jueves, 22 de marzo de 2018

Sobre Marc Bloch y el olvido de la Historia

Joaquín Mª Aguirre (UCM)

Publicado originalmente en 1949 con el título Apologie pour l’Histoire ou Métier d’historien, editado aquí con el poco atractivo Introducción a la historia, la obra de Marc Bloch es única por muchos motivos. Como judío y resistente francés, Bloch fue detenido e internado por los nazis, finalmente torturado y fusilado por la Gestapo.
"Somos los vencidos provisionales de un injusto destino" escribirá al también historiador Lucien Febvre, compañero fundador de los Anales, en una carta "a manera de dedicatoria", fechada el 10 de mayo de 1941, en Fougères, que sirve de presentación al texto. A Lucien Febvre le dedicará el escrito con la esperanza de poder volver a trabajar juntos, algo que sabemos no ocurrirá nunca.
Conmueven las disculpas que Bloch pide a los lectores por sus imprecisiones, fallos de memoria debidos a la ausencia de una biblioteca en la que consultar sus afirmaciones dado su estado de prisionero, circunstancia esencial de la escritura. Podemos leerlo como un libro sobre historia y quizá leerlo también como un libro sobre la historia de alguien que está viviendo un momento muy especial y desgraciado, en mitad de la barbarie, dando cuenta de un momento que será recordado y deberá ser explicado en oleadas sucesivas, a través de las distintas aproximaciones a ese momento cada vez más lejano en el tiempo. Los datos están ahí, nos dirá Bloch, pero nuestro conocimiento sobre ellos mejorará gracias a la mejora de lo que considera una disciplina nueva con un nombre antiguo, la Historia.
Hay un fragmento en el apartado "Los límites de lo actual y de lo inactual" en que Bloch recoge una idea de gran calado referida no a los hechos sino a los cambios en las mentalidades que se han ido produciendo y que precisamente modifican nuestra relación con el pasado:

[...] desde la época de Leibniz, desde la época de Michelet, ha ocurrido un hecho extraordinario: las revoluciones sucesivas de las técnicas han aumentado considerablemente el intervalo psicológico entre las generaciones. No sin cierta razón, quizá, el hombre de la edad de la electricidad o del avión se siente muy lejos de sus antepasados. De buena gana e imprudentemente concluye que ha dejado de estar determinado por ellos. Agréguese a lo anterior la indicación modernista innata a toda mentalidad de ingeniero. Para echar a andar o para reparar una dinamo ¿es necesario conocer las ideas del viejo Volta sobre el galvanismo?*

El párrafo es notable por sus implicaciones profundas no solo para la Historia, sino por su alcance social y cultural. Hoy podemos comprender mejor el sentido de lo expresado por Bloch dado que lo que Bloch señalaba en los 40 se aceleró en las décadas posteriores. La guerra se cerró con la bomba atómica, abriendo una era en donde la tecnología se iría incorporando a las vidas cotidianas aumentando esa distancia generacional. El concepto mismo de generación se debe someter a revisión si con él se pretende representar una unidad en el vivir, sentir o pensar.
Desde los años 50 se acelera la transformación. Es el mundo lo que se cambia, pero también nuestra forma de pensarlo y de pensarnos, mediados como estamos por procesos que desconocemos. La idea señalada por Bloch al final del párrafo sobre la necesidad de conocer las ideas de Volta para reparar una dinamo representan una idea aintilustrada. El siglo XVIII había concebido la ilustración como autonomía gracias al conocimiento liberador de los mitos que atenazaban al hombre a lo largo de la Historia, cuyo tejido había que destejer.
Las implicaciones del texto de Bloch señalan una dirección anti ilustrada de los tiempos (¿se puede creer en los ideales ilustrados en mitad de la barbarie, llegada desde el país más culto de Europa en esos momentos?) son grandes. Hay una desconexión en la mentalidad del ingeniero, "homo tecnológico" por excelencia, de la Historia misma en la medida en que ha surgido en él un concepto de obsolescencia surgido de la propia experiencia y que cristalizará en la idea de "progreso", con la visión negativa del pasado, siempre superado por el presente. De esta forma, el pasado se distancia en un sentido mental muy superior al propiamente temporal.
La Historia parte del supuesto de continuidad que le viene dado por dos cosas: la capacidad narrativa lineal del discurso que le da forma —la historia es acumulativa— y especialmente la continuidad de los agentes que participan en ella, es decir, el sentimiento de "identidad". "Historia" es un concepto que agrupa, pero ¿y si se produce una desconexión, una ruptura en la continuidad identitaria?

No se trata de un problema historiográfico, sino cultural. El presente, por así decirlo, se expande y ocupa todo el espacio mental expulsando de allí al "pasado", que deja de contribuir a nuestro presente. El "pasado" no es la "historia" sino un discurso sobre él, un discurso cambiante fruto del propio presente y sus circunstancias, del que no puede prescindir el intérprete. En ese discurso se recogen o rechazan hechos, se interpretan en un sentido u otro, pero más allá de la disciplina y los especialistas, tiene un efecto en esa continuidad.
El papel de la Historia como nueva disciplina en la creación de los nacionalismos decimonónicos, por ejemplo, es esencial como lo es hoy. Basta con repasar las crispaciones producidas por las divergencias históricas allí donde flojea la identidad.
La mentalidad del mundo tecnológico, como señala Bloch, es diferente a la de aquellos que consideraban que en el estudio del pasado estaban las claves. Aunque se haya prescindido de esa vieja idea, no es trivial la cuestión identitaria, que choca con la mentalidad de no pertenencia, individualista, atomizada, que se está dando en nuestras sociedades.
Muchos de nuestros problemas sociales se están forjando precisamente en estos mundos huérfanos de identidad, tiempos de globalización y tecnología fría en las que se prescinde de cualquier sentido de identidad más allá del presente. Fenómenos como los populismos, los nacionalismos o el extremismo religioso y otros más difusos como las corrientes anti científicas (de las vacunas al cambio climático, etc.) surgen precisamente de ese vacío producido por la falta de identidad y de continuidad.
Hay otro pasaje de Bloch que me gustaría recuperar precisamente como muestra de ese sentido sistémico del momento y del papel del cambio de la ciencia:

[...] nuestra atmósfera mental no es ya la misma. La teoría cinética del gas, la mecánica einsteiniana, la teoría de los quanta, han alterado profundamente la idea que ayer todavía se formaba cada cual de la ciencia. No la han rebajado, pero la han suavizado. Han sustituido en muchos puntos lo cierto por lo infinitamente probable; lo rigurosamente mensurable por la noción de la eterna relatividad de la medida. Su acción se ha hecho sentir incluso sobre los innumerables espíritus —entre los cuales debo contarme yo— a quienes las debilidades de su inteligencia o de su educación les prohíben seguir esa metamorfosis en otra forma que no sea de muy lejos y por reflejo. Así, para lo sucesivo, estamos mucho mejor dispuestos a admitir que un conocimiento puede pretender el nombre de científico aunque no se confiese capaz de realizar demostraciones euclidianas o de leyes inmutables de repetición. Hoy aceptamos mucho más fácilmente hacer de la certidumbre y del universalismo una cuestión de grados. No sentimos ya la obligación de tratar de imponer a todos los objetos del saber un modelo intelectual uniforme, tomado de las ciencias de la naturaleza física, pues sabemos que en las propias ciencias físicas ese modelo no se aplica ya completo. Aún no sabemos muy bien qué serán un día las ciencias del hombre. Sabemos que para ser —obedeciendo siempre, por supuesto, a las leyes fundamentales de la razón— no tendrán necesidad de renunciar a su originalidad ni de avergonzarse de ello.*

Nos dicen muchas veces que hay mucho en la ciencia moderna de anti intuitivo. Quizá en un mundo del conocimiento fragmentado, configurado por especialistas sectoriales con un conocimiento cada vez más limitado de lo que no es su especialidad, y de ignorantes totales que no necesitan saber lo que hacen, solo asegurarse de que se hace, la historia desaparezca como necesidad anímica y cultural. Quizá el mundo es ya fabril y solo necesita registrar datos sin preocuparse más que por la eficiencia.
En el apartado "Comprender el pasado por el presente", Bloch escribe: "La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente."*
Algunos pueden pensar que el presente se "vive", mientras que el pasado se "explica". ¿Qué significa ese comprender el presente, el momento que vivimos, en el que la propia acción dificulta nuestro conocimiento?
Hoy el mundo es un gigantesco mosaico cacofónico en el que las cosas simplemente ocurren. Los noticiarios dejan caer los datos que se superponen cada día creando una ilusión de presente. Dejan enormes zonas opacas de las que no surge la información debido a las agentas. El presente es espectáculo en sesiones de veinticuatro horas continuadas. Se entremezclan una guerra interminable con el parte del tiempo del fin de semana, el gol dudoso con la crisis económica. Comprender el presente deja de convertirse en una necesidad y se vuelve angustia.
Ante un presente caótico, el pasado se desvanece y con él la Historia, que comienza a producir subproductos para el consumo. Estos (de la novela histórica al pseudo pasado mítico del juego de rol, de la película que nos trae fastuosos escenarios y trajes de época al "Historia para dummies") rellenan los vacíos que crean la angustia. Donde la Historia ya no es necesidad, se vuelve hobby.
Más allá de la identidad y de la continuidad, más allá de la Historia, comprendernos sigue siendo una necesidad esencial y el hecho de que muchos no lo sientan agrava más todavía la necesidad.
Esa comprensión se realiza a través del Arte, de las Humanidades, que son los que dan forma más allá de los problemas del conocimiento. Nuestro problema es precisamente la trivialidad reduccionista del mundo que representamos, complejo por el aumento de las interacciones en todos los órdenes (culturales, económicos, sociales...) y simplificado, desarticulado, caótico como experiencia indirecta.
El prejuicio contra la Historia no solo viene del mundo de la técnica, también desde otros puntos opuestos podemos encontrar el mismo prejuicio con base diferente. Recordemos las palabras de Nietzsche en su Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida (1874):

CONTEMPLA el rebaño que paciendo pasa ante ti: no sabe qué significa el ayer ni el hoy, salta de un lado para otro,  come, descansa, digiere, salta de  nuevo, y así de la mañana a la  noche y día  tras  día,  atado  estrechamente,  con su  placer o dolor,  al poste  del  momento  y  sin conocer, por esta razón, la tristeza  ni el hastío. Es un espectáculo difícil de comprender  para el hombre –pues este se jacta de su humana condición frente a los animales y, sin  embargo, contempla con envidia la  felicidad de estos-, porque él no quiere más que eso, vivir, como el animal, sin hartazgo y sin dolor. Pero lo pretende en vano, porque no lo quiere como el animal. El hombre pregunta acaso al  animal:  ¿por  qué  no  me  hablas de tu felicidad y te limitas  a  mirarme?  El animal quisiera responder y decirle: esto pasa porque yo siempre olvido lo que iba a decir -pero de repente olvidó  también esta  respuesta  y  calló:  de  modo  que  el  hombre  se  quedó sorprendido.
Pero se sorprende también de sí mismo por el  hecho de no aprender a olvidar y estar siempre encadenado al pasado: por muy lejos y muy rápido que corra, la cadena corre siempre con él. Es un verdadero prodigio: el instante, de repente  está aquí, de repente desaparece. Surgió de la nada y en la nada se desvanece. Retorna, sin embargo, como fantasma, para perturbar la  paz de  un momento  posterior. Continuamente  se desprende una página del  libro  del  tiempo, cae, se va lejos flotando, retorna  imprevistamente y se posa  en  el  regazo  del  hombre.  Entonces, el hombre dice: «me acuerdo» y envidia al animal que inmediatamente olvida y ve cada instante morir verdaderamente, hundirse de nuevo en la niebla y en la noche y desaparecer para siempre. Vive así el animal en modo no-histórico, pues se  funde  en  el  presente como número que  no deja sobrante ninguna extraña fracción; no sabe disimular, no oculta nada, se muestra  en  cada momento totalmente como es y, por  eso, es necesariamente sincero. El hombre, en cambio, ha de bregar con la carga cada vez más y más aplastante  del  pasado, carga  que lo  abate o lo doblega y obstaculiza su marcha como invisible  y oscuro fardo que él puede alguna vez hacer ostentación de negar y que, en el trato con sus semejantes, con gusto niega: para provocar su envidia. Por eso le conmueve, como si recordase un paraíso perdido, ver un rebaño  pastando  o,  en  un  círculo  más  familiar, al  niño que no tiene  ningún  pasado  que negar y que, en feliz ceguedad, se concentra en su juego, entre las vallas del pasado y del futuro. Y, sin embargo, su juego ha de ser interrumpido: bien pronto será despertado de su olvido. Enseguida aprende la palabra «fue», palabra puente con la que tienen acceso al hombre, lucha, dolor y hastío, para recordarle lo que fundamentalmente es su existencia -un imperfectum que  nunca  llega  a  perfeccionarse-. Y cuando, finalmente, la  muerte aporta el anhelado olvido, ella suprime el presente y el existir, plasmando así su sello a la noción  de  que  la  existencia es un  ininterrumpido haber sido, algo que vive de negarse, devorarse y contradecirse a sí mismo.**


Hoy el rebaño , en gran medida, somos nosotros, incapaces de dar cuenta de nosotros mismos, dirigidos a la eficacia de lo que hacemos y al olvido en un presente dinámico y elástico en el que estamos sumergidos de forma fragmentaria y trivial. Si para Nietzsche la memoria podía ser paralizante y dolorosa, el recuerdo como cadena y lastre, hoy comprendemos que la cuestión tiene una vertiente social y unas consecuencias más allá de los corderos que olvidan sus respuestas cuando son preguntados. Quizá la dura realidad es que los corderos ya no son capaces de atender a las pregunta y, por el contrario, tratan de confundirnos poniendo caras de interés para ocultar lo profundo de su ignorancia.
El propio Nietzsche escibe más adelante en favor de la Historia en un orden liberador y no encadenante:

QUE  LA  VIDA  tiene  necesidad  del  servicio  de  la  historia  ha  de  ser  comprendido  tan claramente  como  la  tesis,  que  más  tarde  se  demostrará  -según  la  cual,  un  exceso  de historia daña a lo viviente. En tres aspectos pertenece la historia al ser vivo: en la medida en que es un ser activo y persigue un objetivo, en la medida en que preserva y venera lo que ha hecho, en la medida en que sufre y tiene necesidad de una liberación. A estos tres aspectos  corresponden  tres  especies  de  historia,  en  cuanto  se  puede  distinguir  entre  una historia monumental, una historia anticuaria y una historia crítica.*

El recuerdo forma parte de la vida personal y social. La cuestión es cómo recordar y, por ello, cómo olvidar sin que ninguna de las dos cosas contribuyan al autoengaño o a la parálisis. Entre ambos extremos, la Historia nos libera y nos da sentido en una doble maniobra. Es una tensión imperfecta, desequilibrada, en la que es fácil y frecuente caer. Las reflexiones sobre la historia realizadas, sobre sus límites y condiciones son cuestiones de otro orden, cuestiones que afectan al uso de la historia, a su capacidad de ofrecer verdad. Pero eso es otra cuestión, algo que no evita nuestra necesidad de historia, como ya señala Nietzsche y el propio Bloch. La imperfección de la historia es como la que otras ciencias han comprendido. Ha cambiado, como nos dijo anteriormente, el "clima mental" y con ello las exigencias que le hacemos. Pero por más debates que tengamos sobre ella como disciplina, queda siempre abierta la cuestión cultural, la necesidad social y personal de una forma, de una identidad que organice, que vertebre aunque sea provisional.
En estos ilustrados días, que diría el poeta Wordsworth, vemos que la velocidad futurista más que la fáustica es la que se ha apoderado de nosotros. La vida convertida en espectáculo no necesita de la Historia, sino de un imposible programa de mano para tratar de saber el orden de las actuaciones en la pista central.


El ser que recuerda vive en el dolor, pero el que no lo hace vive en la estupidez sobrada y satisfecha. Somos los orgullosos tiempos que hemos puesto a Donald Trump al frente del país más poderoso, el más avanzado del planeta. Cualquier cosa es posible. Pero es necesario que el cordero hable.
Marc Bloch escribió su obra encerrado, esperando la muerte y la tortura finales. Sin comprender el presente, nos ha dicho, es difícil comprender el pasado y viceversa. Recogió una anécdota personal:

[...] en cierta ocasión acompañaba yo en Estocolmo a Henri Pirenne. Apenas habíamos llegado cuando me preguntó: «¿Qué vamos a ver primero? Parece que hay un ayuntamiento completamente nuevo. Comencemos por verlo». Y después añadió, como si quisiera evitar mi asombro: «Si yo fuera un anticuario sólo me gustaría ver las cosas viejas. Pero soy un historiador y por eso amo la vida». Esta facultad de captar lo vivo es, en efecto, la cualidad dominante del historiador.*

Quizá no vivamos en sociedades que aman la vida, sino que la han convertido en entretenimiento, que es lo que ocurre cuando esta carece de sentido y solo se percibe como tiempo que matar, expresión de nuestro idioma que siempre me ha sorprendido y de la que nadie se queja, pues no matamos el tiempo sino a nosotros mismos, quitando trascendencia o relevancia al instante. Quizá vivamos en un nihilismo de brillante colorido y neones, en vez del oscuro del siglo XIX, que Nietzsche dijo venir a combatir.
El libro de Marc Bloch sigue ofreciendo un  recorrido por cuestiones relevantes de la Historia como campo, es decir, de nuestra propia cultura, no solo del pasado. Es una experiencia gratificante por más que hayan podido cambiar muchos criterios en la propia disciplina. Pero la Historia, como muchos otros campos de eso que llamamos "humanidades" y "ciencias sociales" es mucho más que una disciplina, es un elemento vertebrador pues recoge (en las más variadas formas) la relación intergeneracional abriendo brechas o construyendo puentes que nos permiten comprendernos, una tarea inacabable afortunadamente, porque realmente no llegamos a conocernos sino más bien a explorarnos como lugares más o menos familiares, más o menos exóticos. Pero es la tarea de nuestra vida. Lo mismo exige la cultura. 
Bloch va más allá de la profesión del historiador. La Historia no es solo una disciplina académica o una asignatura escolar. Es algo más. Ignorarlo tiene consecuencias. Y las vemos cada día a nuestro alrededor. Aprendemos, pero no comprendemos; repetimos, pero no encontramos explicaciones. Pronto, dejamos de preguntarnos. Solo nos preocupará cómo matar el tiempo.



— BLOCH, Marc (1980 10ªr) Introducción a la historia (1949). Fondo de Cultura Económica.
— NIETZSCHE, Friedrich (2000) Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida (1874) EDAF.

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