero el término "enriquecedor" ha quedado reservado
para todo lo relacionado con las cuentas bancarias. Las personas no existen;
existe lo que el sistema necesita para seguir en marcha. Se van desplazando
hacia el exterior todos aquellos que no se ajustan a las necesidades del
sistema productivo, que lo más que ofrece (y le importa) son estímulos para la eficiencia.
Todo
nuestro conocimiento científico, todo
nuestro esfuerzo académico, se dirige
hacia esas metas de gestión de los recursos humanos para optimizar los recursos sociales. La cuestión está en que esta "optimización"
solo favorece a los grandes beneficiarios de la traducción económica del
esfuerzo ajeno que convierte una pequeña parte en "estímulos" para
que haya una dinámica que presione sobre las personas que asegure que nadie
está satisfecho, palabra tabú en este sistema ya que implica, como en el Fausto de Goethe, detenerse y por ello
la muerte del sistema.
En
España ha entrado esta fiebre —verdadera enfermedad
métrica— de forma explosiva, ya que de ella viven muchas personas e
instituciones. Es además —y es importante— una forma de poder y de control del campo. Es un sistema que vigila y
castiga, en la mejor tradición teórica foucaultiana. Mientras en Estados Unidos
comienzan a señalar los estragos que esto causa, aquí lo consideramos un gran avance porque nos permite camuflar
como "ciencia objetiva" lo que no son más valores y juicios numerizados. Es poder que se ejerce directa e indirectamente. Los márgenes definen
si estás dentro o fuera y la penalización o el premio consiguiente. Si no
quieres correr en esta carrera absurda, el sistema te sanciona igualmente. Es
el poder de la normalización, esta
vez en el sentido de las acciones. La "anormalidad" es pronto
detectada y eliminada.
Como me
dijo hace tiempo una profesora española que enseña en los Estados Unidos desde
hace muchos años, España ha desarrollado lo peor de los dos mundos, lo peor del
sistema americano y del europeo: un sistema que pretende ser
competitivo con una burocracia infame. Competir no tiene como fin la mejora del
sistema (que sería un criterio que habría que definir en valores) sino el
control de los recursos (es decir, una forma combinada de reducción general y
reparto selectivo). Con ello el sistema educativo se ha convertido en una
jungla en la que escasea el alimento. Que sobreviva el que pueda. No es la
mejor escuela educativa, desde luego. La moralidad
es la misma que la existente en un avión caído sobre los Andes. Y estos son los
valores que directa o indirectamente está extendiendo (reproduciendo) el
sistema educativo.
Tras
nuestra conversación trasatlántica, me fijé en la reseña de un libro reciente, The End of Average, reseñado en The New York Times, por Abigail Zuger.
El libro ha sido escrito por Todd Rose, un académico de la Facultad de Educación
de la Universidad de Harvard, que incide en estas cuestiones.
Todd Rose es además cofundador del Center for Individual Opportunity, cuya autodescripción señala: "At the Center for Individual Opportunity, we are committed to solving this problem. Leveraging powerful new insights from the science of the individual, we are working to change public mindset and transform our social institutions in ways that will nurture potential, expand talent, and ensure the promise of opportunity in modern society." Expresado de esta manera, parece que el lenguaje de la excelencia ya lo impregna todo.
Todd Rose es además cofundador del Center for Individual Opportunity, cuya autodescripción señala: "At the Center for Individual Opportunity, we are committed to solving this problem. Leveraging powerful new insights from the science of the individual, we are working to change public mindset and transform our social institutions in ways that will nurture potential, expand talent, and ensure the promise of opportunity in modern society." Expresado de esta manera, parece que el lenguaje de la excelencia ya lo impregna todo.
Señala
Zuger en la introducción de su reseña de la obra:
All of us want to be normal, yet none of us
want to be average.
We march through life measuring ourselves on
one scale after another, from developmental markers through standardized tests
and employment evaluations, cardiac risk and bone density scores. Not to
mention the ready-made clothes that never fit anyone quite right.
Does it have to be that way? Must the tyranny
of the group rule us from cradle to grave? Absolutely not, says Todd Rose in a
subversive and readable introduction to what has been called the new science of
the individual.*
Que tengamos que llamar, tras unos miles de años de
civilización, a un cuerpo de conocimientos "nuevas ciencias de lo
individual" no deja de ser una paradoja, especialmente cuando la retórica
del Sistema insiste tanto en el fracaso histórico del "colectivismo"
y otros bonitos discursos. La batallas ideológicas, a estas alturas del siglo
XXI, parece que solo han servido para decidir quién dirige la fábrica y cómo
establecer el sueldo de los directivos, algo que suelen decidir los propios
directivos. Hay una colectividad que surge de la ideología igualitaria y otra,
la que padecemos hoy, que surge de la mentalidad fabril y de la eficiencia, es
decir, de las cadenas de montaje, con su cronometría y análisis de los
resultados.
Los que sospechan que el mundo está regido por las grandes corporaciones
se quedan cortos. No es una cuestión de despachos en la sombra, sino de
mentalidades extendidas por todas las capas del sistema social, de la sanidad a
la educación.
La reflexión sobre la educación se hace imprescindible dado
el nivel de despersonalización que está atacando al sistema educativo,
controlado por una burocracia de hierro que ha creado un sistema de vigilancia
y control, de puntuaciones, evaluaciones, etc. que lo está haciendo realmente
asfixiante para todo aquel que no comparte estos principios de selección y
formación.
Es una mecánica deshumanizada. Desgraciadamente se está
imponiendo entre nosotros con efectos devastadores sobre la formación y el
modelo de persona que se produce.
La petición de unas ciencias
de la individualidad puede parecer una frivolidad y quizá esté impregnada
de la misma filosofía "cientifista" que pretende evitar. Puede que ya
no haya otra forma de relacionarse más que a través de una
"disciplina" que nos divida en observadores y observados, en
investigadores y objeto de estudio. Nadie se libra, pues el sistema genera
observadores para los observadores, que también se ajustan a los mismos
procedimientos. Si son eficaces para los otros, también lo serán para ellos.
De esta forma el sistema deja de tener sentido y simplemente
se ajusta a las cifras establecidas. Es un sistema que tiende a desarrollar
mecanismos contantes de medición para que esas cifras que representan a las
personas sean más ajustadas a los fines que se busca cumplir, es decir, la
eficiencia en cualquiera de los campos.
En el mundo educativo este planteamiento supone un verdadero
cáncer que se va haciendo con el conjunto del sistema. La educación es el
máximo sistema reproductivo social. Da forma a las personas. Si las élites ya
no son críticas con el sistema sino su perfecta consagración, el sistema se
condena a avanzar ciegamente, convencido de su propia eficacia. Y las élites
del sistema hace mucho que ya no lo son sino su perfecta imagen especular. El
propio sistema se encarga de eliminar a los críticos y hace ascender por sus
escalinatas de la excelencia a los que mejor cumplen los requisitos. La única
opción es tratar de ignorarlo, algo cada vez más difícil por la presión brutal,
por la exigencia continua y la amenaza constante.
Señala en su reseña Abigail Zuger:
One suspects that humans have always informally
compared themselves with one another. Dr. Rose lays the blame for our modern
obsession directly at the feet of Adolphe Quetelet, a 19th-century Belgian
mathematician. Quetelet was an early data cruncher, the first to apply
statistical tools to large groups of people.
Among his accomplishments was devising the body
mass index, a ratio of weight to height that we still use to decide if people
are too big or small. For him, the average was the optimal; normal was the best
thing any human could ever possibly be.
Not so for one of his intellectual heirs,
Francis Galton of Britain, who agreed that averages were excellent tools for
understanding individuals. Ultimately, though, he came to the conclusion that
the average defined not the optimal but simply the mediocre, a mark to be
measured only so that it could be surpassed.
These two incompatible concepts of the norm
have endured, a permanent tension defining an era Dr. Rose calls “The Age of
Average,” populated by “averagerians” (a term coined in 1864) who rely on group
averages to understand individuals and predict individual performance.*
En ocasiones se busca en los márgenes; en ocasiones se hace en
el centro. Pero el principio es el mismo: el reduccionismo de la persona para
que entre en las variables aplicadas. La selección conforme a la posición
La ideología triunfante es finalmente la de la maquina ciega
que sigue su programa indefinidamente, refinándose en cada vuelta de tuerca,
detectando cada vez mejor quienes son los obstáculos en su camino y
eliminándolos. Todo muy eficaz. Quizá más que ciencias de la individualidad (Foucault diría que se trata de
constituir un saber que controle de
nuevo), lo que habría que tratar de recuperar es el sentido mismo de la persona
y de su valor como tal. Mientras la pensemos como algo al servicio de un fin
extraño a sí mismo y fijado exteriormente, siempre se convertirá en objeto de manipulación.
Como personas, nos formamos en una relación con los otros. No somos islas, decía el poeta; somos un punto de equilibrio entre el yo y el nosotros. Si se limita el yo en sus posibilidades y el nosotros es jungla competitiva, la sociedad cae por el peso de su propio egoísmo. Las crisis que vivimos confirman que, sin ese equilibrio, vemos a los demás como peligros, obstáculos en nuestro camino. Llamarle "nuestro" es quizá una ironía, pues realmente somos empujados a él mediante distintos recursos, muchos de ellos muy sutiles, otros más burdos.
De todas las corrientes de pensamiento que han surgido de la
Ilustración hasta hoy, hemos elegido como triunfadora, por su uso apabullante,
la que proviene de las máquinas, haciendo que las personas se comporten como
tales.
Las propias instituciones educativas deberían plantarse estas cuestiones
si es que queda en ellas la capacidad de hacerlo. De no ser así, el sistema
expulsará aquello de donde pueda surgir su corrección haciendo imposible el
cambio. Nos condenamos a tener cada vez menores márgenes para que esa
"individualidad", convertida en materia de estudio alternativo, pueda
sobrevivir a la maquinaria diseñada.
A unos no les importa; otros no se dan cuenta. Alguna voz
discordante puede resonar en el camino, pero no es más que un pequeño ruido que
es pronto reparado.
*
"Review: In ‘The End of Average,’ Cheers for Individual Complexity"
The New York Times 22/02/2016
http://www.nytimes.com/2016/02/23/science/book-review-the-end-of-average-todd-rose.html
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