Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Salí tranquilo y agotado de dar una charla sobre Heinrich Heine y el uso de la ironía, y sobre su burla de los excesos románticos, de aquellos que solo se enamoran de “estatuas, retratos y mujeres muertas”, tal como cuenta en “Noches florentinas”. Descendía por la calle Goya llevado por este verano en octubre con el que la climatología, como la economía, nos adula y nos hace creer que estamos donde no estamos…, cuando, de repente, me saltó al ojo izquierdo una imagen familiar que reclamaba mi atención con un gesto amable, todo él extrañamente iluminado, en la noche madrileña. Aquella figura, rodeada de luz, me miraba a los ojos con gesto de amable invitación.
Como si se tratara de una noche florentina más, de una velada para mantener la atención de una convaleciente dama en su lecho y evitar que por aburrimiento, por dejadez, en fin, sucumba a su propia tendencia al abismo paralizante de la falta de imaginación, mi paseo se volvió mágico.
En el texto de Heine, el galante Maximilian entretiene con sus historias a la bella encamada, exhibiéndose con morbosa afectación para deleite de la dama en su convalecencia. Por la conversación desfilan seres grotescos y estrafalarios, desde un perro ilustrado hasta el enano Türlürü con su tambor, pasando por un Paganini diabólico, entre otros muchos personajes. Y ahora yo, en mitad de la madrileña calle de Goya, era asaltado por aquel ser familiar, extrañamente iluminado y sonriente.
—¡Pero si es Punset— exclamé y casi se rompió la magia del momento.
¡Oh!, aquel ser lleno de luz y sonriente resultó ser una valla publicitaria en la que don Eduard Punset me ofrecía, con toda su sabiduría puesta, unas rebanadas de pan. La luz que irradiaba era la de los fluorescentes del cartel. ¡Qué pena, no había luz interior, solo retro iluminación vulgar y corriente! Pero, sin embargo, el gesto amable del ex político, del ex ministro, del eterno divulgador, del hombre subtitulado, del nuevo profeta de la felicidad neuronal, y ahora panadero, me desarmó… Y decidí, poseído por el espíritu fantástico de las noches florentinas de Heinrich Heine —de violinistas que crean mundos inexistentes, de damiselas enfermas y jóvenes pesaditos—, dar un salto y adentrarme en aquel marco de luz desde el que se me reclamaba.
¡Y entré! Sí, me metí en aquel anunció en el que don Eduard dejó a un lado las rebanadas para darme un fuerte abrazo de salutación, agradeciéndome que abandonara el indiferente flujo humano de la acera y hubiese aceptado su invitación a compartir con él un rato dentro de aquel luminoso espacio bidimensional. Intenté no ofenderle, pero la curiosidad me mataba y le pregunté cuál es el recorrido que lleva a alguien de ser ministro en el Gobierno español a ser modelo publicitario y estar encerrado dentro de una valla en plena calle de Goya en Madrid.
Don Eduard, que es un hombre sabio, se encogió de hombros como solo él sabe hacerlo y dijo simplemente:
— ¡España…! —con ese acento tan suyo y entrañable.
Y no conseguí sacarle nada más que aquel gesto de encogimiento y aquella palabra que en su boca iba adquiriendo tonos irisados, sentidos ambivalentes y finalmente reventaba como un globo que se aleja con el sonido de una pedorreta ridícula. Más le hubiera sacado al Comendador del Tenorio, más al cuervo Nevermore de Poe, más al escribiente Bartleby, que a aquel hombre, con su toque de Harpo a la española, armado con rebanadas, que se limitaba a encogerse de hombros y repetir el nombre del solar patrio por todo argumento.
¿Ha cambiado algo en España?, me pregunté tontamente. Ya no necesitamos vender con aquello de Bertín de “¡más bueno que el pan!”, culminación del lenguaje poético y del simbolismo libidinal a flor de piel. Nos basta con enmarcar a un sabio mediático, con gesto decidido. ¡Ah, la magia publicitaria, embrujo de los neones y del buzoneo no solicitado!
Sigo mi camino. Y recuerdo las Noches florentinas de Heine, en las que el perro docto, como lo define el autor, seleccionaba con primor y acierto las letras de la palabra “Wellington” para asombro y aplauso de los paseantes callejeros.
Heine escribió que si el delito no se convierte en escándalo, no existe para la sociedad. No le faltaba razón. Hoy vamos un poco más allá y decimos que no eres nadie si no estás en un anuncio. ¡Adiós, don Eduard, hasta la próxima valla!
Eduard Punset en su época de ministro de Relaciones con la Unión Europea |
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.