domingo, 6 de enero de 2013

La traición

En su Elogio de la traición (1999)*, Denis Jeambar e Yves Roucaute escribieron:

No traicionar es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. Las traición, expresión superior del pragmatismo, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos. El método democrático adoptado por las repúblicas exige la adaptación constante de la política a la voluntad del pueblo, a las fuerzas subterráneas o expresas de la sociedad. Requiere la negación como sistema de gobierno. (10)

Para los autores, las propias contradicciones de la sociedad democrática exigirían la "traición" como fundamento del buen funcionamiento. La sociedad democrática no es unánime, sino una amalgama de principios e intereses que es necesario hacer converger a través de la acción de gobierno. "Traicionar" es una forma de encontrar la flexibilidad armónica que permite gobernar; gobernar es comprender que la acción es, como en la navegación a vela, el resultado de fuerzas diversas que hay que conjugar y, por tanto, "traicionar".


Tras el preámbulo teórico, Jeambar y Roucaute proponen la Transición española como ejemplo de la "traición" necesaria para sacar adelante la idea de una democracia. El interés en salir de una dictadura camino de un sistema de libertades convirtió en "traidores" a dos fuerzas hasta el momento antagónicas, las representadas por el Rey Juan Carlos y por el republicano socialista Felipe González. Ambos "traicionaron" sus principios para acordar un camino:

[...] la traición al franquismo alcanza su punto culminante en octubre de 1982, cuando Felipe González es designado jefe del gobierno. En ese momento, Juan Carlos se impone definitivamente como el rey de los demócratas y consolida la estructura institucional que había comenzado a erigir en 1976, al hacer aprobar por referéndum una reforma política que abre el camino a una democracia, y luego, en 1978, al sancionar la Constitución. Fue la confirmación más brillante de la tesis de Raymond Aron, de que la traición es la gran arma de los amigos de la Libertad contra la tiranía.
Con la designación de Felipe González como primer ministro, Juan Carlos logra la pacificación democrática de España. Y sobre todo le da al país un hombre singularmente dotado: el Gran Traidor que estaba buscando.
Fue el mismo Felipe González el que en mayo de 1979 impuso a su partido el abandono de los principios marxistas y la aceptación de la monarquía, a la que antes había fustigado. Sin duda, era el hombre que la joven democracia necesitaba. Y los españoles, al abandonar la tiranía, supieron comprenderlo, por cuanto le otorgaron la mayoría en las Cortes. La marcha de la democracia avanzaba a pie firme. (15)

Hay que sobreponerse a la negatividad de la carga semántica del término "traición" y leerlo sin apasionamiento. La "traición" es la vía entre el radicalismo de los discursos y la flexibilidad de la acción. Los que vivieron la época recordarán que la palabra "traidor" estaba a la orden del día, aplicada a casi todos. "Traidores" fueron el Rey Juan Carlos, Felipe González, Adolfo Suárez —había sido Secretario General del Movimiento—, Santiago Carrillo, Manuel Fraga, Miguel Roca, las Cortes que aprobaron la celebración del referéndum... No creo que nadie se librara de la etiqueta ni de sufrir los acosos permanentes de los "puristas políticos", de aquellos que les acusaban de traición en nombre de cualquier tipo de ideales, en nombre de la Historia misma. Sin embargo, la "Historia misma" se escribió de otra manera y, vista en perspectiva, a la "traición" se le llamó "sacrificio".
Pero me interesa, sobre todo, el equilibrio que los autores establecen entre la esencial necesidad de la "traición" y la sociedad que les elige. Señalan como cierre de su preámbulo:

En las antípodas del despotismo, la traición es, pues, una idea permanente que, a diferencia de la cobardía, evita las rupturas y las fracturas y permite garantizar la continuidad de las comunidades democráticas al flexibilizar en la práctica los principios preconizados en la teoría. Con todo, no es una puerta abierta a los oportunismos: en efecto, la traición encuentra sus límites en la elección. Cuando deja de ser pragmatismo gubernamental y se convierte en mera práctica para perpetuarse en el poder, cuando vuelve la espalda a las aspiraciones del elector, sufre una sanción. Así, entre traición y elección se establece un equilibrio frágil con el cual los políticos no pueden jugar impunemente.
Es sin duda en esta combinación incierta que el arte político encuentra su nobleza. Ejercicio peligroso para el que lo practica, la alquimia traición-elección camina siempre por el borde del precipicio del fracaso y el abismo de la irracionalidad. Todos los ejemplos que brinda la historia cercana confirman la verdad de esta dialéctica. (12)

Lo que aquí se llama "traición" va más allá del mero maquiavelismo para el mantenimiento del poder; se trata más bien del mantenimiento de la "eficacia" institucional, de la necesidad de equilibrio entre elementos antagónicos que, sin renunciar a sus discursos, no pueden llevarlos a cabo so pena de desastre o conflicto. La política, en un sistema de electores, se define como el arte de la propuesta y de la comprensión de los límites de la propuesta. La "traición" será mayor cuanto más distancia exista entre ambos. También sus riesgos. La demagogia es hacer propuestas impracticables; la irresponsabilidad, tratar de llevarlas a cabo.
Lo que dejan claro los autores es que la "traición" está al servicio del "buen funcionamiento" social y no del mantenimiento de los que luchan por el poder. No es mero oportunismo. Está al servicio de una causa superior, la superación de conflictos que lleven a rupturas del orden principal.
Las sociedades democráticas son una amalgama de ideas, deseos e intereses, contrapuestos y contradictorios, en ocasiones. Oscilamos entre discursos pragmáticos y radicales que nos mueven y nos conmueven. Es fácil conseguir los votos con discursos emocionales y propuestas demagógicas, prometer sin límite. No es nada fácil, en cambio, llevarlas a cabo.


Me ponderaba una amiga egipcia, sumergida en el pesimismo de muchos de sus compatriotas, la gran suerte que tuvimos los españoles al poder votar una Constitución consensuada, fruto del acuerdo "traidor" de la mayor parte y no la que ellos han visto aprobada mínimamente hace unos días, imposición de un grupo sobre otros, a los que excluyó. La conversión de la religión en ideología transforma la "traición" en "pecado" y, por tanto, en intransigencia, condenando al fracaso la convivencia. El islamismo carece, orgullosamente, de las posibilidades de "traición" o, si se prefiere, eleva la "traición" a una práctica oportunista y astuta de consecución del poder para luego caer en la intransigencia absoluta y absolutista. Usa la traición como un método para conseguir el poder, para después investirse de los principios de la radicalidad y la intransigencia. El resultado lo tenemos cada día en los medios de comunicación: un país al borde del caos provocado por la intransigencia. ¿Su coartada?: que no buscan el poder sino hace reinar el poder de Dios. Pobre, pero suficiente.


Un discurso previo blando es cambiado por uno de gobierno duro, que transforma la seducción en dictadura. En los espacios democráticos ocurre lo contrario: las propuestas radicales se transforman en traiciones en favor de la convivencia entre todos. El primero se impone; el segundo se adapta traicionando.
El caso egipcio es un buen ejemplo, desgraciadamente, de cómo la radicalización no es el camino de la convivencia. La vuelta a los discursos radicales en la política española debería replantearse por el bien de todos. Especialmente porque una parte importante de la ciudadanía considera que no es "traición" merecedora de elogio, como señalan Jeambar y Roucaute, sino oportunismo al que les ha llevado el descrédito generalizado por su desastrosa gestión del país en todas las instancias. Se percibe demasiada "frivolidad" en demasiados discursos, fáciles de hacer, sin pensar en sus consecuencias para todos. No es casual que en el momento de mayor descrédito de la clase política, ésta lance las más sonoras propuestas y cuestione su propio camino y origen: la constitución española y la transición y consenso que la produjo.


No sé si la teoría de la "necesidad de la traición" es cierta, pero la del "sentido común" lo es siempre. Cuanto mayor sea la radicalidad de las propuestas, su resolución solo se producirá mediante una "gran traición" o mediante un "gran conflicto". 

* Denis Jeambar e Yves Roucaute (1999):  Elogio de la traición. Sobre el arte de gobernar por medio de la negación. Gedisa, Barcelona.






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