miércoles, 31 de julio de 2013

Cómo llamar a las cosas por su nombre sin saber cómo se llaman

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Es un tendencia humana poner límites y fronteras a lo físico, lo histórico y lo conceptual. "Comprender" es delimitar, establecer límites que nos ayuden a distinguir nítidamente entre fenómenos que habitualmente se muestran irisados, inciertos, pero que necesitamos encuadrar. En ocasiones, ponemos nombres a los cambios; en otras, son los nombres los que provocan los cambios mismos. Los nombres de lo nuevo y de lo viejo son escenarios de grandes batallas por la denominación, por cómo llamar a las cosas, ideas o situaciones.
Es ese acto nominativo el que orienta el sentido y la interpretación posterior, la valoración de los acontecimientos. No hay nombre neutral ni casual. Quien logra establecer los límites a través de los nombres, quien logra decir que una era se acaba y otra comienza, gana la batalla de la denominación y reina en el lenguaje y, por tanto, reina en las mentes de quienes se muestran avocados a usarlos para entender y entenderse. En castellano usamos la expresión "llamar las cosas por su nombre" como forma de indicar franqueza, de decir verdades. Sin embargo, ese "su nombre" esconde el camino tortuoso por el que se ha llegado "bautizar" una situación, idea, acción, etc.


Constantemente estamos reestructurando nuestros campos de acción y comprensión mediante este tipo de operaciones de denominación. En ocasiones, son movimientos lentos, que van tomando sentido en el tiempo; en otras, son rápidas apariciones que ocasionan el trastocamiento de los conceptos, el cristal a través del cual vemos el mundo.

Como una colección de ejemplos de este tipo de tergiversaciones conceptuales, podemos considerar la obra del economista John Kenneth Galbraith, La economía del fraude inocente (2004)*. A través de una serie de "fraudes" conceptuales, de modificaciones en las formas de denominación, de cambios en las palabras que describen los acontecimientos o las prácticas, las consecuencias, etc., Galbraith nos muestra cómo la Economía se ha convertido (interesadamente) en una forma de distorsión del mundo, en la nube de tinta que el calamar lanza para evitar que su pista sea seguida. En la misma idea abunda el economista alemán Max Otte en su obra El crash de la información (2010). Escribe Otte: «[...] la gente, o alguna gente, está mucho más interesada en dejar a los demás en la incertidumbre que en aclarar la verdadera situación» (22)**
De todos los campos científicos o académicos, ninguno está más tentado para la manipulación conceptual que el de la Economía; quizá solo la Historia se encuentre a su nivel de tentación partidista. No existe "economía", no existe "historia" al margen de un pensamiento previo que ordene la percepción y selección de lo relevante en cada campo. Aunque Otte se refiera a "la verdadera situación", tendríamos que hablar de la descripción más completa de un fenómeno o de la mejor explicación posible, antes que de una "verdad" en un sentido acabado.


El sociólogo Ulrich Beck, en su obra Una Europa alemana (2010), habla también esos procesos de distorsión a los que se refería Galbraith:

La perspectiva económica es y nos hace socialmente ciegos; las recetas de los economistas que dominan el debate público descansan sobre un «analfabetismo» sociopolítico (Wolfgang Münchau). Esta ceguera probablemente se deba a que los economistas siempre contemplan el mundo a través de algún modelo —cuando los modelos no son los adecuados, tenemos un problema—.***

Aunque carecieran de ese analfabetismo político que Beck señala, la Economía ha sido elevada a un estatus superior gracias precisamente a los políticos, que a su vez podrían ser definidos perfectamente como "analfabetos" económicos. Como ciudadanos padecemos ambas formas de analfabetismo: las de políticos y economistas, aunque los dos se pasen la responsabilidad. Pero padecemos también algo peor, sus pretensiones de inevitabilidad, que es la que se amparan para actuar. Ambos han aprendido la utilidad del escudo de lo inevitable para sus actuaciones sociales.
La actual crisis nos ha dejado un ejemplo de desplazamiento teórico del diagnóstico y las recetas económicas que los políticos ha elevado al rango de "ley objetiva" para justificar sus propias decisiones. Hemos asistido a debates en los que las leyes de la Economía ascendían al estatus de leyes casi divinas. ¿Su eficacia? Dudosa, cuando no han sido claramente contraproducentes en muchos casos. Para algunos —Otte y Galbraith, por ejemplo— no es casual y obedece a intereses claros de los más poderos o de los que aspiran a serlo. Para otros no es más que la muestra de nuestra incapacidad de conocer el mundo con la profundidad suficiente como para controlarlo. Los primeros creen en conspiraciones; los segundos en limitaciones e imperfecciones. No son teorías excluyentes.


Un análisis de los discursos de estos años de crisis económica sería muy jugoso para adentrarse en los oscuros territorios de la denominación interesada o, si se prefiere, de la manipulación discursiva. Los investigadores tendrían ante ellos un amplio corpus de trabajo compuesto por decenas de miles de artículos publicados en todo el mundo, miles de discursos, miles de libros escritos sobre el fenómeno que se ha venido a enmarcar bajo la denominación de "crisis" económica. La investigación permitiría ver las luchas por el reconocimiento o no de la "crisis" (etapa fundacional del concepto asociado a una "realidad" aceptada o negada), los diversos análisis interpretativos y diagnósticos realizados (determinación de causas, límites y asignación de responsabilidades), las medidas tomadas y su amplio repertorio de denominaciones (cómo se ha elegido llamar a las acciones y situaciones), y los análisis de sus resultados (cómo se han descrito los efectos de las medidas). Todos esto se traduce en discursos que pueden ser analizados e interpretados para comprobar el espacio semántico posible que se ha generado.


Por supuesto, dada nuestra incapacidad de ser objetivos ante el material que se nos ofreciera, los resultados serían distintos según los investigadores sociales, que lograrían publicar sus resultados en función de los prejuicios de los editores que los aceptarían o rechazarían. El éxito alcanzado estaría, finalmente, en función de las ganas de aplaudir o abuchear de los lectores, que habrían estado expuestos a esas mismas informaciones cuyos resultados ahora verán sintetizadas e interpretadas ante ellos.
¿Somos mónadas aisladas? Evidentemente no. El que nos guste rellenar con cosas el concepto de "verdad" no significa que lo sean, ni siquiera que exista esa posibilidad. Pero nos gusta pensarlo y es el motor de nuestro conocimiento y existencia. Hace mucho tiempo que se señaló que no es la verdad la que nos hace movernos, sino la comprobación de lo insuficiente de nuestros conocimientos; en eso se basa la Ciencia. El mundo avanza gracias a una extraña combinación de escepticismo e inocencia; la suposición de que no podemos conocer absolutamente, pero que no debemos dejar de intentarlo. Sin embargo, las bocas se nos llenan de verdades con las que taponamos las posibilidades ajenas de dudar.

* John Kenneth Galbraith (2007). La economía del fraude inocente [2004]. Crítica, Barcelona.
** Ulrich Beck (2012). Una Europa alemana. Paidós, Barcelona.

*** Max Otte (2010). El crash de la información. Ariel, Madrid.





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