miércoles, 26 de abril de 2017

El precio del muro

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El final de la década de los ochenta tuvo una gigantesca celebración, que supuso un punto de inflexión en la Historia contemporánea: la caída del muro de Berlín. La imagen de los ciudadanos golpeando y derribando un muro que imponía la separación y control de los ciudadanos de una ciudad era el resultado del hundimiento de un sistema basado en la división, el aislamiento y la vigilancia. El muro no era solo una construcción; era una herramienta al servicio de una política determinada con un concepto específico del poder y de sus relaciones con la ciudadanía. El muro era un símbolo y, como tal, cayó.
Esta semana tuvimos ocasión en nuestro cinefórum universitario la película israelí "Los limoneros" (Eran Riklis 2008) cuyas imágenes finales, el término de la construcción de otro muro, el que separa a las poblaciones judía y palestina, se nos mostraban como una cárcel para quien lo construye. Nunca hay bastantes muros, alambradas o cualquier otro elemento de separación para el que vive ya aislado mentalmente.
Hay fronteras y fronteras. Están las físicas y están las mentales, las que surgen de obsesiones, prejuicios, de fobias. Son como la obsesión patológica con la limpieza; por mucho que se frote, siempre se ve suciedad. Son estas las que, como se mostraba en la película israelí pueden convertirse finalmente en auténticos encierros para quien levanta los muros.
Estamos viviendo de nuevo la obsesión de los muros, que se justifican por la negación de los otros, que han de ser estigmatizados. Su mera justificación es ya una barrera. No es el muro el que crea la separación, sino el que la termina, el elemento final que establece el cierre. Es un cierre, no una ruptura con el otro lado, ya que el miedo sigue viviendo dentro de nosotros. La visión del muro hace crecer el miedo por lo que haya al otro lado.


The New York Times Magazine ha publicado un artículo, titulado "The Border Is All Around Us, and It’s Growing", firmado por Laila Lalami, novelista, finalista del Pulitzer. El artículo comienza contándonos cómo ella y unos amigos fueron preguntados en un control de carreteras sobre su nacionalidad no ya en la frontera, sino a bastante distancia de ella. La frontera ya no era el límite —una línea— entre dos países sino una amplia franja —algo parecido a las aguas jurisdiccionales— en la que siempre pueden ser requeridos, detenidos para su identificación, etc. Las fronteras hacen encogerse al país al ampliarse hacia el interior.
Al final del artículo de Lalami cuenta y reflexiona sobre la impactante historia del viajero desalojado violentamente del avión, que ha sido reflejada en todos los medios de comunicación en todo el mundo,  y lo conecta con una experiencia personal:

This dehumanization is a common feature of the border. Some years ago, returning home from a holiday in Morocco, my husband and I passed through immigration at Kennedy Airport. The border agent glanced at my passport, which lists Morocco as my place of birth. Then she looked at my husband’s and, with a chuckle, asked him how many camels he had traded for me. Even in my shock, I understood that what the agent was trying to assert was her own authority, her superiority over me. If I had dared to challenge her, I might have ended up subject to a secondary search and further questioning. My silence was the price that the border demanded.
Border walls are literal expressions of our worst fears. Terrorists, rapists, drug dealers and various “bad hombres” are all said to come from somewhere else; drawing lines, we are told, will keep us safe from them. But the lines keep multiplying. What formally counts as the border, according to the United States government, is not just the lines separating the United States from Canada and Mexico, but any American territory within 100 miles of the country’s perimeter, whether along land borders, ocean coasts or Great Lakes shores. That 100-mile strip of land encompasses almost entirely the states of Connecticut, Delaware, Florida, Hawaii, Maine, Massachusetts, Michigan, New Hampshire, New Jersey, New York, Rhode Island and Vermont — along with the most populated parts of many others, including California and Illinois. In total, the 100-mile-wide border zone is home to two-thirds of the nation’s population.
This is such a staggering fact that it bears repeating: The vast majority of Americans, roughly 200 million, are effectively living in the border zone. Any of these people could one day face checkpoints like the one I went through in Sierra Blanca, Tex. They can be asked about their citizenship and, if they fail to persuade the agent — because of how they look, act or sound — they can be detained. The Justice Department established these regulations in 1953 and, though they periodically attract attention, they have never been changed. As we move to erect and enforce more borders, this is another message worth apprehending: Borders do not simply keep others out. They also wall us in.*


La franja —esas cien millas— establece el estado de vigilancia más allá de la frontera física. Y, como bien señala Lalami —y se concluía en la película "Los limoneros"—, acabamos viviendo encerrados. Esa ley estadounidense de 1953 mantiene bajo el "control fronterizo" a dos tercios de la población norteamericana.
La incapacidad de resolver los conflictos aumenta los problemas fronterizos; lo mismo ocurre con la desigualdad. Se juega y fomenta el miedo que levanta muros. 
Los sistemas cerrados no son buenos en ningún sentido. Acaban siendo prisiones. Las amenazas no deben cambiar nuestra actitud y principios, sino estimular la búsqueda de soluciones. El muro no resuelve los problemas, solo crea otro nuevo junto a él. Por ello es importante no mezclar problemas, establecer las características de cada uno de los desafíos a que nos enfrentamos porque muchos buscan la confusión.


Los muros también nos hacer ser conscientes de muchos otros interiores: los basados en la discriminación de género, en las discapacidades, la sexualidad, la edad, el racismo... Por algún extraño motivo psíquico, los que son partidarios de unos suelen serlo de algunos más, quizá porque en ellos esté impreso un sentido aislacionista que solo percibe el mundo como separación y como una posesión exclusiva. Lo que nos contaba Lalami del incidente en el aeropuerto norteamericano mostraba que nos solo había una "frontera" sino toda una batería de prejuicios ante los que llegan.
Es motivo de discusión en Estados Unidos el coste del muro. Pero no se evalúan los efectos psicológico que tiene para un país. Eso es difícil de contabilizar, pero no tanto de imaginar en términos de miedo, de aislamiento y estrechamiento de miras. El odio se ha podido percibir perfectamente en las consecuencias racistas que han salido a la luz a través de pequeños actos grabados y sacados a la luz por ciudadanos. Hemos podido ver desprecio, odio, insultos... ya no es un muro solo. El muro es el efecto visible; la causa profunda es psíquica y social. Hay un muro en la frontera y hay millones alrededor de las personas, muros que se mueven con ellos allí donde van.
Los muros, como se veía en Palestina, en Berlín, nos encierran, crean el sedentarismo nacionalista, lleno de prejuicios y agresividad. El muro es en realidad un monumento al fracaso; la constatación de la incapacidad de resolver un problema, de dialogar o de cambiar una actitud. Lo malo es que hoy se construyen políticas en las que los muros se presentan como una gran victoria. No lo son.
Una multitud vociferante gritando "¡construye el muro!", como hemos visto, es un enorme fracaso político y humano. Trump no hace más grande a América; solo la envilece. Ese es el precio real del muro.


* "The Border Is All Around Us, and It’s Growing" The New York Times 25/04/2017 https://www.nytimes.com/2017/04/25/magazine/the-border-is-all-around-us-and-its-growing.html?action=click&pgtype=Homepage&version=Moth-Visible&moduleDetail=inside-nyt-region-2&module=inside-nyt-region&region=inside-nyt-region&WT.nav=inside-nyt-region



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