viernes, 25 de mayo de 2018

Bonitas historias incompletas


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
De la interesante entrevista con el intelectual, político y politólogo canadiense Michel Ignatieff en El País Semanal, realizada por Andrea Aguilar, me quedo con dos frases. La primera representa un principio importante: «La lección complicada de aprender es que el pasado nunca acaba. No termina, porque en algún momento se convierte en el campo de batalla en el que se pelea el presente.»
En estas semanas pasadas he tenido la ocasión de trabajar en el seminario con mis alumnos de doctorado el libro de Keith Jenkins "Repensar la Historia", que me pareció un buen texto con el que adentrarse en la crisis en que la Historia se encuentra como un metarrelato vertebrador de las sociedades. Como sucede en las Ciencias Sociales y en la Humanidades, la historicidad de los procesos echó por tierra las pretensiones esencialistas sobre las que se había construido el pensamiento occidental arrinconado eternidades, inmutabilidades y cualquier otra cosa que sirviera como punto de referencia estable. El "ser" humano pasaba a ser un "existente" arrojado a los ríos históricos del devenir, condicionado por su posición en ellos, flotando entre un pasado nebuloso reconstruido constantemente por su mirada, y un futuro cambiante, imaginario, hacia el que se siente engañosamente arrastrado como destino, pero resultado de su percepción del presente.
La idea de Ignatieff de que "el pasado nunca acaba" tiene mucho de esa idea expuesta. Lo que no acaba nunca es la pretensión de su escritura historiográfica, discurso en el presente y para el presente. De ahí que la respuesta de Jenkins a la pregunta "¿qué es la Historia?" sea una corrección: "¿para quién es la Historia?". Se introduce pues al destinatario, aquel que se interroga desde su propio presente. Así adquiere un sentido la frase de Ignatieff: hay que aprender que el pasado nunca acaba. No acaba nos dice porque es la batalla del presente. Hizo bien Jenkins en separar el pasado "lo ocurrido", del que solo quedan restos, del discurso historiográfico que lo recoge y da sentido, en permanente cambio e interpretación, espacio de diálogo y enfrentamientos, de disidencias o acuerdos. Ese "campo de batalla", como lo llama Michael Ignatieff, es precisamente el conflicto que se abre en las sociedades por la reescritura del pasado.

Keith Jenkins

Lo podemos apreciar en la España de hoy en la reescritura y reinterpretación de fenómenos como la "transición", el discurso secesionista, etc.  En Egipto, por ejemplo, lo podemos encontrar en la actual reescritura del periodo de Mubarak, la consideración de la "Primavera árabe" y la revolución del 25 de enero de 2011, la reescritura del "no-coup" de 2013 (el "golpe" que se quiere reescribir como "revolución"), etc.
Si el relato histórico es una construcción lógica y cronológica realizada reinterpretando los "restos" del pasado para crear el sentido justificador desde el presente de la escritura, es aquí donde se produce el conflicto por legitimar e imponer la validez de uno de ellos para que sea aceptado. Los mecanismos de Jenkins para que esa "historia-relato" sea la "Historia" son parecidos a los que señala Michel Foucault para mantener el "orden" de los discursos: de las instituciones a los libros de texto, pasando por el cine, la literatura, etc. que reafirman representando la "verdad" de esa historia o, si se prefiere, esa historia como "verdad".
Como habitantes del presente, hemos desplazado a los que ya son para nosotros parte de un pasado con el que no nos identificamos.  Hay sociedades en las que los discursos del pasado se imponen como dogma impidiendo la evolución. Así ocurre con los fundamentalistas que consideran que la historia es degradación respecto a una edad de oro. Lo que queda de ella son los textos que describen la perfección del momento pasado y, como contraste, la imperfección del presenta. Así ocurre cuando los textos se blindan como dogmas y se castiga, expulsa o elimina a quien duda de ellos. Así son las sociedades ancladas en los relatos del pasado. Así ha funcionado el Estado Islámico allí donde ha controlado el territorio. Son sociedades con guardianes violentos de la ortodoxia.

En las sociedades democráticas, es decir, en las basadas en el diálogo, es necesario un equilibrio en los discursos históricos: se hace necesario mantener un discurso estable que una y una plasticidad suficiente para poder reajustar la historia a nuestro presente. En ellas tampoco el pasado se agota; más bien está abierto a la exploración continua, a la reescritura crítica. La quiebra se produce cuando los relatos son incompatibles; surge así el cisma, la separación violenta de las comunidades interpretativas. Es el ser histórico de cada uno lo que queda sobre el tablero.
Introducimos aquí la segunda frase de Michael Ignatieff en la entrevista: «Nadie comprende en su totalidad lo que estamos viviendo. No le voy a contar una bonita historia que ate todos los cabos porque no creo que sea posible.» En su obra, Jenkins planteaba lo que sería el problema epistemológico (frente al ontológico): el conocimiento necesario para crear nuestra visión de un camino del pasado al presente siempre es insuficiente e imperfecto. No sabemos todo, quizá apenas nada. Es nuestra necesidad doble de racionalidad y relato (logos y mitos) lo que nos hace intentar encontrar coherencia explicativa en lo que asumimos como verdad. Como seres de deseo, racionalizamos aquello que justifica nuestras ambiciones, nuestra voluntad de convertir en verdad aceptada nuestros discursos explicativos.
Hay otros campos de las Ciencias que trabajan con experimentos y métodos empíricos de verificación. La Historia —como parte de la Ciencias Sociales— y las Humanidades trabajan sobre interpretaciones que llevan a la construcción de los relatos que dan cohesión al grupo, a la comunidad. En la medida en que la comunidad es estable y se produce una convivencia más o menos armónica, los relatos funcionan. Cuando surgen los conflictos, comienzan las discrepancias y las luchas por los grandes relatos, por convertirlos en la explicación global y centralizada de la que se derivarán otras en cadena.
La expresión de Ignatieff a su entrevistadora —"No le voy a contar una bonita historia que ate todos los cabos"— plantea de forma "amable" la cuestión. Podría hacerlo y plantear su historia como "el relato que ya no necesita más relatos", el final interpretativo. Esa es la aspiración totalitaria, cerrar la historia, es decir, tener la última palabra, la que condena a los demás al silencio sumiso. Ya no hay nada más que decir.
En la medida en que nuestras sociedades se han hecho más abiertas, comprendemos el sentido de apoderarse del significado, de la reescritura constante. No hay otra cosa en el fenómeno que vivimos de las "noticias falsas". Aquí se manifiesta en toda su dimensión la lucha por los relatos, ya que son estos los que nos mueven socialmente y políticamente. En las sociedades totalitarias, laicas o religiosas, hay un discurso único de cuya discrepancia surgen riesgos; en las democráticas, se corre el riesgo de grandes fracturas sociales que hagan imposible la convivencia.


En la Historia muchas cosas no son solo cuestión de "verdad" o "falsedad", sino de "aceptabilidad". Las sociedades antiguas vivían bajo el yugo de los mitos y de sus intérpretes. Nosotros hemos cambiado nuestros criterios y tenemos nuestros propios mitos, como el nacionalismo, las religiones, etc. que tienen sus propios relatos que compiten por hacerse con la centralidad social.
Nuestro mundo es y será un escenario permanente de conflictos. Ya tenemos una guerra abierta por la información que nos permite comprender el mecanismo en su plenitud. Se produce con una intensidad desconocida porque nunca habíamos tenido una cobertura global de la información. El fenómeno del "para quién" había tenido dimensión local. Pero la Historia misma nos muestra la ampliación tecnológica para la dispersión de los discursos. Desde la localidad oral hemos llegado, a través de los siglos, a la simultaneidad global, a la deslocalización de los discursos que se han vuelto "líquidos" en un mundo fáustico. Velocidad frente a profundidad, dispersión frente a concentración.
Me gustaría introducir aquí otras palabras de Michael Ignatieff, las últimas, describiendo el mundo en el que nos encontramos:

«Vivimos la mayor revolución tecnológica desde Gutenberg, tenemos la Biblioteca de Alejandría en nuestros bolsillos. Esta emancipación de la información es algo inédito y debería fortalecer la democracia, hacer a la gente más sabia y que nuestras conversaciones fueran más inteligentes, debería ser algo maravilloso. Pero lo que ha generado es una furia incandescente contra quienes tenían el monopolio del conocimiento, incluidas las universidades y la prensa. Hay quien dice: "Si tengo el conocimiento en mi teléfono, ¿por qué crees que tienes derecho a decirme lo que es verdad o correcto?". Parte de este cuestionamiento me parece bien, pero las universidades son absolutamente vitales como guardianas de la distinción entre rumores, paranoias, fantasías y noticias falsas.»*


Universidades y prensa forman parte de la producción de los discursos que dan sentido a la realidad. La idea de "monopolio del conocimiento" es relativa e histórica, producida por el devenir y la emancipación de las instituciones anteriores, cuyo monopolio era dogmático. La Ciencia se emancipa de las religiones, que detentaban los mecanismos dogmáticos que producían los discursos de sentido y explicaban la Historia. Todo estaba subordinado a ellos.
Las universidades suponen una forma de emancipación del conocimiento respecto al dogma centralizado. El conocimiento se fundamenta en principios provisionales y no dogmáticos, autocríticos y formando parte de un debate abierto en la comunidad.
La prensa supone la irrupción de la "opinión pública" frente a la más elitista "república de las letras". No es casual el efecto interactivo entre opinión pública y la emancipación política que surge al hilo ilustrado de las revoluciones. Por eso la libertad de prensa y expresión son garantías de la apertura del diálogo social frente al verticalismo dogmático que tiende a imponer silencio reverencial.
La armonía social se debería producir allí donde existe la libertad de dialogo, en donde el conocimiento surge de la crítica y es transferido a la sociedad que lo recibe para ampliar el debate y mejorar la cultura. Sin embargo, poco tiene que ver este planteamiento idílico con la "furia incandescente" de la que habla Ignatieff contra el conocimiento que fluye desde las instituciones que tienen la función de busca y construcción.
Hoy vivimos en el reino de la confusión sistemática, estrategia usada para subvertir el orden social. La duda sobre todo arrastra hacia el dogma como refugio.
El llamamiento de 600 rectores a hacer que las universidades regresen a su función producir personas pensantes y dejen de centrarse en la empleabilidad considerada como mera formación para el trabajo, un trabajo en el que cada vez es menos necesaria la inteligencia a la luz de los avances en la automatización y en la IA. El mundo sin pensamiento crítico es una mezcla extraña de fábrica y juego infantil impulsivo y caótico.
¿Cómo se para esta tendencia al caos y al enfrentamiento, está violencia que nos devuelve al dogma y al autoritarismo? La respuesta es muy compleja que es la forma actual de decir que lo desconocemos. Como en todo sistema, debemos trabajar en la estabilidad y no en lo contrario. Algunos predican la necesidad del caos para que de las cenizas surja un orden nuevo. Pero puede que de las cenizas no quede nada que surgir.


¿Se puede vivir sin verdades eternas? Quizá se trate de vivir con una combinación pragmática de conocimiento provisional y deseo de mejorarlo, es decir, valorando lo que sabemos a sabiendas de que pronto será insuficiente. Quizá no tengamos que buscar la eternidad, que pertenece a otros metarrelatos, y sea más importante pacificar nuestro presente.  Pero mucho me temo que no sea eso lo que tenemos por delante. La paradoja señalada por Ignatieff es que cuando más información tenemos, más divergencias se producen. Es la confusión de los discursos, el Babel informativo. No es el primero que lo nota. Eso nos responsabiliza más a las dos instituciones mencionadas: universidad (educación) y medios (opinión pública). Si pierden el rumbo, solo quedarán conflictos por delante.
Señalaba Ignatieff que es necesario que aprendamos a vivir en lo incompleto, en la renegociación constante con nuestro pasado desde la autocomprensión (en lo personal y en lo colectivo). No es fácil y es necesario. Vivir dentro de nuestro mundo complejo es cada día más difícil.
Quiero dedicar este post a Xin, a Yangyang y Shiruyu por sus atentas lecturas de Keith Jenkins que han servido para diálogos fructíferos en nuestros seminarios doctorales junto a otros compañeros. La universidad puede seguir siendo un espacio de debate intelectual, un espacio para dialogar y pensar constructivamente, donde nada está cerrado definitivamente y se puede seguir el camino de la investigación. Buscamos la claridad, poder explicar y explicarnos. Hablamos, hablamos y hablamos. Otros solo gritan y confunden.



* Entrevista Andrea Aguilar "Michael Ignatieff: “La unidad nacional está en permanente construcción” 15/05/2018 El país Semanal https://elpais.com/elpais/2018/05/15/eps/1526379724_688938.html?por=mosaico

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.