martes, 7 de octubre de 2014

El deber placentero o el librito asesinado

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Descubro con horror que el estupendo libro de David Lyon "Postmodernidad" (Libro de bolsillo - Alianza 1996, 1997) ha desaparecido del mapa editorial. En estos tiempos de comienzo de cursos de grados y postgrados, un librito como este, lleno de observaciones al paso de un recorrido fluido por nuestro tiempo, es el medio ideal para situar a los alumnos en el centro de los debates y conspiraciones filosóficas que nos atenazan. De nada le ha valido ser el número 1.789 de la colección "El libro de bolsillo", año de la *toma de la Bastilla". Era un librito pequeño que no se metía con nadie.
Voy al librero de la Facultad a que me mire en su base de datos si mi búsqueda virtual infructuosa por las grandes librerías, que nos ofrecen sus catálogos automatizados, se confirma. Y así lo hace: está descatalogado. ¡A la fosa común! Mi sorpresa —no debería ser ya así— es mayúscula e irritada. Comienzo a despotricar sobre editores y editoriales. ¡Luego se quejan y se rasgan las vestiduras y le echan la culpa al IVA y no a sé qué más!, digo. Otro libro desparecido.
Lo cierto es que nada hay más nefasto que esta política editorial nuestra, que sacrifica la diversidad intelectual al imperio del rodillo llamado bestseller, esa alfalfa meliflua. ¡Con la sarta de estupideces encuadernadas con las que nos seducen cada día!
Dice Lyon —siguiendo a Bauman— en la obra sacrificada al gordo y seboso dios del consumo:

La conducta del consumidor se convierte en el centro moral y cognitivo de la vida —consumir es un deber placentero—, la forma en que las personas se integran en la sociedad y el nexo de una gestión del sistema. (144)


Placentero y narcótico, sí, pero ¿qué consumir? La cuestión no es tanto que se consuma, sino qué constituye ese consumo. ¿Matarratas o caviar?, diríamos. En el caso de la cultura, el consumo pasa por el entontecimiento progresivo de los consumidores. Efecto y causa se intercambian en un bucle infernal: cuanto más tonto me vuelvo, más tonterías demando. Solo los que logran tener un sistema educativo fuerte, con un profesorado competente y resistente, que se ate firme frente a los cantos de sirenas banales, y logre guiar a los alumnos por los mares formativos, pueden llegar a un consumo productivo para el que consume y no para el que nos hace consumir. ¿Nadie ha hablado todavía de especulación, de burbujas culturales?
La desaparición de un librito como el de David Lyon frente a la proliferación de voluminosas obras, auténticos monumentos a la obesidad morbosa cultural, en las que apenas se dice nada y lo que se ha podido decir no es más que la eterna repetición de lo dicho, es parte del drama cultural en que vivimos. Nuestro mundo se centra en el deporte, la gastronomía, el turismo de playa e interior, los tatuajes y piercings, la cervecita y pasear una maleta los fines de semana y puentes de guardar. ¿Para qué más? Hay libros raros, como hay enfermedades raras de las que los imperios farmacéuticos tampoco se ocupan. ¿Por qué no lee lo que todo el mundo?


Leemos lo que nos ordenan reivindicando nuestra libertad de hacer lo que nos dicen al convencernos de que hacemos algo que nos sirve para identificarnos con los demás mientras no dejamos de ser nosotros mismos. ¿Les parece un galimatías? Será porque lo es. Pero al que hace cola para conseguir su ejemplar firmado por su autor favorito eso no le importa.
¿Sabemos lo que nos puede costar —educativamente hablando— recuperar los niveles perdidos? Se habla de lo que costará recuperar los niveles de empleo, ¿pero y los educativos? ¿Cómo se recupera una generación a la que han dejado de interesarle muchas cosas por falta de estímulo, por dejadez consumista? Nos hemos convencido que las cosas demasiado serias no "interesan", que no se venden, que no se piden. ¡Terrible falacia! ¡Nos han vuelto idiotas delante de nuestras narices! Y les ha funcionado. Antes la conspiración oscurantista era que no leyeras; ahora que leas trivialidades. Y cuantas más mejor, hasta desarrollar ese sentido del deber placentero.


El dios de la facilidad reina entre nosotros. Leer ciertas cosas hace cosquillitas en la nariz. ¡Las profecías postmodernas se han cumplido —¡Baudrillard, Benjamin, Debord...!— y las primeras víctimas han sido los libros sobre la Postmodernidad, como el de David Lyon!
Me estremezco como si la tumba de Ligeia crujiera de nuevo al abrir el librito asesinado por su padre padrone y leer el último párrafo, el cierre de la obra:

En el pasado se afirmó confiadamente la idea de que el futuro está en manos de los seres humanos. Así la arrogancia moderna rechazó lo divino y puso toda la esperanza en los recursos humanos. Hoy, lo humano está siendo descentrado y desplazado a su vez, y una vez más parece que las riendas del futuro no están en manos de nadie. Mientras que esto abre la puerta a todo tipo de especulaciones, desde el juego de poder de Foucault a la Era de Acuario, también hace más plausible la posibilidad de que la providencia no fuera después de todo una idea tan mala. Los apocalípticos postmodernos quizá tengan que dejar espacio a una visión de una tierra nueva-renovada, ese antiguo agente del cambio social, y a la idea primigenia del juicio final. Nietzsche se revolvería en su tumba. (152)*


La verdad, no sé que han hecho con mi futuro; me lo han birlado. ¡Malditos trileros! Muy mal tienen que estar las cosas, querido Lyon, si hay que clamar por el regreso de la "providencia" como mal menor, y tirar de juicio final. Efectivamente, Nietzsche se revolvería en su tumba. Pero eso, con dejar de editarlo, se soluciona. ¿Cómo hay que ir vestido al juicio final?







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