miércoles, 14 de mayo de 2014

La enfermedad moral

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hablaba la periodista Lucía Méndez, hace apenas unos minutos, de "enfermedad moral". Lo hacía en el programa Los desayunos de RTVE al ser preguntados los participantes de hoy sobre el asesinato de la presidenta de la Diputación de León. La periodista señaló que no tiene presencia en las redes sociales y que, además, cada día se alegra más de no tenerla. Recordó algo sobre lo que hemos tratado aquí en varias ocasiones: el control de los comentarios en las noticias publicadas en las ediciones digitales por ser muchas de ellas irreproducibles.
Creo que el término "enfermedad moral" es perfectamente adecuado para describir la situación, un síntoma más de una falta de rumbo, de deriva que encuentra justificación o, mejor, no necesita de ninguna de ellas para vivir sorteando cualquier principio de convivencia. "Convivir" de hecho es un verbo absurdo para estas personas aquejadas de la enfermedad moral, que es precisamente la ausencia de una marco en el que entre los otros.

Los comentarios por parte de diferentes grupos (sin que esto implique articulación, solo clasificación) tras el crimen cometido ha servido para comprobar el alcance, efectivamente, de una sociedad a la que ya podemos considerar desde esta enfermedad como personas aquejadas de este mal que nos ataca como una epidemia constatable y en la que llevamos tiempo asentados, negándola y extendiéndola porque es infecciosa.
Debemos aplaudir la actitud decidida del PSOE al cortar de raíz los comentarios de cargos públicos que mostraron su catadura a través de los comentarios hechos públicos a través de las redes sociales. El término "redes sociales" es engañoso porque se habla de ellas como si tuvieran voluntad propia cuando no son más que un medio por el que circulan los mensajes que personas de cierto tipo se dedican a escribir cuando ocurren acontecimientos que llaman su atención y con los que desean llamar la atención de los demás. Las redes, como espacios, solo son culpables de amplificar la bellaquería de algunos, de servirles en la misma medida en que los lápices, papeles y sobres no son responsables de los mensajes que se envían. El término, además, sirve para diluir la responsabilidad individual, excepción hecha por supuesto de aquellos que las utilizan para organizarse, que pasan a ser responsables colectivos. Pero separemos una cosa de otra.


A los infames comentarios realizados por personalidades públicas hay que añadir la presentación tendenciosa de informaciones en algunos medios que viven también de lanzar, muy elegantemente, la semilla enfrentada a sabiendas de que gustará a algunos de sus lectores. Esas entradas sirven para colgar posteriormente los comentarios en los que se manifiesta con plenitud la enfermedad moral, la extensión de la epidemia.
Hay una España que siente asco, náuseas ante ciertas cosas, que no puede reprimir los efectos de la bajeza de los que añaden la exhibición a su infamia disfraza de ira de los justos y que no es más que la satisfacción exhibicionista de su catadura. Los que se han reído, han celebrado, han disfrutado, se han burlado con un crimen en plena calle; los que lo han utilizado jocosamente para "advertir" a otros; los que se regocijan con todas estas cosas van en aumento o lo parece por el volumen de sus manifestaciones.

En muchas ocasiones hemos insistido en que se está desarrollando un clima perverso en el que se considera un derecho la exhibición de la bajeza, de la amenaza, del insulto. Los debates sobre los "escraches", los insultos o golpes a los políticos (como ha ocurrido estos días en un par de casos) en cualquier lugar y circunstancias, en la puerta de su casa o frente al colegio de sus hijos, la idea de que "como roban, que aguanten", de que "para eso se les paga", que "va con el cargo" y un larguísimo etcétera ampliable a gusto del insultador se ha ido imponiendo en sectores que consideran.
Hemos retrocedido a un estado de falta de sentido de la convivencia en el que se encuentran excusas y justificaciones para casi cualquier barbaridad. Lo hacemos con el partidismo emocional, lo usamos para conseguir la fácil adhesión a causas o intereses. Lejos de ahondar en un país de mayor moralidad pretendemos enfrentarnos a los vicios aumentando los defectos sin comprender —o sin importarnos— que el remedio sea peor que la enfermedad. El crimen puede ser condenado en los tribunales; la bajeza moral no tiene arreglo, solo la depresión del que no la comparte y la alegría del que la disfruta, que se regocija con su propia inmundicia. Creemos que somos más libres, cuando lo que hacemos es negar los derechos a los demás. Y al hacerlo convertimos el espacio social en jungla pues solo es cuestión de tiempo que nos toque a nosotros.


Es realmente preocupante este tipo de reacciones por lo que suponen de deterioro de la convivencia. Las sociedades que no se respetan es porque han perdido la confianza en sus instituciones y en su capacidad si quiera de sancionar.
La democracia debe tener como finalidad la armonización social para la convivencia. Además de la eficacia institucional en todos los niveles, las sociedades se dotan de sistemas de libertades para poder ser mejores y no para sacar lo peor de ellas mismas, que es lo que estamos consiguiendo. La libertad de expresión busca que se pueda dar salida a lo mejor de las personas y no en la institucionalización del insulto.


La angustiosa falta de ejemplo por parte de aquellos que deberían ser ejemplares (de la cultura a la política, de la educación a las instituciones) contribuye a que el clima social se vaya deteriorando y se manifieste en su pobreza profunda; lo valioso, que está ahí, es sepultado bajo las toneladas de detritos que se esparcen cada día en todas direcciones. Pero no nos engañemos. No son solo ellos; esto es más amplio y se percibe a pie de calle en las manifestaciones cotidianas de la mala educación o respeto a los demás. Lo que se ha perdido es la idea compleja de ciudadanía, de que formas parte de un conjunto, que el mundo no es un espectáculo que gira a tu alrededor, mónada solitaria. Nos hemos convertido en una barraca de feria en la que lanzamos gratuitamente las pelotas para derribar a los demás. Y esa feria ruidosa e insegura la visitan diariamente muchos para divertirse, desahogarse o reforzar su empobrecido ego, necesitado de estas infamias para su afirmación.
Forman parte del mismo proceso los que celebran un asesinato, los que lanzan plátanos a los estadios, los menores que insultan a las víctimas y piden el regreso del terrorismo. No hemos avanzado en la convivencia ni en la cohesión social, Al contrario, se ha usado todo aquello que disgrega y enfrenta consiguiendo esta manipulable sociedad emocional, explosiva, sin contención alguna, que es manejada a golpe de estímulo y reacción. Es más sencillo vivir en un mundo de enemigos, de culpables; en un mundo en el que poder descargar las iras ilimitadamente, dotados de infalibilidad y omnisciencia.


El empobrecimiento educativo y cultural, el político, el económico, etc. nos hablan de que estamos ante una crisis que va más allá de lo económico y que afecta a lo institucional, social y personal. No es posible mantener diálogo en casi nada, solo agitación demagógica, intercambio de insultos. Carecemos de referencias positivas y degradamos todo en un furor iconoclasta muy hispano. Cada vez encuentras más al aburrimiento de los sensatos frente a las gracietas de aquellos para los que cualquier ocasión es buena para sacar a relucir sus peores instintos e ideas deseosos de convertirse en jueces y verdugos de quien les apetezca cuando les apetezca.
Los motivos por lo que una madre y una hija se puedan unir para cometer un asesinato forman parte del estudio psicológico. Cada indivudio y sus sistema de valores es un universo. Esa "inquina personal" de la que hablan los medios en estos momentos, citando palabras dichas durante la confesión en comisaría, podrá ser estudiada y se mueve en el caso personal. Pero las celebraciones, avisos y advertencias, justificaciones, etc. de muchos forman un mosaico social preocupante. No podemos actuar sobre el asesino, pero sí deberíamos actuar sobre el clima social que se crea ante la violencia o desde ella. Hay que hacerlo con los imperfectos y deteriorados medios de que disponemos, la educación y la ejemplaridad. Por eso es de aplaudir la decisión de cesar a los políticos que han hecho comentarios justificativos por tratarse de un "enemigo" y estar en campaña. Habría que ampliarlo a algunos otros que también se han dejado llevar por la inercia de los bocazas. Por eso es de agradecer el gesto de todos aquellos que, por encima de diferencias, han hecho causa humana y ciudadana común mostrando sus condolencias. Cuando el gesto más natural se convierte en el que hay que ponderar más es que algo falla.



Sí, creo que tiene razón Lucía Méndez. Estamos ante una enfermedad moral que, como es habitual, es reactiva; el mundo está para comentarlo. Como suele ocurrir en este tipo de casos, es característico del enfermo no sentirse tal, sino por el contrario vivir su enfermedad como euforia, como un ataque de "justicia" frente a la falta de reacción de los indiferentes. 
De esta situación somos responsables, por transigencia o por cobardía, todos. Pero hoy el reproche, el afeamiento de las conductas no se lleva demasiado pues se corre el riesgo de que se vuelvan contra quien lo denuncie. La excitación, además, siempre beneficia a alguien, aunque perjudique a todos.
Si pensamos que la forma de combatir la corrupción, la injusticia, la desigualdad, etc. es aumentando nuestros defectos, ahondando en la brutalidad, estamos muy equivocados. Traspasar los límites permanentemente tiene el riesgo de que se acaben borrando y al final no sepamos de qué lado de la frontera estamos o, simplemente, ya no nos importe. 




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