sábado, 6 de abril de 2013

Kundera, finitud y apego

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Escribió Milan Kundera en su novela La ignorancia (2000):

El ser humano vive un promedio de ochenta años. Contando con esta duración, cada cual imagina y organiza su vida. Lo que acabo de decir lo sabe todo el mundo, pero pocas veces nos damos cuenta de que el número de años que nos han sido asignados no es un simple dato cuantitativo, una característica exterior (como el largo de la nariz o el color de los ojos), sino que forma parte de la definición misma del hombre. Aquel que pudiera vivir, en la plenitud de sus fuerzas, el doble de tiempo, digamos ciento sesenta años, no pertenecería a la misma especie que nosotros. Nada sería igual en su vida, ni el amor, ni las ambiciones, ni los sentimientos, ni la nostalgia, nada. Si un emigrado, después de vivir veinte años en el extranjero, volviera a su país natal con cien años ante él, ya no sentiría la emoción del Gran Regreso, probablemente para él ya no sería en absoluto un regreso, tan solo una más de las muchas vueltas que da la vida en el largo transcurrir de la existencia.* (122-123)

Se refiere Kundera con el "Gran Regreso" a uno de los ejes de la novela, la cuestión de emigrado desde la perspectiva del retorno, partiendo del ejemplo de Ulises y su vuelta a Ítaca. Pero es, en última instancia, el tema central de la gestión del tiempo lo que se plantea en su universalidad, como definitorio de lo humano. La vida se organiza sobre las expectativas de la vida: el pensar lo que nos queda por delante nos lleva a organizar el sentido de lo por venir. Por eso crece la sensación de angustia —el creer que no nos queda tiempo suficiente— o de melancolía —la sensación de no poder recuperar el tiempo perdido— según se avanza en la vida.


Cuando nos dice que alguien que viviera el doble que nosotros sería de "otra especie", que no sería humano, nos apunta a que su sentido de la vida, como tiempo, sería tan distinto del nuestro, de cómo lo administramos nosotros, que no podríamos compartir nada con él. Nada sería lo mismo. Somos tiempo y esa duración nos define.
Que los seres humanos seamos la especie consciente del tiempo, de su finitud, es el mayor condicionante de nuestro desarrollo. De la consciencia de nuestra temporalidad surgen muchas de las vigas que sostienen nuestras construcciones personales y culturales. Nada resulta más nocivo que una sociedad que nos hace olvidar nuestra temporalidad finita y usa a los seres humanos como simples instrumentos caducables y sustituibles. Olvidar la temporalidad, nuestra finitud, vivir como si nunca hubiera un final, es una de las grandes trampas con las que se nos incita a cambiar nuestro sentido de la vida, de nuestros valores.


Es la finitud lo que da valor a lo que sentimos y hacemos. Escribe Kundera continuando su reflexión: «La noción de amor (de un gran amor, de un amor único) nació probablemente también con los estrechos límites del tiempo que nos ha sido dado»* (124). Es la finitud la que determina la "intensidad" amorosa y, plantea también Kundera, la que determina su desgaste, su deterioro en el tiempo. La idea de un "amor inmortal", de un amor más allá de la muerte, es precisamente la de la necesidad de superar la finitud del tiempo. La explicación se invierte: es la intensidad del amor lo que revela la inmortalidad de los amantes, su unificación hasta el fin de los tiempos, no en los límites de la vida, del tiempo finito. Werther se suicida gozosamente cuando tiene la revelación, la epifanía, de que Lotte y él estarán siempre unidos, más allá de la muerte por toda la eternidad. La vida es mero accidente; el amor es la eternidad y la eternidad es el amor. El suicidio wertheriano es la renuncia a los límites, a la finitud de la vida, a reconocer un final. También es una forma de ceguera, de renuncia de su propia humanidad. Es renunciar al tiempo finito por el tiempo infinito, una apuesta arriesgada.


La sociedades modernas tienden a ignorar el tiempo existencial y piensan en el tiempo como rendimiento. Eso es lo que nos deshumaniza, nos convierte en máquinas andantes, en piezas de un gigantesco sistema que nos olvida y nos hace olvidar. De todas las grandes tentaciones, la más peligrosa y de peores consecuencias es la de hacernos olvidar nuestra finitud, vivir como si no existiera el tiempo, es decir, no ser humanos. Pues pasa a ser de otra especie tanto el que vive el doble —como señalaba Kundera— como el que se olvida de que está viviendo, que avanza sin retroceso.


Hay un tiempo de la acción, del crear, del construir. Pero hay también un tiempo de los apegos, un tiempo emocional que nos hace valorar, retener en nuestra memoria, lo que sabemos que no volverá. Hay un tiempo que se compensa dejando: la palabra, la idea, la obra; otro, recogiendo. Una vida plena es el equilibrio entre ambos tiempos: lo que dejamos y lo que recogemos.
Nos roban el tiempo, nuestro tiempo, es cierto; pero también que es lo único que podemos robarnos a nosotros mismos.

* Milan Kundera (2011 2ª). La ignorancia [2000]. Tusquets, Barcelona.




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