Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Creo
que todo empezó con los programas de escándalos y escandalosos. No es lo mismo.
Se podrían hacer programas de escándalos sin gritar, pausados, casi zen, pero no. Los programas son con escandalosos
gritones, llenos de estridentes voces y alzados de manos a los de la fila de
enfrente; de risitas malévolas con el de al lado. La falta de consistencia de
lo que nos contaban se compensaba con el elevado volumen de sus voces, con lo
arduo de los debates entre ellos defendiendo o atacando.
El mundo se nos llenó
de mariñas y karmeles, de matamoros y lozanos. Eran la nouvelle vague del escandalillo. Gritaban y discutían; se peleaban
y gritaban; traían declaraciones vacuas de gente intrascendente y gritaban comentándolas. Les
llamaban gritando desde un "teléfono de aludidos" hasta que dejaron de aludir y todo y se convirtió en evidente, en obscenidad catódica. Hicieron su
agosto y con ellos las cadenas y periódicos que decían que ellos solo daban al
público lo que el público pedía. Y el público lo pedía, claro, a gritos.
La
importancia que algunos diarios han dado a la expulsión de tres chicas del
público de uno de esos programas, a los que se llamó "basura", no es
una trivialidad. Mientras que se puede hablar de trivialidades, hacerlo de la
trivialidad no solo no lo es, sino que es necesario, urgentísimo. Hay que
hablar de la trivialidad de lo trivial para que quede en evidencia. Cuando
todos son hoy triviales —artistas, escritores, actores, políticos...— hay que
hablar de ello, antes que de ellos.
El programa
se llama "Sálvame" aunque no se dedica ni la banca ni a la teología,
ni al sector pesquero ni a ningún problema grave que no sea mirar los ombligos
de gente que lo tiene muy mono.
Al igual que las intervenciones de nuestros
políticos, necesitan de público detrás, de gentes que rían y aplaudan, que
jaleen y se emocionen, que muestren interés mientras escuchan o, al menos, pongan cara
de interés mientras lo hacen. Hasta que ocurre lo que ocurre. Alguien sopla al presentador que los primeros
planos revelan dedos traicioneros entre el público, que lucen una imponente "peineta"
mientras interviene un clásico de estos programas.
Así nos lo cuentan en El semanal digital:
Al equipo de Sálvame le costó poco encontrar a la propietaria de la peineta de
marras en el graderío, en el que se plantó Jorge
Javier para reprocharle el gesto a una joven acompañada por otras dos
amigas. Cubriéndose parte del rostro con la mano, la joven, llamada Laura, de dieciocho años, musitó un
"lo siento".
Pero eso fue un poco después de que una de
sus amigas se mostrase desafiante con el presentador, que les preguntó por qué
habían ido al plató. "Porque no tenemos nada que hacer en casa", fue
la respuesta que se encontró. "Podríais leer mi libro", le dijo Jorge
Javier. "No leemos", contestó la otra. "Claro, por eso hacéis lo
que hacéis", sentenció el otro.*
De
forma brutal, desnuda, el artista se enfrenta a su público tratando de
encontrar la verdadera raíz del problema, de ese dedo empinado y solitario,
desafiante, rebelde sin causa. Y la réplica obvia: "porque no tenemos nada
que hacer en casa". ¿Por qué preguntas, Jorge Javier? ¿Por qué tú, que
caminas con sutileza por entre los entrañables problemas de gente de ingenio,
no intuiste esta respuesta de cajón? ¿Por qué, Jorge Javier, una vez que te
respondieron obviamente, les ofreciste tu
libro como consuelo, más de lo mismo encuadernado y con posibilidad de
dedicatoria tras colas en la próxima Feria del Libro? ¿Por qué, Jorge Javier,
por qué?
Aburridos
de aburrirse en el sillón de su casa, viendo tarde tras tarde a gente trivial
en sus televisores —tan bonita, Margarita
/ tan bonita como tú— deciden un día, como aventura, traspasar la pantalla
—irse al otro lado— y sorprender a sus amigos, que se aburren en los respectivos
sillones de sus casas. Y descubren que allí también se aburren. Son Alicia al otro lado del televisor, con
Jorge Javier Vázquez de Humpty Dumpty.
Allí descubren
que el cogote de los personajes de la pantalla, a los que siempre habían visto
de frente, es igualmente aburrido, que no se les escucha bien y que, además, no
se puede ir al baño. ¿Y qué hacen? Se permiten una maldad digital. El dedo, aburrido, se les dispara como se
dispara la rodilla cuando le dan a uno con ese martillito en la articulación. Se les dispara como
cuando se hacen fotos con un amigos y sacan la lengua y hacen gestos con los
dedos, peinetas y cuernos, que es lo que más se lleva en las fotos con móvil.
Y en
aquel escenario de maldades, gritos, insinuaciones, alusiones, más maldades, la
peineta pasó a ser el centro, la noticia, el dedo sobre el que giraba el mundo
como una pelota. Hay que decir que los foros —la sociedad misma— se han divido.
Están los que consideran que puede ser un montaje, que la rebelión de los
figurantes, su expulsión del paraíso mediático, no es más que un truco para
llamar la atención, que ha subido la audiencia y más gente se ha interesado por
el libro de Jorge Javier. Frank Zappa hubiera escrito algo sobre esto; Warhol
hubiera hecho cuadros y esculturas con ese dedo. Y por otro lado están los "indignados
rousseaunianos", los que se rasgan las vestiduras, los que especulan sobre
las familias y la educación que han dado a esos hijos perversos y aburridos,
incapaces de contener dedos y lenguas. Efectivamente, creo que parte de la
responsabilidad recae en las familias por dejarles ver programas como este del
que han sido expulsadas.
Las
cadenas tendrán que revisar cuidadosamente el historial de sus figurantes ante
el temor de avalanchas de peinetas o de bostezos, de risitas sin disimulo. ¿Y
si son una secta? ¿Y si la gente que se aburre en casa se organiza? ¡Qué
horror! Telecinco, por si acaso, ha censurado los vídeos de YouTube con el dedo rebelde. La peineta es mía, dicen. Una pantalla negra, un luto mediático.
Todo
esto tiene algo de fábula y, por tanto, moraleja. Si siembras peras gritonas,
no esperes recoger manzanas silenciosas. O también: si siembras peras podridas,
no esperes recoger manzanas sanas.
Esta moraleja
es extensiva a todos los niveles del mal ejemplo.
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