miércoles, 19 de septiembre de 2018

La burbuja o hablando del logos

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Esta semana ha venida cargada de encuentros académicos con mis doctorandos, el contrapeso de tanto necio engalanado que hacen sus carreras y doctorados relámpago para después exhibir sus conocimientos.
Mis doctorandos vienen de lejos y sacan sus trabajos de investigación con mucha dedicación y sacrificio, suyo y de sus familias. Hoy formamos una gran familia que va de México a Colombia, de Dinamarca a China, de Egipto al Sahara, con centro en España, un lugar que han escogido para desarrollar su vida académica y que no siempre les trata con el respeto y amistad debidos a personas que teniendo el mundo para elegir prefirieron una lengua y espacio, los nuestros, en donde están aprendiendo a ver otras formas de ser. 
En estos días, tras el verano, nos hemos reunido a repasar lo hecho, ver cómo avanzamos en nuestras tesis, viajes compartidos en donde se trata de transmitir amor y rigor por la investigación, por el razonamiento, que disfruten de proponerse problemas que resolver y, de paso, mejorar un poco el mundo. Muchos trabajos se centrar en aspectos problemáticos, como la situación de las mujeres en diferentes partes del mundo, en los problemas de la incomprensión entre culturas en una época de renovados nacionalismos excluyentes y de xenofobia, en la fabricación de estereotipos, etc.
Ayer aprovechamos la hora de la comida para repasar artículos en proceso de producción y debatir sobre cómo Joseph Needham había usado la idea del "logos" occidental para contraponerlo a las ideas del taoísmo sobre la naturaleza. El logos nos llevó al laboratorio del Fausto goethiano, en donde el viejo mago ha comprendido que una vida no es suficiente para conocer los secretos del mundo, que se resiste. Pero Fausto sabe que hay algo importante: él sabe lo que apenas comprendemos frente a los que van por el mundo dándoselas de sabios, creyendo que saben algo. El sabio es el que sabe que no sabe. Los demás son ignorantes. Fausto se debate, lucha para intentar comprender el sentido de "logos", parte de la primera frase del primer libro bíblico, del génesis. ¡Toda una vida y todavía ahí! Una hermosa metáfora que contrasta con la pretenciosidad de los ignorantes que van de sabios, de expertos, de doctores por nuestros foros públicos.
Comprender los límites forma es la esencia de la sabiduría, saber hasta dónde se llega, cuáles son las fronteras del saber en su provisionalidad. ¡Hay tanta gente que va en sentido contrario! ¡Hay tanta vanidad del conocimiento! Quizá sea este el gran pecado académico, el de la vanidad, el de la pretenciosidad.



Leo esta noche en el diario El País la razonable sentencia que dice algo muy obvio: para valorar la calidad de un trabajo, hay que leerlo. Puede que a alguno le sorprenda esto, pero evitar tener que leerlos, se utilizan una serie de cifras mágicas llamada índice de impacto, entre otras, que evitan leer. De esta forma lo que se potencia es el gran negocio: el de las revistas de referencia en connivencia con distribuidoras, lo que les permite cobrar por publicar, traducir, etc. aprovechando la necesidad de mejorar el currículo de cada uno para prosperar en un sistema perverso en sus principios, basado más en la feroz competencia por conseguir publicar en determinadas revistas de cada campo, las que dan máximas puntuaciones. Hemos copiado —como me dijo una compañera, profesora en Estados Unidos— lo peor de los dos sistemas. El resultado es que quien asciende en muchos campos es el que es capaz de volcarse en unos mecanismos irracionales, que solo sirven para reforzar el poder de aquellos que conceden los puntos, los valuadores.
Dice la sentencia, recogida en el diario El País:

Amparo Sánchez, profesora de Economía Financiera y Contabilidad de la Universidad de Extremadura, recibió una nota muy baja en dos de los trabajos que presentó en 2014 al proceso de valoración de sus méritos investigadores —los famosos sexenios que dan acceso a mejoras salariales y a ciertas actividades dentro de los campus— porque se había publicado en “un medio [revista] inadecuado”; el tribunal evaluador ni siquiera se lo había leído. Se trata del sistema habitual para agilizar unos procesos masivos —los trabajos se califican simplemente por el prestigio internacional de la revista en la que fueron publicados—, pero Sánchez recurrió la decisión porque le parecía injusta, ya que defendía la calidad de esas dos investigaciones. Y, ahora, el Tribunal Supremo le ha dado la razón y obliga a los evaluadores a leer los trabajos para poder valorarlos, por lo menos, los que no están en los listados de revistas prestigiosas, que hasta ahora quedaban excluidos inmediatamente de alcanzar la máxima puntuación. Sánchez espera conseguir ahora el sexenio que le negaron entonces, cuenta. 
“Las investigaciones, las aportaciones presentadas por los interesados, no pueden dejar de examinarse solo por el hecho de que no se publicaran en las revistas o medios incluidos en los índices o listados identificados […]. Ni tampoco están excluidos por esa sola razón de la máxima valoración permitida […]. Dependerá de su contenido la evaluación que merezcan”, dice la sentencia de la Sección Cuarta de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo firmada el pasado 12 de junio.*



No hay que ser un lince para comprender los efectos perversos de este sistema que renuncia a valorar lo que no está ya valorado en las publicaciones que conceden las máximas puntuaciones. Cómo llegan esas revistas a tener ese poder es precisamente donde se esconde la carta en la manga. Al final hay un sistema donde las revistas se vuelven importantes porque dan importancia a quien publica en ellas, haciendo desaparecer la diversidad necesaria en muchos campos, especialmente, en Ciencias Sociales y Humanidades, áreas muchos más abiertas y necesitadas de debates y no de reducciones. Las Universidades emprendieron gozosas podas de revistas "poco valoradas", con lo cual aumentaban el poder y la cotización en el mercado de los méritos del currículum.
Recuerdo mi estupefacción cuando una profesora española, contratada en una universidad norteamericana, me escribió preguntándome cuántos artículos había rechazado, como editor, el año en que acepté el suyo. No entraré en detalle de lo que le contesté, pero el fondo coincidía con lo que acaban de decir los tribunales: 1) un artículo es bueno si su contenido es bueno, no por el hecho de ser publicado en una revista de prestigio (circularidad del apoyo), y 2) para saber si es bueno hay que leerlo. Que rechace otros tampoco lo convierte en bueno, es solo superchería académica.
Lo hecho por los mecanismos de evaluación es justo lo contrario. Hemos pervertido el sistema mismo, centrándonos en lo superfluo y no en lo básico. Una universidad ha de ser ejemplar; ha de serlo en los valores que debemos proyectar a la sociedad en su paso por las aulas, una investigación para la mejora social, que participe en los debates abiertos y no puesta al servicio del egoísmo del que solo mira para sí y ve a los demás como competidores.
Nos hemos dejado contaminar por políticos y empresarios, que miran y la usan para su propio beneficio. Los mensajes que llegan desde muchos campos señalan a los mismos puntos: sin valores, la universidad no forma realmente. Se aprenden profesiones, pero no valores reales de honestidad; se la instrumentaliza para conseguir poder. El gran error es que no son las personas ni es el conocimiento lo que pasa a importar, sino el poder que se acumula y que sitúa en la cúspide a demasiados ambiciosos y mediocres.



Estos días asistimos a la demostración práctica de lo que es una universidad sin valores y sin valorarse ella misma. Hemos sustituido los valores por la "imagen" y pedimos como "productos" certificaciones de calidad; elaboramos listas, rankings, etc. Todo se hace por la apariencia y menos para poder cambiar las cosas en la calidad que importa. Demasiado mercadotecnia.
Me quedo con mi mundo, con los gratificantes debates con mis alumnos de doctorado, aprendiendo con ellos, compartiendo sus progresos cada día. Vale más eso que todas las tentaciones de poder que nos lanzan para obligarnos a combatir para sobrevivir en luchas absurdas. Pero también en la educación se puede poner la otra mejilla, no prestándose a la lucha, centrándote en lo que sabes que es valioso, los alumnos que realmente quieren aprender. Ahora se les ve como clientes. Terrible error.
La enseñanza es un acto generoso y solidario o no es nada. Generoso porque se comparte lo que se sabe, porque se invierte tiempo y energía en la formación del otro. Solidario porque es el grano de arena de la esperanza de una sociedad mejor. El sistema hoy es egoísta y poco fiable. No por los motivos interesados que algunos aducen, sino porque ha perdido su norte, convirtiéndose en un campo interesado en el que se huye de todo aquello que no produzca una línea en el currículo. La fiebre del currículo es la del conocimiento epidérmico, la de la ausencia de interés más allá de lo rentable.

Lo ocurrido estas semanas es la consecuencia lógica de la pérdida del rumbo. Las universidades, en vez de ser referente moral e intelectual, se han dejado arrastrar por aquello que debían corregir. Si la sociedad valora poco el conocimiento, la cultura, etc. arrastrados por esta zafiedad ambiental que se nos ofrece como referencia, menos valorará a los que trabajan para que esto no ocurra. Al final, es mejor dar lo que te exigen, por malo que sea, que tratar de cambiar las cosas. Muchos quieren destruir las aulas, convertir la enseñanza en un negocio al servicio de otros negocios, en mercancía pura. Y así nos va, con tanto gurú suelto, tanto evaluador furibundo, con tanto pragmático caza fondos.
La universidad queda atrapada entre dos tecnocracias: los que diseñan las formas de medición y los que evalúan aplicándolas. Son esas instituciones las que han fallado permitiendo el ascenso de mediocres gracias precisamente a esos mecanismos que acaban de dejar evidencia los jueces.
El problema no son los "filtros", como dicen. El problema son ya décadas de miseria y precariedad, de desinterés social por la educación en una sociedad que solo mira el beneficio, el peor de los climas posibles. Acalladas por los bajos presupuestos y recortes, hace mucho que las universidades no tienen voz, solo esperan las míseras migajas que los políticos dejan caer sobre ellas y que se cobran con creces.
En este clima, poder respirar un poco de aire fresco gracias a los minutos, horas que podemos dedicar a hablar, debatir, compartir... es una alegría vital a las que no se puede renunciar a riesgo de asfixiarnos. Son pequeñas burbujas de sosiego, en las que aparcamos todo y nos centramos en cosas que tienen importancia, puede que solo para nosotros, contra corriente. Pero estar una tarde hablando del logos o de cualquier otra cosa que salga, de las conexiones de una cultura y otra, etc. me justifica vocacionalmente, tras ya más de treinta años de diálogo, reconociendo cada día que sabemos poco, pero que tenemos ganas de aprender, de saber un poco más, la gran aventura, el viaje sin fin.
Doy gracias porque puedo cumplir mi vocación, la que me permite pensar y compartir. Y les doy especialmente las gracias a los que forman esta pequeña comunidad de personas que disfrutan aprendiendo. 

PD. Cuando cierro el texto, veo que me ha llegado un mensaje a través de mi cuenta de Facebook. Es de un nuevo doctor, de un estudiante chino que obtuvo su grado hace casi un año, dirigido por un compañero. Su mensaje es para darnos las gracias y se cierra con un "echo de menos los tiempos pasados en la Universidad". Él sí los ha vivido, por eso los valora. Han sido los años de esfuerzo y alegría de sentirse crecer. Quien no lo ha vivido, no lo puede saber.


* "La justicia obliga a leer los trabajos para acreditar los méritos de investigación en la Universidad" El País 18/08/2018 https://elpais.com/sociedad/2018/09/18/actualidad/1537270842_896963.html

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