martes, 23 de agosto de 2016

Cómo hemos llegado hasta aquí

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
"You may ask yourself: Well, how did we get here?"* La pregunta se encuentra en mitad de un editorial sobre Donald Trump en The New York Times. La pregunta no es trivial sino, por el contrario, dramática. Se refiere a la paranoia que Trump está haciendo surgir entre sus seguidores. Las teorías de la conspiración han pasado a ser simples verdades entre sus seguidores. La pregunta no sobra sino que debería abrir una reflexión general sobre los límites de la política en los sistemas democráticos y cómo pueden dejar de serlo cuando la verdad es pisoteada y sustituida por mentiras repetidas con insistencia.
La teoría de la conspiración actual se basa en la sospecha de un fraude generalizado para hacer que Trump pierda las elecciones. Esta solicitando voluntarios para que se aseguren en los colegios electorales de que nadie les engaña. Tener observadores en los lugares de votaciones no tendría por qué  ser un problema, pero si estos están  ya convencidos de que el fraude se producirá y que lo que van diciendo las encuestas forman parte de otra conspiración porque su líder les dice que va "mejor que nunca", los problemas se pueden multiplicar, especialmente si estos voluntarios son de los grupos radicales que, como los supremacistas blancos, grupos anti inmigración, etc. están de su lado. Es de esperar que sean los primeros animados a estar en los distintos colegios "vigilando" que no se produzca el fraude.


Los que no se han dejado arrastrar por la paranoia de Trump, fascinados por su líder, están cada vez más horrorizados por lo que ven. Ya hemos comentando aquí este extremo cuando todavía se estaba en fases en las que se pensaba que Trump se quedaría por el camino.
Puede que Trump no gane una elecciones, pero lo que ha quedado claro es que dejará como legado una democracia enferma, con una división abismal entre dos visiones de Estados Unidos. Como han advertido ya, el peor enemigo de la democracia es la demagogia, al gran peligro anunciado desde su fundación constitucional por Hamilton y otros.
El 28 de enero, The Washington Post publicó un artículo firmado por Andrew Sabi  con el título "The Constitution was designed to weed out demagogues. Now it encourages them". En él, como en muchos otros, el auto manifiesta su preocupación por la degradación del sistema y sus peligros:

Recently Peter Wehner, a veteran of several Republican administrations, called presidential candidate Donald Trump “precisely the kind of man our system of government was designed to avoid, the type of leader our founders feared — a demagogic figure who does not view himself as part of our constitutional system but rather as an alternative to it.”
Is Wehner right to claim that the U.S. constitutional system was designed to rule out a certain kind of politician?
The answer is yes. But the system has evolved in ways that directly thwart this design. For better or worse, we now have — and value — a system likely to yield as president precisely the kind of populist figure the framers most feared.
Right at the beginning of the Federalist Papers (the defense of the Constitution written by Alexander Hamilton, James Madison and John Jay), Hamilton warned against populists who endangered constitutional structures. Those who have overthrown republics, he wrote, have usually “begun their career, by paying an obsequious court to the people . . . commencing demagogues, and ending tyrants.”**


La demagogia es algo que se tiende con demasiada frecuencia a perdonar considerando que forma parte del juego político en su fase electoral, que el poder es lo importante y cómo se llegue a él algo relativo. Un ejemplo importante de demagogia lo hemos tenido en la campaña política que finalmente se concretó en el llamado "Brexit". Tras las votaciones muchos de los participantes manifestaron haber sido engañados por los políticos participantes. Políticos y partidos fueron sacudidos por estas acusaciones y los partidarios tuvieron que confesar haber mentido sobre las consecuencias de la salida y haber manipulado datos. La demagogia había funcionado mientras todos hacían alarde de democracia activa: lo que quiera el pueblo.


Pero hemos avanzado mucho desde la retórica aristotélica: sabemos que las cosas se pueden presentar de muchas formas para conseguir lo que se quiere. De todos los males democráticos, la demagogia es la que ataca al centro: la toma de decisiones. Esta solo se puede hacer más que teniendo la información adecuada; la demagogia juega con los discursos para conseguir hacerse con la opinión.
El articulista reparte responsabilidades. Trump es la bola de nieve que ha ido creciendo desde campañas anteriores:

Mr. Trump did not invent paranoia; he did not create the Republican meme of fraudulent minority voting. He just took it — as he so often does — to an extreme. Senator John McCain made similar warnings in 2008, and murmurings of cheating go back at least to 2000, a close national election, botched in Florida, decided for George W. Bush by the conservative majority of the Supreme Court. And long before Mr. Trump entered the presidential race, Republican legislators were busy passing voter ID laws based on the fallacy of widespread fraud.**

Trump repite lo anterior, amplificado y como mensaje central. Él ya es ganador; si pierde es debido al fraude. Su megalomanía histriónica hace le resto. El fenómeno Trump deber ser estudiando, analizado con cuidado porque no es una cuestión circunstancial sino la consecuencia de una forma de hacer política que se está convirtiendo en patrón en muchos lugares del mundo.


Si los padres constitucionales de los Estados Unidos temían la llegada del "Gran Demagogo", ha tardado tiempo en aparecer, pero lo ha hecho con rotundidad. No es un fenómeno personal, sino la conjunción de una personalidad como la de Trump y un aumento del dogmatismo y la violencia en todo el mundo. Nunca han existido como hoy tales medios de manipulación.
El papel mediático es esencial y está tras fenómenos como el aumento del radicalismo, de los nacionalismos, del integrismo religioso y de la demagogia como camino hacia el poder. Negarlo es suicida. Hemos construido un mundo en el que el comunicarse se concibe como conexión, sin pensar que esas conexiones establecen una presión constante que las instituciones públicas son incapaces de contrarrestar con los flujos de mensajes "positivos".


Curiosamente los únicos que lo han entendido perfectamente son las grandes dictaduras, que siempre han recelado de la comunicación y la información restringiéndola. Nosotros hemos hecho un gigantesco negocio de ella pero no somos capaces de frenar sus efectos negativos. La psicología social deshace la igualdad: la mala noticia se recibe mejor que la buena, la incitación del extremista tiene más eco que la advertencia del moderado, etc.
Si la democracia no se protege cambiando las actitudes demagógicas en vez de considerar que todos pueden usarlas en virtud de la bondad de sus intenciones, quedará definitivamente convertida en un espectáculo, algo a lo que recurren ya todos sin demasiado pudor.


La democracia son principios, no un juego para conseguir el poder. "Principios" no son solo "reglas", simples límites legales. Son los que surgen de una voluntad y una vocación democráticas que implica algo que se ha ido perdiendo: el respeto por las personas individual y colectivamente. El aumento de casos de corrupción en todos los países es una muestra de que la política ha perdido ese concepto de principios atrayendo ambiciosos y limitándose a aceptar líneas ambiguas, las que permiten jugar en el borde de la afirmación, de la mentira, de la insinuación, etc. como hace Trump. Para él la política es un negocio y en un negocio ganan unos y pierden otros, lo sepan o no.


Trump es la punta del iceberg, una punta importante porque lo que ocurre en los Estados Unidos tiene repercusiones en todo el mundo. Más allá del efecto de su llegada a la Casa Blanca, nadie puede evitar ya sus desastrosos efectos sobre el sistema democrático, debilitado, como bien señalaba el articulista de The Washington Post en enero. Desde entonces no ha habido semana en la que no se pensara que Trump había llegado al límite. Pero, no es cierto: no lo hay. La demagogia juega sobre ese límite.
El final del editorial de The New York Times no puede ser más directo sobre el problema real:

Now, more than ever, the country needs responsible political leaders and the courts to defend and expand voting rights, rather than sitting silently while Mr. Trump further demolishes public confidence in the foundations of our government.*


Existe un gran problema de liderazgo en todo el mundo. Entre demagogos y autoritarios estamos creando un mundo en el límite, muy peligroso. Hay que volver a dignificar la política a través de la ejemplaridad y de la exigencia de ética y respeto. La demagogia tiene que ser proscrita de los sistemas democráticos so pena de que se los lleven por delante. Pero ¿cómo hacerlo democráticamente? Revalorizando la democracia misma, educando en valores, exigiendo respeto a todos. Es más fácil de decir que de hacer, pero si no se intenta... La pregunta de "cómo hemos llegado hasta aquí" debería "qué hemos dejado de hacer para que esto haya acabado así".
La finalidad de la democracia y de la política democrática es construir una sociedad en la que las personas puedan convivir y prosperar sintiéndose responsables no solo de ellas mismas sino de los demás. "Construcción" implica esfuerzo diario, constante. Los demagogos quieren el poder. Para ello pueden minar la convivencia y fomentar el egoísmo, la insolidaridad, el racismo, etc. Trump es el ejemplo más claro. 
Hay más, muchos.




* "Donald Trump Cues Up Another Conspiracy" The New York Times 22/08/2016 http://www.nytimes.com/2016/08/23/opinion/donald-trump-cues-up-another-conspiracy.html?

** Andrew Sabi "The Constitution was designed to weed out demagogues. Now it encourages them" The Washington Post 28/01/2016 https://www.washingtonpost.com/news/monkey-cage/wp/2016/01/28/the-constitution-was-designed-to-weed-out-demagogues-it-has-evolved-in-ways-that-encourage-them/




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