Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
No sé
cuántas portadas se le han regalado al Estado Islámico con motivo de las decapitaciones
de periodistas. No hay duda de que el motivo de la decapitación es filmarla y
difundirla al mundo después. Ese es el objetivo de secuestrar periodistas y
luego lanzar las imágenes con la seguridad de que van a ser reproducidas con
profusión por los medios. De esta manera —tampoco tengo ninguna duda— los
propios medios contribuyen a fomentar el secuestro concediendo notoriedad a los
asesinos por la elección de sus víctimas. Si dicen que no hay que pagar rescate
para que no se convierta en una forma de financiación, ¿por qué se hace lo
contrario con las imágenes?
Pero las
ventas y la morbosidad que suscitan las imágenes son una tentación para aquellos
que se enfrentan a este tipo de situaciones. El debate no es nuevo, pero sí se
ha reducido buscando escalas de lo
admisible, por decirlo así. Es decir, ¿hasta qué punto se pueden ofrecer
imágenes de la barbarie sin ser acusados de a) mal gusto; b) complicidad; c)
insensibilidad; y d) sensacionalismo para aumentar las ventas?
Hubo un
tiempo en que este debate se hacía explícito y los medios salían justificando
sus decisiones, por lo que —al menos— comprendíamos que se habían enfrentado a
algún tipo de dilema moral. Hoy no lo he visto. Solo he visto esas llamativas
portadas en las que unos hombres arrodillados, vestidos de naranja, esperan a
que un hombre vestido de negro les degüelle. Tal como en una saga
cinematográfica, el final de una decapitación incluye la promesa de regreso,
creando las expectativas para la siguiente entrega de la serie, "El
regreso del carnicero". Hasta el asesino ha sido seleccionado, como si se
hubiera realizado un "casting", por su acento británico, para tener
una audiencia más amplia. El verdugo ex rapero ha seguido en el mundo del
espectáculo.
En un
mundo en el que la imagen va sustituyendo al texto, en el que estamos rodeados
de dispositivos que reclaman nuestra atención de forma cada vez más competitiva,
en el que todo nos entra por los ojos y va directamente al estómago con un
mínimo esfuerzo mental, la barbarie tiene necesariamente que crecer en
espectacularidad. ¿Ha habido algo más espectacular que el horror del 11-S, con
imágenes desde todos los ángulos? La extensión a la vida cotidiana de
dispositivos de captación de imágenes —teléfonos, cámaras...— y la constante
vigilancia instaurada en los escenarios públicos —calles, oficinas,
satélites...— no han convertido en mirones impenitentes y han redirigido la
acción a su eficacia comunicativa.
El "terror"
tiene dos fases nítidas: el hecho en sí y la repercusión buscada. Lo primero
queda ya supeditado a lo segundo. Se elige la acción en función de la
repercusión. No se trata ya de matar a alguien sino de que ese alguien
garantice una distribución posterior del mensaje. En este esquema: un crimen es
un mensaje, no un dato. Hay miles de muertos a los que nadie da importancia; se
trata de elegir la víctima adecuada. ¿Quién más adecuado que el mensajero?
Desde
esta perspectiva, cuanta más difusión se dé a la muerte de los periodistas, más
periodistas se ponen en peligro, es decir, en el punto de mira de los
terroristas. Los criminales, con su conocimiento de los medios, saben del
efecto anestésico de la exposición
excesiva, y anuncian —como si fuera un tráiler de la tercera entrega—, que la
próxima vez la muerte será de un británico. Dosifican así el interés. Las
víctimas son seleccionadas en función de esa programación mediática que les
lleva a tener mayores audiencias. Es una macabra programación de la temporada.
Cuando
la madre del último periodista asesinado, Steve Sotloff, decidió grabar un
vídeo pidiendo misericordia para su
hijo secuestrado, el guión-destino ya estaba escrito hace tiempo. Solo hacía
falta rodarlo. Los medios recalcaron mucho que la madre miraba directamente al
objetivo de la cámara, que era como mirar
a los ojos de los terroristas. En un mundo de imágenes y comunicadores es
lo que le recomendaron, "mantenga la mirada".
Expresé
mis dudas de que ese mensaje sirviera de algo y que lo que nosotros
entendíamos, desde nuestra forma de comunicación, se entendiera justo como lo
contrario, como una especie de desafío que muestra la debilidad del enemigo al mandar a las mujeres a conmover al
poderoso. Todo texto es lectura y se puede reinterpretar mediante giros
interesados. Comenté también el desprecio con el que dirigentes del Estado
Islámico habían contestado recientemente a las preguntas sobre sus propias
familias, una pregunta absurda para ellos. ¿Qué importan las familias si ellos
se están ganando el paraíso? Ellos sienten que cada sacrificio —también han
sacrificado a su propias familias— es una muestra de su voluntad inquebrantable
y, por ello, de la fuerza de "su verdad" y el "apoyo divino. El
vídeo de la apenada madre entró a formar parte del circo mediático.
Ahora la
familia de Sotloff amplía el "desafío" mediante un portavoz, un
experto que habla perfectamente árabe y que lo primero que ha hecho es retar
públicamente al nuevo califa terrorista a debatir
sobre el Islam. Con todos mis respetos a la familia y a su dolor, no creo que
sea lo más adecuado o, si se prefiere, que sirva de algo. Pero es demasiado "norteamericano"
como para no hacerlo. Realmente, ¿esperan que lo haga? Desde casi todas las
instituciones del mundo islámico lo están diciendo todos los días —de palabra y
por escrito— que el Estado Islámico es una aberración teológica y una monstruosidad
inhumana humana. Se emiten fatwas
desde las instituciones condenando sus acciones y crímenes, pero no se le
ocurre a nadie retar a un debate como si fueran unas primarias al paraíso.
Pero en
un mundo visual programado también están programadas las posibles respuestas
familiares. Las imágenes posibles —el repertorio disponible de modos— están
ante cada uno de ellos. La negativa oficial de los Estados Unidos a negociar sobre
rehenes —no hace falta explicar las consecuencias y vulneraciones que ha tenido
históricamente de Irán en adelante— deja el peso de la acción a las familias y
a sus asesores y portavoces.
Los
Estados Unidos pueden intentar acciones de rescate que funcionan o no. En este
caso fracasaron, y las familias asumieron el protagonismo. Oficialmente siempre
es mejor decir —también es cuestión de imagen ante la opinión pública— que se ha intentado aunque se haya
fracasado, que ser acusados de no haber hecho nada. Esto es lo que ha ocurrido
en este caso. Tras la muerte de James Foley, el primer periodista asesinado por
los verdugos del EI, se hicieron públicos los intentos fallidos de liberación.
Los
tres discursos forman un todo interrelacionado: las series de los criminales
—amenazas, ejecuciones y nuevas advertencias—, la de la familia —peticiones de
clemencia, desafíos...— y las de los gobiernos —éxitos de las operaciones y
justificaciones de los fracasos, advertencias de que se hará justicia—. Estas
tres series de discursos se definen conjuntamente, forma un todo
complementario, que usa a los medios de comunicación como herramientas de
distribución por todo el globo.
El seis
de junio tratamos aquí una variante de estos elementos mediáticos, el caso de sargento
Bowe Bergdahl, el "sargento perdido" en Afganistán. Se consiguió la
liberación. El presidente Obama se hizo fotos con la familia para anunciar en
la Casa Blanca que el sargento había sido liberado. Los conflictos comenzaron
cuando un discurso, hasta el momento marginal, emergió con toda su fuerza: la
denuncia de sus compañeros de que el sargento había desertado durante la noche y
en su huida fue atrapado por el enemigo. El discurso del héroe se venía abajo y
se volvía contraproducente todo lo hecho. Las largas barbas dejadas por el
padre para empatizar con los secuestradores
se veían sospechosas y se criticaban agriamente por poco patrióticas. Las redes
sociales se organizaban para mostrar que los verdaderos héroes fueron los soldados que se jugaron la vida
intentando encontrarlo y los que murieron en el intento. Todos los guiones
previstos saltaban por los aires ante el giro inesperado de la historia. Si
Hitchcock hizo suyo el tema del "falso culpable" en muchas de sus
películas, aquí teníamos el socialmente más demoledor del "falso héroe".
No solo existe el "caballero oscuro" en Gotham; hay que tener cuidado
con el "caballero blanco", porque aquí todo se sabe. Retorcemos las
historias de nuestros cómics, pero simplificamos la oscura realidad hasta
convertirla en un mal tebeo. El pueblo donde vivía la familia, decorado con fotos y
peticiones de regreso, quitaba discretamente de sus puertas, ventanas y
escaparates los carteles de alegría ante la perplejidad de lo revelado. El "sargento
perdido" se "perdió" de nuevo entre hospitales y tratamientos
hasta un momento más adecuado para él y los demás. No creo que nadie le reciba
en la Casa Blanca; falló el final esperado.
Me dio
una profunda pena ver la grabación de la madre de Steven Sotloff. La familia
hace lo que cree que puede ser eficaz en cada caso, asesorados por personas que
aciertan más o menos, pero a las que presumo siempre buena voluntad, aunque me
equivoque. Pero fuera de esos círculos angustiados brilla la manipulación y el
oportunismo descarado que busca sacar su rendimiento mediático o político a
situaciones de necesidad trágicas. Es duro para ellas aguantar largas
temporadas sin tener muchas posibilidades de acción y tratando de mantener en
el candelero mediático los casos de sus hijos soldados o periodistas. En el
caso de los militares, hay una institución detrás que tiene a gala que no deja a nadie atrás; pero en el caso
de los periodistas —lo comentamos hace un par de días— la cuestión no está tan
clara.
Cada
portada que se ha dado a los criminales, se vuelve contra los profesionales
sobre el terreno —que pasan a ser valiosas piezas de caza que cobrar—, contra
los medios que las difunden de esta manera y contra la sociedad que se
acostumbra a que le traduzcan visceralmente
los conflictos mediante imágenes impactantes. Los titulares de la prensa británica nos dicen que hay decenas de "yihadistas" británico que se fueron a Siria y que se "han desengañado" de la guerra y que ahora quieren "volver" a sus casitas británicas a descansar de la aventura, un poco pesada ya. No creo que esa sea la situación del verdugo carnicero, pero habrá algunos desengañados. Pero para desengañarse hay que estar antes "engañado" y esa responsabilidad es la que hay que buscar, ¿por qué se ha dejado crecer esto sin prevenir algo evidente? Siria se ha dejado pudrirse y de esa podredumbre es de donde ha salido este monstruo del que no será fácil deshacerse porque por muchos yihadistas occidentales que regresen desengañados hay muchos miles más de fanáticos locales y de apoyos de esos fanáticos crecidos a la sombra de políticas nefastas, de errores de comprensión y de abandonos clamorosos.
El
debate sobre la eficacia de esto no debería soslayarse; se deberían realizar
encuentros de profesionales y responsables de medios. Pero lo que se mira es el
estado de las finanzas y poco más. Los debates y críticas mediáticos que se
suscitaron tras los atentados en los Estados Unidos y posteriormente en Europa,
con lo atentados de Madrid y Londres, quedaron en nada. Y ahí están ahora las
portadas.
Me
quedo con la imagen que puse cuando tratamos aquí de la muerte de Sotloff:
sonriente, rodeado de banderas sirias y de dos niños que desean poder vivir en
una tierra en paz, sin nadie que vaya matando ni decapitando en nombre de
ningún Dios o profeta. Dice la familia que Steven amaba el mundo árabe. Ha
habido muchas fotografías de ciudadanos sirios y de otros países árabes que has
exhibido pancartas mostrando su amor y agradecimiento por su sacrificio por un país
que no era el suyo. Pero las imágenes de alguien con una pancarta con un
corazón pintado no son lo bastante llamativas para algunos.
Jóvenes
libaneses han iniciado una campaña en Twitter (con el hashtag #BurnISISFlag Challenge)
quemando las banderas del Estado Islámico para mostrar su repulsa y han
invitado a todos los musulmanes que rechazan esto, la inmensa mayoria, a
imitarles y distribuir las imágenes. Ha habido otras acciones de repulsa
bastante más humillantes, dadas la cantidad de cosas que a la gente se le puede
ocurrir hacer con una bandera. Las más beligerantes hasta el momento, por lo que he podido apreciar, las feministas, que ven y sufren en sus carnes los efectos del islamismo político o del yihadismo. A la quema de banderas añaden todo tipo de escarnios para estos carniceros. Usan un lenguaje que entienden perfectamente aquellos a los que va dirigido; no necesitan debates teológicos con ellos. Saben que son inútiles. Por eso, a las imágenes brutales que ellos lanzan, responden con otras que les humillen, aunque sea a costa de jugarse el rechazo familiar y de los bien pensantes locales. Esto es una guerra con muchas aristas y niveles. Aliaa Magda Elmahdy, la feminista egipcia exiliada por su desnudo de protesta en su blog, ha publicado una foto especialmente humillante: desnuda, sangrando, y con una compañera defecando sobre la bandera del EI. Esa mirada sí es desafiante. Solo le queda perder la vida en su lucha. Si quieren sangre, les ha dado sangre. Muchos se han escandalizado por la imagen, pero hay muchas más cosas por las que escandalizarse en el mundo.
La
propaganda ha sido siempre una parte importante de las guerras. Pero hoy las
guerras son más extrañas y se han convertido en espectáculo desde su
planificación meticulosa e interesada. Los medios ya no son meros testigos; son
actores y víctimas sus profesionales.
Los carniceros preparan nuevas entregas de su saga sangrienta.
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