Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La constante propuesta de España como contraejemplo de lo
que no se debe hacer está empezando a preocupar. Cuando la gente discute por
ahí fuera, parece que llega un punto en el que alguien dice “¡mira lo que ha
pasado en España!” o “¡y así les ha ido!”. La verdad, no hace ninguna gracia.
El diario El País publica un artículo
con el explícito titular “La ‘marca España’ cotiza a la baja en el mundo”. Hace
un repaso de las desgracias acumuladas y señala que costará la remontada, que
la imagen está muy deteriorada.
Consultado un “experto” por el periódico, les dice:
“La reputación de España,
entendida como admiración, respeto y confianza hacia nuestro país entre los
ciudadanos de las naciones del G-8, ha caído entre 2010 y 2011, pero sigue
siendo relativamente buena, equiparable a la de países de nuestro entorno como Reino
Unido e Italia”, apunta Fernando Prado, director del Reputation Institute para
España, una consultora de gestión reputacional. Eso sí, advierte que “seguimos
siendo fuertes en atributos blandos como estilo de vida, gente amable y
simpática, posibilidades de ocio y entretenimiento, y cultura, pero existen
debilidades en atributos más duros como capacidad de innovación, desarrollo
tecnológico, marcas y empresas reconocidas y exitosas”.*
¿Debilidades en
atributos más duros? ¿La innovación, el desarrollo tecnológico, las empresas...son los atributos duros? Le surge a uno una duda tremenda: si la mayor parte de
nuestros males no provendrán de dejar de pensar un país y entenderlo como un “producto” publicitable.
Creo que forma parte de la enfermedad de la modernidad que se apoderó de nosotros
en los ochenta y acabamos por creernos que todo son problemas de comunicación
sin darnos cuenta que caímos en el terreno de las apariencias y en manos de los
demagogos. España se llenó de marcas y vendedores de marcas, intermediarios
entre algo por construir y gentes deseosas de escuchar palabras bonitas. El
proyecto se quedó a medias y la marca siguió adelante como prioridad. Un país de anuncio en el que se sueña despierto.
Aquí cada uno ha vendido su marca y las submarcas
correspondientes: las nacionales, las autonómicas y las municipales; las
deportivas y las culturales. Las ciudades querían tener su arquitectura o
monumento característico para ser identificables por el mundo. Un logo, una
postal. Y el éxito se basaba en el reconocimiento de la marca, más que en la
eficacia del “producto”. Aquí “reconocimiento” tiene solo el sentido de
identificación, no el del mérito o prestigio. Reconocerse se reconoce también a un delincuente.
El simple hecho de que un país pudiera estar en manos de una
“consultora de gestión reputacional” es para enloquecer. Es la cuestión del
carro y los bueyes. Es más fácil manipular una imagen que construir la
realidad. ¿Cuántas campañas se han realizado para promover instituciones en vez
de invertir en su eficacia? ¿Cuántas toneladas de gambas, jamones y finos han
salido para promover la imagen? ¿Cuánta sidra, rioja y paella? Para muchos el
negocio estaba ahí. La foto se ha preferido a la realidad.
Y ahora nos dicen los expertos que somos vistos como un país
con “gente amable y simpática” —que es como el capitán Cook definió a los habitantes de algunas islas—, pero que nos miran con menos “admiración,
respeto y confianza” que antes. Sí, quizá todo tenga que ver con esa febril
obsesión por la apariencia que nos ha hecho olvidarnos de la realidad, preferir
la maqueta al edificio. Y la realidad hoy la constituyen el caos económico
permitido, la corrupción de muchas instituciones y personas, los casi seis
millones de parados, la precariedad, la ausencia de investigación…
Nada que no tape un buen alirón, un buen informe o un buen
discurso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.