martes, 4 de octubre de 2011

Confianza o la soledad del bien

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Escribió Imre Kertész:

Me crié en la nada y desde la infancia aprendí con la mente clara —o más bien práctica— a adaptarme a la nada, a moverme y a orientarme en ella, como si para mí simplemente equivaliera a la vida, en la cual había de saber guiarme, cosa que, siendo un niño, no me resultaba más difícil que aprender a hablar. Ahora bien, si no hubiera conservado una fe infantil en los valores primordiales o, si se quiere, originarios, jamás habría podido crear. ¿Pero de dónde provienen estos valores, si todos a mi alrededor los niegan? ¿De dónde mana nuestra confianza en tales valores, si en la vida cotidiana solo encontramos su negación? Confianza quiere decir en este caso que uno basa la vida en estos valores y se queda luego solo con ellos, como el detenido en un calabozo, que ya no aguarda la vista, si no sólo la sentencia; para colmo, una sentencia favorable en este caso significaría directamente la refutación de sus esfuerzos. (117)*

Imre Kertész
La pregunta de Kertész, premio Nobel de Literatura en el año 2002, es importante y no sé si todos, pocos o muchos, se la hacen en algún momento de la vida: ¿de dónde salen los valores que nos guían en la vida? La transparencia de los valores respecto a nuestra conducta hace que solo seamos conscientes de ellos en aquellos casos en los que nos vemos implicados en conflictos, cuando nuestros valores sufren la prueba traumática de la confrontación.
La pregunta que se hace —¿dónde provienen estos valores, si todos a mi alrededor los niegan?— nos lleva a rebuscar en lugares de la infancia, en actitudes contempladas en otros. Sobre todo en ejemplos de personas que han prendido en nosotros mediante mecanismos muchas veces inconscientes, pero que han marcado nuestra vida. Suelen ser momentos furtivos, instantes de los que solo nos queda el impacto de la emoción. Una lectura, un incidente al que asistimos, el impacto de una situación..., pueden hacer que nuestros valores cambien y, con ellos, nuestra vida. No hacen falta muchas trompetas para que los valores prendan en nosotros; muchas veces lo hacen de puntillas. Entran en nuestra vida y se quedan allí.
Pero esa pregunta de Imre Kertész también puede ser desviada más allá de nosotros mismos para tratar de responder a su complementaria: ¿por qué me rodea la nada?, ¿por qué percibo esa distancia tan grande con lo que me envuelve?


El aumento del descontento en el mundo tiene que ver con la experiencia creciente de la nada envolvente. Aunque intelectualmente pueda parecer que la nada es única, la sensación de opresión y angustia que produce es gradual. La nada que nos rodea se percibe en función de las veces que esos valores, que se han asentado en nosotros en algún momento de nuestras vidas, en momentos de positivos descuidos, se manifiestan dolorosamente. La indignación surge por verlos pisoteados, de la impotencia que crece hasta hacerse asfixiante. Y con la angustia crece también esa conciencia de la soledad a la que Kertész se refería.

John Donne
Por eso el gran descubrimiento es que la soledad deriva del silencio. Descubres que junto a tu celda existen las celdas de otros, que es posible comunicarse con ellos por medio de golpes en la pared o en las cañerías,  y que esas acciones devuelven al aislado a la comunidad a través de los ecos que obtiene como respuesta. La soledad del bien, su asilamiento, se rompe. “No man is an island entire of itself”, escribió el poeta metafísico inglés John Donne en su Meditación XVII (Devotions upon Emergent Occasions). Sin embargo, las fuerzas interesadas en convertirnos en islas son muchas.
La nada envolvente, la ausencia de valores, nos sumerge en el pesimismo de creer que lo que sentimos, que nuestras reacciones son únicas y se pierden en la inutilidad de la soledad. Sin embargo, los valores perduran, están ahí prendidos, encarnados como respuestas ante aquello que no nos gusta.
Las últimas décadas han contemplado el aumento de la nada,  de su sensación de realidad, que es la forma de imponerse y reinar que tiene. La nada se presenta como naturalidad, como la forma de ser que las cosas y acontecimientos adquieren en su deriva. Su fuerza está en convencerme de que estoy solo.
Por eso saber que no estamos solos, que nos conmueven las mismas cosas, que esos valores son compartidos y compartibles, es esencial para ir haciendo que, poco a poco, esa niebla que nos rodea se vaya levantando dejándonos ver los rostros de los aislados, nuestros propios rostros
Imre Kertész sobrevivió a dos de esas nieblas, al holocausto y al horror que tras él se apoderó de Hungría. Nuestras nieblas son de otro tipo, pero, igualmente, ponen a prueba la respuesta de nuestros valores. Como canto de sirena, la nada nos repite incansablemente: “estás solo”. Confiemos. No somos islas; no estamos solos.

* Imre Kertész (2010): Yo, otro. Crónica del cambio. Acantilado, Madrid.



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