Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Seguimos
pensando que la "cultura" es algo que se compra en los supermercados.
Los más avispados consideran que se debe vender en otros lugares más adecuados,
pero pocos dudan que se deba vender.
La cultura es algo sujeto al mercado,
nos dicen y repiten. Los que atacaban las subvenciones siempre usaban el
argumento de que el mercado no quería esos productos porque eran
"malos"; que a cuatro pejigueras les apeteciera no significaba que
fueran "buenos", solo significaba que les gustaba a ellos, unos
sibaritas con el dinero de todos. Ese era el argumento, el mercado: lo "bueno" es lo que gusta a muchos; lo
"aburrido" lo que gusta a unos pocos. "La cultura no tiene que
ser aburrida", dicen. Y se aplica entonces —de la Filosofía a la
Matemática pasando por la medicina— la
fórmula mágica, el entretenimiento.
Probablemente
no haya término más complejo que el de "cultura", complejo hasta la
desesperación pues se aplica al continente y al contenido. a lo estático y a lo
dinámico, al hecho de transmitir y a lo transmitido, a lo popular y a lo
minoritario. Repásese lo que quiere decir en múltiples expresiones cotidianas y
veremos que es una palabra de una gran complejidad.
El corresponsal
parisino del diario El País nos presenta la obra del profesor italiano Nuccio
Ordine, autor del texto "La utilidad de lo inútil" que, nos dice, «ha
preferido usar la palabra para embestir contra la ignorancia promovida desde
las instituciones y advertir de sus efectos a la ciudadanía. Si dejamos que nos
roben el legado de nuestros antepasados y que se mutile el conocimiento, avisa,
no es que dejemos de ser personas cultivadas: es que las generaciones futuras
dejarán de ser personas en sentido estricto.»* No sé si se deja de ser "persona",
otra palabra compleja, pero sí creo que seremos de otra manera.
La
alusión al "embestir" recoge el incidente producido hace unos días cuando
Attilio Maggiulli, director de un pequeño teatro parisino la Ópera Italiana, decidió
incrustar su coche contra la valla del Elíseo como señal de protesta contra la
política cultural francesa. Quizá se sentía un poco Quijote arremetiendo contra
los molinos. Como consecuencia, Maggiulli pasó por las dos instituciones
afectadas por el caso: la comisaría y el psiquiátrico.
Hace
unos días traíamos aquí la advertencia de Nietzsche: nuestra educación busca
que seamos egoístas más inteligentes.
Nietzsche no tenía buena opinión de los utilitaristas ni de los tenderos. Hoy dirigen el mundo. Su
concepción era más aristocrática y no
creo que tuviera muchas esperanzas de que la sociedad fuera a mejor en este
sentido. Su unidad de medida era más el individuo que el grupo, que siempre
implica resistencia igualitaria.
El
periodista de El País nos resume las ideas de Nuccio Ordine:
La tesis central del libro puede ser resumida
en la idea de que la literatura, la filosofía y otros saberes humanísticos y
científicos no son inútiles, como cabría deducir de su progresivo destierro en
los planes educativos y presupuestos ministeriales, sino imprescindibles. “El
hecho de ser inmunes [dichos saberes] a toda aspiración al beneficio”
constituye, según el autor, “una forma de resistencia a los egoísmos del
presente, un antídoto contra la barbarie de lo útil, que ha llegado incluso a
corromper nuestras relaciones sociales y nuestros afectos más íntimos”.
[...]
“El utilitarismo ha invadido espacios
en los que no debería haber penetrado nunca, como las instituciones
educativas”, denuncia el profesor calabrés. Y advierte: “Cuando se recorta el
presupuesto para las universidades, las escuelas, los teatros, las
investigaciones arqueológicas, las bibliotecas… se está cercenando la
excelencia de un país y eliminando cualquier posibilidad de formar a toda una generación”.*
Ordine introduce
el "egoísmo del presente" como si este no hubiera existido en el
pasado. Nietzsche explicaba que el ser humano había descubierto su egoísmo y —lo esencial— no le importaba. Me parece que es en esa
indiferencia de actitud donde radica la clave.
Creo
que Ordine parte de un error: las instituciones educativas siempre han sido
"utilitaristas" en un sentido u otro, tanto en la vía laica como en
la religiosa, en la laboral como en la intelectual, la educación es dar forma para una sociedad en mente. La
educación, de los gremios a los príncipes, siempre se ha diseñado, impartido y recibido para algo. No creo que haya existido una educación sin finalidad. Y solo
asumiendo eso es posible corregirla o mejorarla. La cuestión económica
—recortes o no— es de otro orden. No puede decirse que las universidades más
ricas del planeta sean universidades sin sentido de la utilidad, muy al contrario. Piénsese simplemente en las más
prestigiosas y caras universidades de los Estados Unidos o Europa, por ejemplo,
y en su papel en la formación de las élites. Se ha enseñado lo que era útil para unos fines u otros, para la
piedad o para los negocios. Ni los estudios clásicos se escaparon de esto.
Los
únicos que podían permitirse una "educación inútil" eran los que
tenían asegurado su sustento, que se dedicaban, como diletantes —palabra que habría que recuperar y librarla de sus
connotaciones negativas—, al cultivo placentero de las artes o las ciencias. "Diletante"
es una palabra que viene del italiano y tiene la misma raíz que
"deleitarse". Es el que practica algún tipo de arte como
"aficionado", no de forma profesional. Especialmente se relacionaba
con la música, con tocar algún instrumento por el simple deleite de hacerlo, no
para ganarse la vida, en cuyo caso se entraba en un profesional que merecía otro tratamiento. Los
matices peyorativos que se acumularon son precisamente frente a la busca de rentabilidad
del profesional, que se esmera en sus interpretaciones para conseguir un mejor
estatus mientras que el diletante lo hace para aumentar su deleite, su placer.
Algunos
de los grandes escritores del siglo XVIII y principios del XIX no se
consideraban —ni querían serlo— "profesionales", sino "diletantes",
personas que disfrutaban escribiendo. No pretendían ganarse la vida con la
escritura, como otros de sus contemporáneos, sino hacerla más llevadera, darle sentido con un deleite diferente a
otros placeres mundanos.
Hoy, salvo casos muy extraños, la cultura se ha
profesionalizado e industrializado, dos procesos que entonces comenzaron a
extenderse con la creación de públicos y mercados más extensos que los
anteriores, muy reducidos. El factor esencial para ello fue la educación. Los
movimientos pedagógicos extendieron el alcance de las escuelas creando públicos
letrados más amplios que a su vez presentaron nuevas demandas de cultura. La
novela, por ejemplo, se vio beneficiada por esta nueva demanda popular, en
detrimento de una cultura más clásica que había despreciado el género. Así
comenzaron los primeros bestsellers y las críticas de los autores
"elitistas" —como Goethe— que creían que el mundo se estaba
"americanizando", es decir, un pueblo nuevo, sin pasado ni herencia cultural, que
pretendía guiarse por sus propias decisiones del momento, algo que les parecía
absurdo desde una tradición que hacía a la Historia "maestra de la vida". Quizá la perspectiva que los elitistas atisbaron no iba tan
desencaminada en el sentido del entierro de la tradición cultural en beneficio
de un presente manejado por el aquí y el ahora del
beneficio presente.
Hoy
nuestras instituciones educativas, con el beneplácito de todos —docentes y
autoridades—, se han convertido en gozosas entidades competitivas que ofrecen
sin pudor listas de lo alto y lejos que llegan sus alumnos, del número de citas
que acumulan sus profesores, subvenciones, premios, etc., como garantías de
utilidad. Y los alumnos —o sus padres— las escogen por eso. Deles algo que no sea
"útil" y se darán de baja instantáneamente.
Hasta
los "humanistas" luchan con uñas y dientes entre ellos; también los filósofos disputan por proyectos y
subvenciones. Es el mundo que hemos hecho y al servicio del que se ha puesto el
sistema educativo. Si no cambiamos nuestros objetivos sociales y personales,
difícilmente se moverán las instituciones que creamos para lograrlos. En eso
tenía mucha razón Nietzsche. Debería empezar a importarnos ser tan egoístas.
Decir
que la educación debe quedar fuera de estos juegos de mercado es ingenuo si
está en el seno mismo del mercado, actuando como puro mercado. Sin embargo es
en ella, en la educación, donde queda la esperanza de que el cambio se pueda
producir porque la educación es el motor de los cambios, donde se siembran las
ilusiones y esperanzas de que se puede cambiar. La sembrar la esperanza de
cambio ya es un cambio. Después ya es tarde.
El
artículo se cierra con una reflexión sobre los fines:
La utilidad de lo inútil no es sólo un argumentario
contra la deriva del utilitarismo o el “satánico comercio” (Baudelaire): es
también un manual para superar lo que el autor del libro llama “el invierno de
la conciencia” y para recordar, con Montaigne, que “es el gozar, no el poseer,
lo que nos hace felices”.
"Poseer",
"gozar", "felicidad"..., todas ellas palabras para meditar
toda una vida y discernir qué sentido tienen para nosotros, que es lo que nos
hará diferentes. Vivir es aprender a dar verdadero sentido a las palabras, más
allá de los sentidos de la tribu. Es aprender que hay muchas maneras de ser
feliz, de gozar o de poseer. Y eso se puede aprender al principio —desde y a través de
la educación— o al final, desprendiéndose de ella.
No creo
que la cultura sea "inútil". Lo que creo es que hay que redefinir la
"utilidad". Es lo que va del "esteticismo" al reformismo ilustrado.
*
"La cultura es inútil, afortunadamente" El País 8/01/2014
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/01/07/actualidad/1389123019_008453.html
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