domingo, 9 de septiembre de 2018

Hacia dónde vamos

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
No sé si es porque es domingo o porque la prensa de hoy es especialmente deprimente, más allá de lo que suele serlo habitualmente. Es un espectáculo de intolerancia de todos los niveles y campos, desde la homofobia ("El lateral español del Arsenal Bellerín denuncia insultos homófobos de sus propios aficionados", El País), la xenofobia ("Suecia elige hoy entre el sistema o la xenofobia ultraconservadora", El País), el sexismo, la intolerancia ("Escrache 'amarillo' al restaurante de Blanes que rechaza los lazos", El Mundo) y un largo etc. para todos los gustos o, mejor, disgustos.
Algo está pasando y lo tenemos tan encima que apenas lo percibimos porque está empezando a constituir el "nuevo normal", como se dice ahora. Esta "nueva normalidad" es el resultado de vivir en una constante presión, en un clima de violencia y tensión que impide a las personas mantenerse en un cierto estado de relajación o de paz interior, por expresarlo de forma física y psíquica. Todo en nuestro entorno nos lleva al desequilibrio, solo en la "desconexión" —término ya revelador— vemos la forma de recuperar una calma que unos añoran y otros consideran como una sensación en la que descargan la tensión acumulada.


Estamos asistiendo a un continuo aumento de la crispación y de la intolerancia como forma de vida. Las tensiones que se generan por un lado se desahogan por otro. Es difícil mantener algún tipo de equilibrio estable en un mundo claramente desequilibrado en el que el miedo ha pasado a ser un resorte que se manipula sin pudor.
Existe una constante deriva hacia posiciones extremas, en lugar de ir hacia un hipotético espacio de encuentro en el que poder resolver de forma positiva los conflictos constantes. La política se encarga de ello manipulando a las personas para llevarlas en busca de adhesiones. Para ello se están entremezclando los peores instintos básicos y las creencias, especialmente las religiosas y nacionalistas, convertidas en barreras infranqueables de intransigencia.
Las grandes unidades que se construyeron durante el periodo de la Ilustración, especialmente los conceptos de ciudadanía y de universalidad, de derechos humanos, para tratar de salvar las distancias mortíferas que habían causado durante siglos las guerras de religión, fueron sustituidas por las del nacionalismo, en donde la violencia se desataba ahora por las nuevas patrias, en las que se acogió la santidad de la tierra, convertida en santuarios intocables por los profanadores.


El ideal de hermandad se disolvió también por el nuevo racismo colonial que buscaba en la idea de raza la justificación del dominio y la explotación. Lo que antes se había justificado en las religiones (cristianismo, islam) o simplemente el deseo de conquista, ahora encontraba acomodo en las razas superiores, elegidas por la naturaleza para mandar sobre los vecinos y hacerse con los continentes. La Alemania nazi, su socio en Japón, buscaban en la raza el dominio, la reducción o el exterminio de aquellos a los que consideraban indignos de pisar la tierra o de aquellos cuyo destino estaba marcado por su inferioridad.
Las ideologías no se han  librado de este imperialismo, como mostró la Unión Soviética. Donde otros hablaban de razas, ellos hablaron de clases para esconder a la Rusia imperial de siempre bajo un deseo de avanzar en el continente hasta llegar a poner sus fronteras en el corazón de Europa.

El momento que estamos viviendo en todo el mundo es complejo y peligroso. Todo parece arrastrarnos hacia los conflictos. La intransigencia ha aumentado en todos los órdenes y las calles han vuelto a ser escenarios de conflictos violentos. Hay guerras que parece que no interesa que acaban porque provocan efectos en cadena que interesan a terceros. Se retrocede en muchos frentes en los que se habían logrado acuerdos para todos con la excusa del unilateralismo, que en la práctica supone el imperio de la fuerza frente al diálogo, el egoísmo frente a la solidaridad. Hoy la grandeza de un país se busca en su fuerza y no en su capacidad de solidaridad ni en ser un ejemplo de comportamiento cívico. Un contrato millonario justifica dar armas a países que pisotean los derechos humanos y que pueden pasearse orgullosos por entre la comunidad internacional, que solo mira por cada uno.
El terreno de la igualdad de derechos entre los sexos se reduce en países que consideran que el patriarcado justifica, en el orden divino o en el orden natural (para algunos es lo mismo) la dominación masculina. El acoso se ha extendido llegándose a hacer insoportable en países en los que pisar la calle o trabajar fuera de casa es una aventura peligrosa.


Los movimientos contras inmigrantes y refugiados se consideran respetables y patrióticos, ya sea fundamentándose en la religión, el nacionalismo o la economía. Se escuchan cada vez más voces que no tienen pudor en predicar el odio, la xenofobia y el racismo.
Algunos de los movimientos que ascienden en muchos países comparte esos rasgos, con los que han hecho una mezcolanza que les lleva al éxito por su capacidad de seducir a unas masas cada vez más envilecidas por la impunidad que les da el anonimato de las redes, que les permite sacar su odio y sus burlas.
¿Qué nos está pasando? No creo que haya una explicación sencilla y habría que evitarla. Lo que sí parece claro es que no estamos preparados para eludir el contagio de estas corrientes que pueden arrastrar a millones hacia el fanatismo, como ha ocurrido con el extremismo islámico, secundado por los gobiernos que no quieren verse cuestionados, o por unas religiones que buscan la revancha frente a la ciencia reviviendo el oscurantismo del dogma como una verdad eterna. Alguien lo llamó "La venganza de Dios", pero no es más que el oportunismo de aquellos que han esperado la llegada de la nueva ignorancia para exhibir sus terrores apocalípticos y milenaristas.

La extensión de la educación en muchos países se ha realizado con la vista puesta en el trabajo y no en la persona, a la que se ha desposeído de las defensas del verdadero conocimiento, por lo que queda a merced de todo tipo de influencias por el desequilibrio en el que vive. Lo mismo que nos debería haber ayudado, tal como planteaba la Ilustración, se ha convertido en la fuente del envenenamiento a través del adoctrinamiento. Además se ha reforzado a través de la socialización de los medios de comunicación y su rápido crecimiento.
Aquello que debería haber servido positivamente a la integración se ha convertido en herramienta de penetración. Lo que la dejadez de la sociedad deja abierto, es cubierto rápidamente por el radicalismo que usa los medios a su disposición para la captación de los descontentos que nuestras sociedades modernas producen.
Las crisis económicas se ven sustentadas en las morales, nacidas de la codicia y de la idea de que todo vale para el enriquecimiento. Lo que lleva a situaciones de enorme deterioro del medio ambiente en vez de tratar de desarrollar una mentalidad del desarrollo sostenible.
Bajo la excusa de la libertad se pretende poner en pie de igualdad prácticas aberrantes en muchos campos, esparciendo las más increíbles estupideces como "verdades alternativa" haciendo retroceder desde el punto de vista del conocimiento social nuestra visión del mundo a tiempos míticos y dogmáticos. Cualquiera pude tener su creencia y esta es digna de respeto por muy retrógrada o falsa que sea.


La unión hace la fuerza. Lo que antes estaba disperso, hoy emerge unido para reconquistar el espacio y el tiempo perdido. En unas mentes cada vez más arrastradas hacia la trivialidad, cualquier idea que aliente el enfrentamiento se ve respaldada desde incontables puntos que las hacen parecer como universales. Si es necesario serán repetidas por máquinas que darán la idea de la unanimidad.
La capacidad de conocer las debilidades de las personas mediante técnicas de seguimiento en las redes nos hacen especialmente vulnerables antes los cantos de sirena que nos seducen, con lo que la democracia se ver pervertida por los mecanismos de desinformación y escrutinio de la intimidad.
Falta reflexión sobre lo que nos ocurre. Vivimos en una sociedad de grandes avances y enormes retrocesos. Ignorarlos es muy peligroso, como la Historia nos muestra con retroceder solo un poco. Pero la velocidad acelerada de estos tiempos nos hace parecer enormemente distante lo que ocurrió hace apenas unas décadas y nuestra ignorancia nos hace ser ciegos a los riesgos.


El problema es que el asalto a las democracias desde el autoritarismo cierra caminos, por lo que se olvidan pronto, como si nunca hubieran sido sendas transitadas. Los retrocesos que estamos padeciendo en la Unión Europea por parte de países que salieron de los fascismos (Italia) o del bloque soviético (Polonia, Hungría) o doblemente como el este de Alemania, hacen ver que la memoria flaquea ante el reverdecer de la intransigencia.
No basta con pedir más educación; hay que especificar cuál. No basta con pedir democracia, porque esta es fácil de desestabilizar en un mundo interconectado y sobre el que es fácil extender los demonios de radicalismo político o religioso, de ambos fundidos.
Tenemos que recuperar el valor de las libertades humanas, todo lo que se deriva de la mejor cultura y de la Ciencia, aquello que nos enseña que los seres humanos somos todos parte de un mismo fondo y que hay que corregir las desigualdades que el tiempo ha creado. Hay que separar la cultura que emancipa de la tradición que atrapa; buscar las identidades en lo positivo y no en la crueldad, la intolerancia o el dogmatismo. Cada vez se publican más obras reivindicando el espíritu ilustrado al que los nuevos oscurantistas habían demonizado. Es necesaria una nueva ilustración "humanizada", solidaria y constructiva, que deje atrás los motivos de odios y rencores acumulados en la historia y siga adelante. Verdadera ilustración, que vaya a los principios básicos y derechos universales, que se solidarice con el que sufre y no explote al débil.
Los retos del futuro son de todos, no solo de algunos países. Ya no hay alfombras bajo las que barrer.




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